El evangelio de este domingo nos presenta una parábola sobre el reino de Dios, en la que, más que una comparación, hay una identificación. Se describe una clara imagen de Jesucristo, como el propietario de la viña. Jesús está hablando de quién es él a sus discípulos. Se dirige a sus íntimos, a los que él ha llamado a su seguimiento, y les revela su identidad, la identidad del reino en términos de trabajo, de justo salario y de contrato. Todo sucede en un día, al amanecer, al mediodía, en la tarde, al anochecer. Les habla de un encuentro personal con cada uno. Da a entender que aquel de quien habla es un propietario justo, digno de confianza, que ofrece un puesto a quien lo necesita, que sale a buscar a sus trabajadores, que no le importa el momento en que se incorporan a la viña, que a todos ofrece el salario convenido, el precio que ya ha pagado por cada uno. Este es un propietario para el que no existe el tiempo, porque para él, “un día es un ayer que pasó, una vela nocturna”, ni el espacio, ya que no se cansa de salir a buscar más trabajadores para su viña, sin importarle cuántos, acoge a todos sin excluir a nadie en su intimidad, y todos tienen cabida en su viña, que parece no tener límites. ¿Serán los discípulos tan astutos como para entender que les habla del cielo mismo, donde los últimos serán los primeros, donde los valores de la tierra son muy diferentes, a veces, los contrarios? ¿Podrán comprender algo que no era nuevo para ellos, que ya habían oído a Jesús en otra ocasión: “quien me ve a mí, ve al Padre”? ¿Le reconocerán en el propietario bueno y misericordioso, que no se limita a hacer la “justicia de los números o estadísticas” esperada por todos, especialmente los que miran con criterios humanos la realidad del reino de Dios? ¿Qué enseñanza ofrece Jesús a nosotros, sus discípulos, a través de esta parábola? Jesús les habla de sí como Señor del universo, de todo lo creado, del camino para alcanzar la plena realización en la tierra y la completa felicidad en el cielo. El contrato significa la llamada intransferible y peculiar que cada uno tiene como sello en la vida, que se nos regala como don y como misión, a través de un encuentro personal con Él. La justicia de Dios, que no es la nuestra, que tiene la última palabra, revelará al final de los tiempos, en ese encuentro cara a cara, la verdad de esta respuesta personal que nadie puede dar por otro. Este propietario es el Viñador de todos los tiempos, Señor de la historia y dueño de la vida. Desde el amanecer de esta peregrinación, sale al encuentro de todo ser humano, para darle una misión: “trabajar en la parcela” que se le entrega con la misma vida. Viene a la tierra en cada momento y nunca deja de buscar e invitar a esta aventura de trabajar en su viña, que es reconocer el don recibido y hacerlo fructificar con las capacidades que le han sido regaladas. No le importa cuándo su invitación sea aceptada, ni la respuesta que se le dé. Hay lugar para todos en la viña. Al oscurecer, al declinar el día, al llegar la hora final para cada uno, se les va a dar el fruto de la viña, el encuentro definitivo con el Padre, que es para todos igual. Es un encuentro personal que no se puede reclamar, ni exigir según las mismas medidas humanas que se usaron en la tierra. Es un salario personal e intransferible. Nadie puede responder por otro, ni juzgar lo que hizo o dejó de hacer. Será el momento de encontrarnos cara a cara con la misericordia de Dios, que es infinitamente más grande que nuestros juicios. Se nos mostrará la libertad de Dios ante cada uno, se nos revelará su amor y no habrá queja, ni comparación, ni injusticia. Todo será recibir el salario acordado al amanecer, al mediodía, al atardecer o al final de nuestra jornada. No habrá lugar para la envidia. Al final, solo un denario bastará. El propietario no es injusto, no nos engaña. Su promesa es firme para todos desde el principio. Su Palabra es verdadera. Hoy se nos propone descubrir esta parcela y trabajar sin demora, con el gozo de saber el salario que nos espera. Lecturas
Is 55, 6-9 Fil 1, 20-24. 27 Mt 20, 1-16 El evangelio de hoy nos propone dos aspectos en los que meditar: el perdón y la justicia del Reino de los cielos. El perdón, que aparece claramente en el evangelio, no lo debemos entender como una norma moral. Los estudiosos afirman que Jesús pone un ejemplo desproporcionado. La primera cantidad que nos propone la parábola era algo impagable en aquel tiempo, algo inimaginable. La segunda cantidad, en cambio, era ridícula. Por tanto, la clave está en la desproporción. Se trata, no tanto de perdonar, sino de hacer memoria de la historia que Dios ha hecho con cada uno de nosotros. El reino de Dios se parece a aquellos que no se olvidan de lo que se ha hecho por ellos. Volvamos a la antífona del Magnificat: “Recuerda la alianza del Señor”. Hoy, y toda la semana, es un día para recordar