Jesús proclama bienaventurados a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de corazón, a los perseguidos(cf. Mt 5, 3-10). Es una enseñanza que viene de lo alto y toca la condición humana, la que quiso asumir, para salvarla. Comienza con bienaventurados, sigue con la condición para ser tales y concluye haciendo promesa. El motivo de las bienaventuranzas no está en la condición de pobres de espíritu, afligidos, hambrientos de justicia, perseguidos…sino en la promesa, que hay que acoger con fe como don de Dios. Se comienza con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, al Reino anunciado por Jesús. La realidad de miseria y aflicción es vista en una perspectiva nueva y vivida según la conversión que se lleve a cabo. No se es bienaventurado si no se convierte, para poder apreciar y vivir los dones de Dios. Las bienaventuranzas hablan de sufrimiento, de pobreza, de hambre, de persecución, de llanto, de falta de paz y de justicia, de mentira y de insultos. Hablan del sufrimiento del hombre en su vida terrena. Pero no se detienen ahí. Hablan de dicha, de alegría y de las razones, del porqué de esta dicha. “Porque de ellos es el Reino de los cielos”, porque de ellos es Dios mismo, amor sin límites, abismo sin fondo de misericordia, plenitud de vida, justicia y paz, bondad suprema, reconciliación y perdón para todos, fuente de luz. Las bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, trazó de sí mismo, Él fue pobre de espíritu, manso, misericordioso, perseguido; son la expresión de la vida que Él encarnó y vivió históricamente; la vida que sus discípulos vieron con sus propios ojos y palparon con sus manos. Su manera de vivir era provocativa. Ser cristiano es vivir como Él vivió. Jesús reveló el amor de Dios a los más desfavorecidos de la sociedad y manifiesta la voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad. Las bienaventuranzas nos introducen por el bautismo en la participación de la muerte y resurrección de Jesús. Se basan en el hecho de que existe una justicia divina, que enaltece a quien ha sido humillado injustamente y humilla a quien se ha enaltecido, para convertirlo. Nos abren un horizonte nuevo con relación a la vida y a la forma de vivirla. Nos invitan a purificar nuestro corazón, a poner en Dios la confianza plena, a no esperar de otro la salvación. Nos enseñan que la verdadera felicidad no reside en tener, ni en el éxito o el poder, ni en ninguna obra humana sino en la entrega y donación de nosotros mismos. Dios. Este es el camino del hombre nuevo y renovado que camina y vive en comunión con los demás. Jesús no quiere ni nos manda que vivamos en la miseria, que suframos, que lloremos, que pasemos hambre y sed. Quisiera para nosotros una vida digna y desde ella, preparar y empezar ya a vivir la eterna. Pero, la cruda y dura realidad es que existe el hambre, la sed, la pobreza, a veces extrema, la enfermedad, el sufrimiento, la soledad, la injusticia y la discriminación racial como acabamos de ver en la semana de oración por los cristianos. Pero, lo que Jesús dijo y prometió fue algo mucho más profundo, mucho más difícil, eterno: ¡Seréis dichosos, felices! Y esa dicha y felicidad nadie os la podrá arrebatar. San Agustín relacionó las bienaventuranzas con las siete etapas del progreso en la vida espiritual y, además, asociaba a cada una de ellas, a uno de los siete dones del Espíritu Santo: pobreza de espíritu y temor de Dios; la mansedumbre y el don de piedad; las lágrimas de la oración y el don de la ciencia; el hambre de la justicia con la fortaleza; misericordia y don de consejo; pureza de corazón e inteligencia; la paz de los hijos de Dios y el don de la sabiduría. La octava de las bienaventuranzas de Mateo (en Lucas son cuatro) expresa, según él, la perfección de todos los grados precedentes. La mejor manera de ir penetrando en el espíritu de las bienaventuranzas es orarlas: “Tú que eres el que tienes un corazón limpio, contágiame tu limpieza; tú que eres misericordioso, contágiame tu misericordia; tu que eres el que tienes hambre y ser de justicia…” Y así nos vamos convirtiendo y asemejando más a Jesús, “pobre y humilde.” Lecturas:
So 2,3; 3, 12 - 13 Sal 145, 7.8 - 9a.9bc- 10 Cor 1, 26 - 31 Mt 5, 1 - 12a La Palabra de Dios es Jesucristo Icono: Jesús como judío, Emaús-Nicópolis, Israel En este domingo III del Tiempo Ordinario, Domingo de la Palabra, los textos bíblicos elegidos para proclamar en la Eucaristía expresan con mucha fuerza que justamente el cristianismo no es una religión del libro y que la Biblia, por tanto, no es un mero relato ni un cuerpo de doctrina ni una memoria escrita sobre hechos importantes de la historia porque la Palabra se ha hecho acontecimiento, carne, persona. La Palabra de Dios es Jesucristo. No estamos ante una enseñanza sino ante una Presencia, un Rostro, un Tú, una Libertad que nos provoca, nos atrae, nos zarandea, nos apasiona y conmueve toda nuestra existencia y todas las dimensiones de nuestro ser. La Palabra de Dios, Jesucristo, ha salido a recorrer la faz de la tierra, ha salido a nuestro encuentro, se dirige a nosotros y nos invita a una relación. Cuando Jesús aparece se rompe el curso establecido de los acontecimientos, porque Él introduce una novedad radical, una discontinuidad con el ritmo previsto de las cosas. Lo oscuro se ilumina, los alejados se avecinan, los gentiles son invitados a la mesa de los hijos y los hijos de los pescadores ya no tendrán que ser más pescadores, como lo fueron sus padres y los padres de sus padres. Saldrán de esa línea marcada de sucesión, de destino, de imposición, para libremente romper filas, iniciar una nueva existencia y seguirle. Pedro, Andrés, Juan y Santiago dejan lo que se preveía que debían hacer, pasar sus vidas repasando redes, y se ponen en camino, se van con Él: “Y lo siguieron”. Así es la irrupción de Cristo en la historia, catalizando toda la atención, porque Él es el principio de verificación de la autenticidad de una vida. En Él se reconoce la razón primera y última de la existencia, de mi pequeña vida. La Escritura habla de Él. Todo en ella está orientado hacia Él. Todo lo que en ella se narra, todos aquellos que en ella aparecen lo esperan. Todo se cumple ante su Presencia. Sí, el Reino ha llegado, lo hace presente Él, que está aquí, que está entre nosotros, que está vivo y sigue pasando por la orilla de nuestras vidas y nos llama, se fija en nosotros, nos conoce, viene a buscarnos, hasta los confines de la tierra, “allende el Jordán”. Ante Él se despiertan los anhelos profundos del corazón que ya habíamos dado por perdidos… porque Aquel al que admiran el sol, la luna y las estrellas, el deseado de las naciones y el esperado de los pueblos, el cumplimiento de las promesas está aquí, ante Mí y me llama. Lecturas:
Is 8, 23b–9, 3 Sal 26,1.4.13-14 1 Co 1, 10-13. 17 Mt 4, 12-23 Cordero de Dios, de Francisco de Zurbarán El evangelio de hoy es de una densidad tremenda. El primero que aparece es Juan. Si tenemos en la mente la primera lectura, que es del profeta Isaías, Juan se nos puede presentar como el último de una larga historia de profetas. Lo encontramos como el último eslabón de una cadena de profetas, en esa cadena de hombres y mujeres que a lo largo de la historia lo han deseado, han intuido su venida y lo han hecho esperar a los demás hombres. En el fondo, en los profetas estamos todos, en su voz se escucha la voz de la humanidad entera, que espera una plenitud de la vida, una paz y una justicia, y que confiesa que solo de ti, Señor, nos viene la salvación. Y así tenemos a Juan, que al final del hilo del Antiguo Testamento levanta su dedo para señalar a otro. Ahí está Jesús, Él es el Cordero de Dios. En Él se cumple la promesa hecha desde muy antiguo, la que anunciaba Isaías. Poca cosa, dirá el profeta, es que Dios mande una salvación para unos pocos, para un grupito selecto. Tiene más valor estas palabras cuando recordamos el contexto en el que lo escribía. Israel vivía entonces el exilio, o apenas estaba volviendo de él. Habían vivido el destierro de su tierra y de sus costumbres, una tremenda desgracia. Que Dios quisiera hacerles volver a su tierra y rescatarles era ya una grandísima alegría. Tendría entonces Israel la experiencia que podemos tener nosotros cuando Dios nos ha salvado de nuestra propia problemática, de nuestra propio destierro, la alegría