lo que Cristo ha hecho por mí. Él nos ha amado y se ha entregado por cada uno de nosotros, de forma personal. Esta compasión se describe muy bien en el salmo 102. En la memoria de lo que el Señor ha hecho por mí, el corazón vive en la gratitud, en la magnanimidad, en la alegría. De esa memoria, de la de haber sido perdonado y amado, brotará la gracia para vivir en el Reino. Hagámoslo de forma personal, mirando la cruz, nuestras deudas y nuestra historia. En segundo lugar, se nos presenta la justicia del Reino de los cielos que tiene que ver con la figura de los compañeros. Ellos se dan cuenta de lo sucedido y claman. Podemos interpretarlo como el ministerio de la intercesión, de la capacidad que tenemos de corregir cuando vemos la racanería y la desproporción. Hagamos un ejercicio de intercesión haciendo memoria del sufrimiento de los hombres, de la injusticia que sufren nuestros hermanos, del mal que cometemos… Cuando pedimos por las situaciones de dolor empezamos a conocer el grito de los corazones. Pedimos para que el Señor ordene la realidad y responda. Vivimos en la sociedad del buenismo y nos olvidamos de que existe mucha injusticia y opresión en este mundo. En definitiva, es una parábola sobre el orden del Reino. Porque queremos que el bien reine, vamos a recordar el bien, a ayudarnos, a corregirnos cuando seamos mediocres, cuando obramos mal… Necesitamos hermanos que nos despierten de la acedia del mal. Vamos a ser voz, a interceder para que los oprimidos de este mundo encuentren la respuesta del bien, para que el Señor restaure el mundo. Que el Señor nos conceda vivir en la magnanimidad de saber que hemos sido amados y perdonados. Lecturas
Ec (Sir) 27, 33–28, 9 Rom 14, 7-9 Mt 18, 21-35 El Evangelio de este domingo, conocido como discurso “comunitario” o “eclesial”, nos habla de la corrección fraterna, que exige la protección de la comunión, es decir de la Iglesia, y la personal, que requiere la atención y el respeto de cada persona. Para corregir al hermano que se ha equivocado, Jesús sugiere una pedagogía de recuperación, dice el papa Francisco. Y siempre la pedagogía de Jesús es pedagogía de la recuperación; Él siempre busca recuperar, salvar. Primero dice: “Ve y corrígele, a solas tú con él” incluso el amor de dos o tres hermanos puede ser insuficiente, porque no lo reconoce. En este caso, añade Jesús, «díselo a la comunidad» es decir, a la Iglesia. Y Jesús dice: “Y si ni a la comunidad hace caso, considéralo ya como alguien gentil y al publicano”. Esta expresión, aparentemente tan despectiva, en realidad nos invita a poner a nuestro hermano de nuevo en las manos de Dios: sólo el Padre podrá mostrar un amor más grande que el de todos los hermanos juntos. Se trata de ir al hermano no para juzgarlo, sino para ayudarlo, pero no siempre depende de nosotros el buen resultado al hacer una corrección (a pesar de nuestras mejores disposiciones, el otro puede que no la acepte; sin embargo, depende siempre y exclusivamente de nosotros el buen resultado... al recibir una corrección. Quien quiera corregir a otro debe estar dispuesto también a dejarse corregir. La enseñanza de Jesús sobre la corrección fraterna debería leerse siempre junto a lo que dijo en otra ocasión: ¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no miras la viga que está en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame sacarte la paja que tienes en tu ojo”, si no ves la viga que tienes en tu propio ojo? (Lc 6, 41 s) En algunos casos no es fácil comprender si es mejor corregir o dejar pasar, hablar o callar. Por este motivo, las palabras de san Pablo en la carta a los romanos, en este domingo dice:” Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor…la caridad no hace mal al prójimo”. San Agustín lo sintetiza con las palabras “Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”. No partimos de una comunidad de perfectos, sino de una comunidad de hermanos, que reconocen sus limitaciones y necesitan el apoyo del Señor y de los demás para superar sus fallos. Los conflictos pueden surgir en cualquier momento. Jesús no se asustó ni de la terquedad de los apóstoles, ni de las pretensiones ambiciosas de Santiago y Juan; ni de las negaciones de Pedro, ni de la traición de Judas. “Él sabía muy bien lo que hay en el hombre”. Y, a pesar de todo, siguió amándolos, perdonándoles, llamándoles y confiando en ellos. Lo que entonces hizo con los apóstoles quiere hoy hacerlo con nosotros. A Jesús nunca le interesa nuestro pasado negativo, lo que hemos sido, sino nuestro presente: lo que ahora somos y sobre todo, nuestro futuro: lo que todavía podemos llegar a ser. Lecturas
Ez 33, 7-9 Rom 13, 8-10 Mt 18, 15-20 En este domingo la Iglesia nos propone las palabras de Isaías: “A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo los atraeré, los alegraré en mi casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”. Así lo canta también el salmo, y en la carta de San Pablo se nos habla también de esta universalidad de la salvación. Es precioso ver cómo ha surgido esta palabra en el corazón de Israel, cómo en un pueblo que tenía conciencia de ser elegido por el Señor, que se sabía particularmente salvado por él, hasta crear una conciencia de nación, en este exclusivismo aparece dentro una voz más grande, aparece la esperanza de una salvación mayor que rompe el esquema previo. En el corazón de Israel se oye ya la voz que espera, que clama, que anuncia que hay un salvador que no lo será solo para nosotros, sino para todo hombre, de todo tiempo y lugar. Esta voz ya estaba nombrando a Jesús, su nombre ya lo pronunciaban los pueblos. Este es el grito en realidad que se oye aún hoy en toda la humanidad. Te espera hoy cada hombre y cada mujer, es el deseo de bien, de salud, de plenitud que anhela cada persona, en particular los que sufren, y que espero también yo. Jesús aparece hoy en el Evangelio como aquel en el que se cumplen las promesas. Las promesas que se hicieron antes, y a otros; y las promesa que se hace hoy a cada hombre, aun a aquellos que no le nombran. Jesús se mueve en este Evangelio en el espacio concreto, desde su tierra y nación hacia un lugar extranjero. Se pone en camino en tierra distante de la suya, ajena a sí mismo, como si fuera una imagen de su propia identidad. Jesús se convierte hoy en una puerta que se abre, la salvación que se esperaba se abre en Él a todos los hombres, Jesús se convierte en una salvación que camina, que recorre los senderos que otros hombres antes que Él han hecho. Y llega hoy convertido en palabra viva, también a mi casa y a la tuya, al camino que yo transito, a la historia particular que vivo. Pero es curioso contemplar en este evangelio cómo pone en acto Jesús la salvación. Dios no nos salva en masa, ni en un sentido genérico. Jesús vino a una tierra concreta y se encuentra con una persona y una historia particular. En el Evangelio Jesús llevará la salvación uno a uno, persona a persona, como un Dios que se detiene ante cada historia, ante cada rostro. El relato evangélico de hoy nos desmenuza esto. Jesús camina y la mujer cananea sale de allí donde esté, y le grita, y le hace la invocación más sincera, la que no siempre nos atrevemos a hacer, una oración desnuda, “Señor, ayúdame”, y le presenta su necesidad, legítima y humana, su hija está atormentada. Jesús parece ignorarle y la mujer insiste. Entre ellos dos se establece un diálogo, la mujer pone su confianza en Jesús y él dará valor a su propia palabra. De este tira y afloja dirá san Agustín que Cristo se mostró indiferente no para rechazarle sino para inflamar su deseo. Jesús admirará al fin su fe. Nos recuerda a otro viaje hacia tierra extranjera de Jesús, cuando el relato con la samaritana comienza diciendo que “era necesario que Jesús pasara por allí”, que se diera aquel encuentro. Es necesaria la historia, la relación con Él, ponerle a Él en palabras nuestra oración, convertir nuestro dolor en súplica, nuestra carencia en confianza. Es como si el relato nos contara que es necesario el tiempo entre los dos, que era necesario el diálogo, la relación. La historia de la salvación contigo y conmigo, y con cada hombre será también así. Jesús espera que le llames, que le insistas, que confíes, que le desmenuces tu necesidad, que le hables de lo que te importa, de tus pequeñas grandes cosas. Y Él irá acompañando tu historia y esto será, al fin la salvación, encontrar que Él ha venido a nuestra Historia, con mayúscula y a nuestras pequeñas historias, la de cada hombre. Señor Jesús, salvación de los que en Ti esperan, hoy también yo te dirijo mi oración, con la sencillez que me da el saber que nuestra historia para Ti es importante y dame la alegría de escuchar la palabra que Tú me diriges. Lecturas
Is 56, 1. 6-7 Rom 11, 13-15. 29-32 Mt 15, 21-28 Dos tormentas: en una no está Dios. En la otra, Dios está. La primera lectura de hoy nos presenta a Elías en la montaña, solo, fatigado. Llega la noche y se refugia en una cueva. Dios le llama a salir de la cueva, a salir a la intemperie, para cumplir el deseo de su corazón: tener un encuentro con Él, que lo pueda ver. Mi corazón y mi carne | retozan por el Dios vivo (Sal 84) En el evangelio: los discípulos en la barca, en medio de una tormenta. Es de noche. Jesús no está con ellos en la barca. Pero son pescadores, habrán vivido situaciones así anteriormente. El relato no se centra en el miedo que puede suscitar la situación en los discípulos, como en el caso de otra tormenta que es calmada por Jesús (Mc 4,35-40 ), sino en la experiencia de Pedro. En el corazón de Pedro nace un deseo al ver a Jesús caminar sobre las aguas: “Mándame ir a ti”. Para ello, se tiene que lanzar, dejar atrás la barca y los compañeros que antes le daban seguridad. Fijos los ojos en Jesús, quiere caminar él también sobre las aguas. Caminan de baluarte en baluarte | hasta ver al Dios de los dioses en Sión (Sal 84) Dos personas: Elías y Pedro, el profeta y el apóstol, elegidos y enviados de Dios. Antes de que se les confiara la misión, Dios les prepara con un encuentro personal con Él, del que los dos tienen que aprender algo nuevo. Elías aprende el modo de hablar de Dios, cómo Él se le mostrará en adelante: Dios no está en la tormenta, ni en el terremoto, ni en el fuego. Está en la brisa suave. Viene a nuestro encuentro cuando Él quiere: no a la primera, no a la segunda, ni a la tercera… El modo y la ocasión lo elige Él. Pero sí: cumple su promesa. Viene. Pedro aprende que tiene que ir a Jesús con su humanidad, con su fragilidad, con sus límites. Jesús no le otorga la capacidad de caminar sobre las aguas, aunque por un momento, mientras tiene los ojos fijos en Él, así parece. Hay otro momento en el evangelio cuando Pedro, al ver a Jesús (esta vez ya resucitado), se lanza al agua (Jn 21, 7). Allí ya no quiere caminar sobre las aguas: va a su encuentro con los límites de la naturaleza humana, con sus fragilidades. Importa el encuentro, no el poder caminar sobre las aguas. Dichoso el que encuentra en ti su fuerza | y tiene tus caminos en su corazón. (Sal 84) La segunda lectura de este domingo da la clave para las otras dos, sobre la llamada de Dios, sobre su elección. San Pablo reconoce la filiación de los israelitas por el don de la ley, de las alianzas y del culto - pero estima más la filiación adoptiva que tienen los hijos de la promesa (Rm 9,7-8), los que reconocen a Jesús. Está preocupado por la incredulidad de sus hermanos. La elección, dice a continuación, no depende de las obras, sino del que llama (Rm 9,12). El designio de Dios se cumple. Él nos va habituando poco a poco a su modo de hablar suave. Nos enseña que tenemos que salir a la intemperie, desprovistas de nuestras seguridades para tener un encuentro con Él. En medio de la tormenta, de cualquier tormenta de la vida, nos pide confianza, tener los ojos fijos en Él; pero cuenta con nuestra humanidad, con nuestra fragilidad cuando nos confía una misión. En el momento que esta parece superar nuestras fuerzas, nos tiende la mano y nos rescata, nos salva. Lo ha hecho ya una vez para siempre. ¡Señor del universo, dichoso el hombre | que confía en ti! (Sal 84) Lecturas
1 Reyes 19, 9a. 11-13a Rom 9, 1-5 Mt 14, 22-33 Transfiguración de Cristo (Giovanni Bellini Nápoles) Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6 de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento en el cual tres discípulos pudieron ver al Señor resplandeciente, un acontecimiento que ya nunca jamás más olvidarían. San Pedro, ya muy anciano, así lo recuerda en su carta que hoy leemos en la segunda lectura "Y nosotros escuchamos esta voz, venida del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo”. Vivir la alegría y la luz de la fe La Transfiguración confirmó la fe de los apóstoles y fue para ellos la luz "que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones". La Transfiguración del Señor plantea una cuestión que es vital en el cristianismo de todos los tiempos: la fe es para los apóstoles algo luminoso, como una inmensa alegría, que nadie les podrá arrebatar; lo mismo debería sucedernos también hoy a nosotros, a cualquier persona, joven o mayor, que experimenta la verdadera alegría de la fe, que nunca jamás podrá serle arrebatada. Entonces el reto que se nos plantea hoy es el siguiente, ¿Cómo puedo yo ayudar a otros a descubrir este aspecto de la fe?, ¿Cómo puedo yo dejar transfigurar mi vida? Buscando y propiciando momentos de oración, de contemplación, de descanso en el Señor, de celebraciones Eucarísticas bien vividas y celebradas. Los apóstoles lo descubrieron en un momento vital de sus vidas, que compensaba todos los sufrimientos y cansancios vividos hasta entonces. Los discípulos ven al Señor transfigurado y este acontecimiento acentuó el gozo de la fe, la alegría de saberse salvados y amados por Jesucristo. También en nosotros debería suceder lo mismo, tendríamos que dejarnos encontrar por la gracia para experimentar al Señor de tal modo que hubiera un antes y un después en nuestras vidas, en nuestra trayectoria vital y existencial. Me refiero a la Eucaristía de cada día, que está llamada a ser luz viva que transfigure nuestra existencia, porque la gloria de Dios, aunque escondida, está presente en ella. En medio de nuestra historia humana se nos revela Dios cada día. En nuestro mundo tan complicado e incierto, en las preocupaciones de nuestra familia que tanto nos hacen sufrir, en los problemas cotidianos, en una sociedad tan a menudo enemistada, estamos llamados a caminar con la esperanza renovada. Mirar la vida con ojos nuevos La oración no sólo nos ayuda a amar a Dios sino que también nos predispone a contemplar la naturaleza con ojos nuevos. El pintor Giovanni Bellini en su cuadro “La transfiguración”, que acompaña este comentario, nos muestra la figura de Cristo transfigurado ante sus discípulos. El Salvador resplandece en medio de la escena, acompañado por Moisés y Elías, con los discípulos a sus pies. Pero toda la naturaleza se diría que despierta como atraída por la blancura de la túnica del transfigurado: montañas y valles, prados y flores, animales y personas que en la perspectiva aparecen encaminándose hacia sus respectivos trabajos. Todo está iluminado por la luz de Cristo. Y es que, quien reza de verdad cada día, no encuentra tanta desesperación y desánimo a su alrededor, no vive con tanto pesimismo las contradicciones, no ve siempre tan malos a los demás. Cada vez que salimos de cada Eucaristía debiéramos mirar las cosas y, sobre todo las personas, con una mirada nueva. Como los discípulos al bajar de la montaña del Tabor. Los discípulos en la cima de aquella montaña se desprendieron de sus envidias pero no prescindieron de los problemas de la vida, del camino hacia la cruz hacia el cual encaminaban sus vidas. Esto es, la oración no consiste en desentendernos de los problemas de la vida, sino que proyecta sobre ellos una luz nueva. ¿Acaso no nos ha ocurrido alguna vez que ante una dificultad aparentemente insalvable, después de retiraros a rezar unos momentos, hemos encontrado una luz que nos ha ayudado a superar aquella oscuridad? La oración nos abre los ojos hacia una nueva realidad, que nos ayuda a empezar a descubrir el rostro escondido de Dios en todo lo que nos rodea: acontecimientos, personas, situaciones, vivencias, encuentros, circunstancias; y eso nos ayuda a afrontar la vida con una mirada más libre y decidida, alegre y gozosa porque la presencia escondida de Dios lo abarca todo, lo envuelve todo con su presencia luminosa. Sintámonos hoy unidos, de forma muy especial, a nuestros hermanos de la Iglesia ortodoxa, con quienes compartimos la luminosidad de esta fiesta. Ellos la celebran muy solemnemente. Que este recuerdo nos mueve a rezar para que, muy pronto, podamos compartir con ellos el Pan sagrado y el Cáliz de la salvación. Lecturas
Dn 7, 9-10. 13-14 2 Pedro 1, 16-19 Mt 17, 1-9 "El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido" Esta semana terminamos de leer el “discurso de las parábolas” de Jesús, que aparecen en el Evangelio de San Mateo (Mt 13). El evangelio de hoy contiene tres parábolas, tres historias de sabiduría que dan una idea de la naturaleza del reino de los cielos. Las dos primeras se prestan a esta particular reflexión. Las metáforas del tesoro en el campo y la perla de gran precio apuntan al valor inestimable del reino de Dios. ¿Quién no estaría dispuesto a renunciar a todo lo demás para alcanzar el tesoro o la perla? Incluso leyendo las parábolas literalmente, sabemos que se trata de situaciones complicadas. ¿Cómo supo la persona que el tesoro o la perla estaban allí en primer lugar? ¿Y si esa persona no tuviera los recursos suficientes para realizar la venta? En otras palabras, necesitamos atención para descubrir los tesoros, perspicacia para darnos cuenta de que valen todo lo que podamos poseer y más, y suficiente arrojo, coraje para hacer los cambios necesarios, para obtener lo que deseamos. ¿Cómo estamos en este sentido? ¿Consideramos que el reino de Dios vale la pena el esfuerzo? ¿Qué es este Reino de los Cielos por el cual deberíamos estar dispuestos a renunciar a todo lo demás? Podemos decir que el reino de los cielos es una forma de vivir la vida aquí y ahora, y no simplemente un estado del ser que se desarrollará después de la muerte. Por lo tanto, el Reino de los Cielos es una vida de compromiso fiel; es una vida de integridad, de confianza en Dios y de servicio a los demás. Os invito ahora a detenernos en cada parábola y ver que enseñanza encierra cada una: 1º La parábola del tesoro escondido (Mt 13,44). ¿Por qué el Reino es como un tesoro escondido? El valor de un tesoro lo comprende quien lo encuentra. En la Escritura se dice que quien encuentra un amigo encuentra un tesoro. “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo…”. A esto asemeja Jesús el Reino de los cielos. A un “encuentro” lleno de sorpresa en la vida. Es un don inesperado, que se nos muestra sin haberlo buscado. En el evangelio nos dice Jesús, que aquel agricultor que lo encuentra en el campo, “Lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra aquel campo”. “Vender todo lo que tiene” nos recuerda a los primeros apóstoles que al encontrarse con Jesús, “Dejándolo todo lo siguieron” (Mt 4, 20-22). ¿Cuál es la palabra clave para entender esta parábola? La ALEGRÍA. “Por la alegría” que le da al encontrarlo, vende todo. Es la alegría de encontrar el tesoro del Reino de los cielos lo que hace que todo lo demás, los bienes, no tenga valor con tal de alcanzarlo y tenerlo. Es la “alegría” del encuentro con Jesús lo que hace a los apóstoles dejar todo: barca, familia y casa, para irse con Jesús...Y ahora cabe hacernos otra pregunta: una vez descubierto este tesoro que es Dios mismo, ¿qué hace el hombre que lo encuentra? Jesús mismo nos responde cuando dice que el hombre que lo encuentra vende todo lo que posee para su adquisición. Nuestro encuentro con Dios exige que le confiemos todo lo que tenemos e incluso todo lo que somos. Ante este encuentro no caben negociaciones ni regateos; hemos de venderlo todo, como el personaje de la primera parábola, para adquirir el campo donde hemos encontrado el tesoro. 2º La parábola de la perla encontrada (Mt 13, 45-46). En esta parábola lo novedoso es que este comerciante sí andaba buscando perlas y “al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”. Jesús aquí, nos quiere insistir sobre otro aspecto importante, la necesidad de buscar a Dios con perseverancia. Es una “búsqueda” que queda superada cuando, por sorpresa, encuentra algo superior a lo que buscaba. Es de tan “gran valor” aquello que ha encontrado que “vende todo lo que tiene”. Y el comerciante da, entonces, un cambio a su vida. Es capaz de empeñar todos sus bienes, con tal de alcanzar la “perla de gran valor” que ha encontrado. Este encuentro exige una gran decisión en la vida, dejarlo todo para alcanzar aquella perla de gran valor. Así es el encuentro con Jesús y el Reino de los cielos: quien lo busca y lo encuentra empeña su vida ante aquel gran tesoro que ha encontrado y adquiere, por GRACIA, una fortuna mayor. Lo explica muy bien San Pablo cuando describe su encuentro con Jesús: “Por Cristo he sacrificado todas las cosas y todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo” (Fil 3,8) 3º La parábola de la red (Mt 13, 47-50). “El reino de los cielos se parece también a una red que echan al mar…”. De la misma manera que la cizaña crece junto al trigo (como veíamos la semana pasada) aquí se pescan peces buenos y malos, y cuando la red es llevada a tierra los buenos son recogidos en los cestos y los otros son tirados afuera. Esa es la práctica común de los pescadores. Pero la frase clave de la parábola viene ahora: “Lo mismo sucederá al final de los tiempos…”. Esta práctica de distinguir los hombres buenos de los malos no nos corresponde a nosotros, sino a Dios. Es el Padre quien hará el juicio de amor sobre todos, dependiendo del trato que hayamos dado a los más pequeños (Mt 25,31-46). Sólo Él lo hará. Él separará el trigo de la cizaña y los malos de los buenos. Porque puede pasarnos, tal como decía nuestro padre (San Agustín): “En el último día muchos que se creían dentro se encontrarán fuera, mientras que muchos que se creían estar fuera se encontrarán dentro” Conclusión (Mt 13, 51-52). El final de este discurso de Jesús termina con una pregunta: “¿Entendéis bien todo esto?”. En las palabras y la vida de Jesús se conjuga de manera admirable “Lo nuevo y lo antiguo”, nada de la sabiduría de Dios se pierde. A través de su enseñanza y de su vida aparece la novedad del Reino de los cielos, fundada en la eterna alianza del amor de Dios (“lo antiguo”), que se muestra plenamente en su Hijo (“lo nuevo”). Y lo hace de manera sencilla, con las palabras de la gente humilde: la siembra, las semillas, la levadura, la siega, la pesca… Todo nuevo y todo anclado en el corazón del Padre, eterna fidelidad. “Como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo”. “En Cristo se encierran todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios” (Col 2,3). Lecturas
1 Re 3, 5.7-12 Rom 8, 28-30 Mt 13, 44-52 ¿A qué se le parece el Reino de Dios? En el Evangelio de este domingo Jesús habla de nuevo en parábolas para explicar algo importante a sus oyentes. Porque como nos recordaba el texto del Domingo pasado no basta con escuchar la Palabra, es necesario entenderla. Por eso Jesús habla a los sencillos y humildes en parábolas, con imágenes y situaciones de la vida cotidiana, con ejemplos conocidos. Así el Padre concede a los sencillos esa sabiduría íntima que se requiere para entender la Palabra. El anuncio del Reino es el centro del mensaje del Señor y hoy nos encontramos a Jesús respondiendo con tres parábolas a una pregunta fundamental: ¿A qué se le parece el Reino de Dios? En ellas encontramos tres claves, se parece: - al proceso de crecimiento del trigo junto a la cizaña. - a un grano de mostaza que se hace árbol frondoso. - a la levadura escondida en la harina que se transforma en pan. Las tres narraciones tienen semejanzas. Vemos en ellas algo pequeño que toma fuerza, se transforma y alegra a quien recibe sus frutos. Es también una lección de paciencia, de la espera confiada de un fruto. Por otro lado ¿no es asombroso que todo un Reino se compare a algo tan pequeño en las tres parábolas? ¿Cómo es posible esperar algo tan grande, tan soberano, de algo tan simbólico? Podríamos quedarnos ya solo con esto para meditar, para quedarnos en el estupor, en el asombro. El mismo asombro que produce ver germinar algo tan pequeño como una semilla y crecer hasta granar o hacerse árbol, el mismo estupor que nos produce ver como la levadura hace crecer la masa y la transforma en rico pan. Estos relatos nos hablan de la creación, porque hay una conexión profunda en ellos con la naturaleza: la tierra, el agua, el aire, el sol colaboran en el crecimiento, la mano humana que mete la levadura en la harina y la amasa y después la hornea al fuego. El Reino está en la creación, porque Dios todo lo hizo bueno y no se desdice de lo creado sino que lo lleva a plenitud, como dice San Pablo: "la creación expectante aguarda la manifestación gloriosa de nuestro Salvador". Parte de la creación colabora para que la transformación de los elementos sea posible. Esta colaboración junto a la renuncia que ello supone para la semilla, el grano de mostaza y la levadura, la vemos claramente en las tres parábolas: - La cizaña tiene que crecer junto al trigo y éste soportar su presencia junto a él, con paciencia. Como dice S. Agustín: «muchos primero son cizaña y luego se convierten en trigo». Y añade: «Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio». - La mostaza no se debe quedar en su máxima pequeñez, inútil a los ojos de muchos observadores. - La levadura tiene que perderse en la masa para transformarla en algo bello y bueno. Si pudieran hablar los elementos descritos y la semilla del trigo dijera: "no, yo no soporto más la presencia de esta cizaña fanfarrona, arrogante e impostora que aparenta ser como yo y no lo es"; o el pequeño grano de mostaza se dijera: "¿para qué se empeña el sembrador en usarme como semilla si yo no tengo cuerpo ni para convertirme en guisante?"; o por otro lado la levadura se negara a entrar en la harina para no perder su identidad y su apariencia... No sería posible contemplar este milagro posterior del trigo, del pan, del cobijo del árbol. De ahí entendemos la importancia de nuestra pequeña colaboración con la gracia, para que sea posible, como en estos procesos naturales, un mundo nuevo. Ahí también observamos estas similitudes con el Reino de Dios:
Así es el Reino, algo casi invisible, que transforma, da vida, contagia con alegría a otros cuando se comparte y nos conduce a una felicidad impensable. Hoy, con el libro de la sabiduría podemos decir: qué grande eres, Señor, «fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo… porque tu fuerza es el principio de la justicia y tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con todos». Y el Salmo 85 lo confirma: «Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» ¿A qué se le parece el Reino de Dios? A esa mano sabia y bondadosa del Padre que toma de lo suyo y lo coloca en el lugar y el tiempo oportuno para hacerlo germinar, crecer y fructificar, e ir construyendo así la Ciudad de Dios aquí, ya en esta tierra, donde es posible partir y compartir el pan con los hermanos de todas las naciones y razas, bajo una sombra excelente como es la Iglesia. Lecturas:
Sab 12, 13. 16-19 Rom 8, 26-27 Mt 13, 24-43 Jesús se sienta cada día en nuestra orilla, en la pobre y quebradiza barquichuela que es nuestro corazón y allí se detiene con calma para enseñarnos los misterios del Reino. La barrera que nos separa hoy del Jesús de Galilea ha caído pues Aquél que murió y resucitó está ahora sentado a la derecha del Padre y a la vez vive en el interior de cada ser humano. Por esta razón puede hablarnos desde dentro todos los días de nuestra vida porque ya no nos separa de Él ni el espacio ni el tiempo. Lo experimentamos, es cierto, de un modo velado pero no menos verdadero y vivificante. Jesús utilizaba parábolas para ayudar a su pueblo a entender el mensaje que el Padre le pide anunciar. Por medio de este género literario se facilitaba la interpretación, el sentido de lo que se quería revelar. El Señor hablaba de mil modos y maneras para hacerse comprensible a sus hermanos. Pero hay una actitud esencial e indispensable por parte del receptor para que esto sea posible: querer entender. Es la acogida de su Palabra lo que hace que sea eficaz y que “como rocío que empapa la tierra no vuelva a Él vacía sino cumpliendo su encargo”. Quienes siguen a Jesús como ocurre en el caso de los discípulos “entran más dentro en la espesura” diría San Juan de la Cruz. Es su corazón limpio, abierto, sin prejuicios lo que hace decir al Maestro: “A vosotros se os dado a conocer los misterios del Reino”. El pasaje de este domingo bien podría ser una “autobiografía” de Jesús no constreñida a una anécdota del pasado sino que habla e interpela en el hoy de nuestras vidas. El Sembrador con mayúsculas, en todo instante va esparciendo las semillas que el Padre le ha confiado. Pacientemente sale todos los días y derrama su gracia, su Espíritu, su Palabra… sin dejar jamás de salir a sembrar. Pero si el paso evangélico es una autobiografía de Jesús también los ejemplos que ilustran la parábola son espejo de lo que podemos vivir en nuestra realidad espiritual según el momento interior que estemos atravesando. Es importante situarnos y reconocernos para poder reorientar, si es necesario, nuestro modo de vivir en Él y desde su Evangelio. Posiblemente el deseo incesante y la súplica continua de ser tierra buena sean lo único que pueda humedecer nuestro corazón de piedra. Las lágrimas que brotan de la impotencia y del arrepentimiento volverán nuestra tierra porosa y mullida para que las semillas de Dios puedan germinar en ella. ¿Pero cómo ser tierra buena? Creo que únicamente por la fuerza de la gracia. Como tantas veces nos sucede constatamos que sin ella nada podemos. Sin embargo, no se nos exime de nuestra humilde colaboración. Con nuestra apertura atenta y sincera, fomentando la intimidad con Él, dejándonos sembrar… podrá nuestro barro ser transformado en tierra virgen, fértil, apta para dar el treinta, el cincuenta, el ciento… de la cosecha. La medida que Él quiera. Lecturas:
Is 55, 10-11 Rom 8, 18-23 Mt 13, 1-23 ¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra!En este domingo XIV del Tiempo Ordinario, el profeta Zacarías nos anuncia un Mesías cuya fuerza para traer la paz a las naciones será la humildad. A la luz de la Palabra contemplamos un Mesías, Rey y Dios, alabado por el salmista, reconocido como clemente y misericordioso, que cuida de todas sus criaturas y se fija especialmente en los débiles. Es el Dios que da vida, como confiesa San Pablo, cuyo Espíritu habita en nosotros, y nos guiará a la plenitud de la vida en Él. Es el mismo Dios al que se dirige Jesús en el evangelio de hoy en una oración de gratitud, por haberse revelado precisamente a los pequeños y humildes de la tierra. Los sabios y entendidos en este mundo, los orgullosos que son incapaces de reconocer la revelación de Dios en la Encarnación, en su abajamiento, en su kénosis, no podrán entender ni ser quienes preparan lugar de acogida para este visitante. Ese huésped que llega de forma inesperada para habitar en nuestra casa, que en los domingos anteriores se nos ha presentado como aquel que trae promesas de vida, bendición y abundancia, y que las reciben aquellos que le abren la puerta y reconocen su presencia en la sencillez del que va de camino, del que está necesitado de pan, descanso, cobijo. Jesús nos habla en el evangelio de gratitud y de gratuidad, a través de la oración que dirige al Padre, dos actitudes en la reciprocidad de dar y de recibir, de ser comunión. Una única acción de amar y ser amado, de servir y ser servido, de expresar la más profunda identidad del ser humano, creado a imagen De Dios Trinidad. Doble movimiento de una única llamada a vivir en relación con el otro, a entablar un lazo de comunión con el hermano y con Dios, que nace de la filiación divina y de la fraternidad humana, de ser enviado y de ser acogido. Entregar, conocer y revelar son los verbos que se manifiestan en la relación del Padre y el Hijo, en una cadena ininterrumpida de amor, de la que somos objeto mientras vamos de camino, convirtiéndonos en templos, portadores y testigos del Espíritu Santo. El yugo, por una lado, es signo de esclavitud, que obliga a caminar juntos con una misma intención. Es usado como instrumento para concentrar varias fuerzas en un mismo sentido y dirección, con el fin de llevar a cabo un determinado trabajo con mayor eficacia. Por otro lado, atribuido a Jesús en el pasaje de hoy, el yugo ligero que nos ofrece es la invitación a compartir la pasión con Él, a llevar su cruz, a asociar los sufrimientos personales a los de Él, sin posible separación, a vivir su misma vida. Es signo, por tanto, de intimidad con Dios. Es una cualidad específica de los santos, que identifican su voluntad con la de Él. No se puede entrar en comunión con Dios sin identificarse con Jesús. No se puede ser santo sin vivir en su voluntad. No se puede responder a esta llamada sin reconocer que el camino hacia la santidad pasa por la humildad y la mansedumbre. No se puede aprender de Él sin llevar su yugo, sin experimentar la ligereza de su carga, que solo Él es capaz de transformar agobios y cansancios en alivio y descanso. La Palabra de hoy, en su simplicidad, es una llamada a vivir en esta comunión plena con Dios, que nos hace abrazar su voluntad, como Jesús lo hizo con el Padre, es estar ligados para siempre a Él y a los hermanos, a través de este vínculo irrompible del amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu, con una unción irrevocable. Lecturas:
Zac 9, 9-10 Rom 8, 9. 11-13 Mt 11, 25-30 |
TodosMateo1, 18-24
3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 24, 37-44 27, 11-54 28, 16-20 Marcos1, 12-15 Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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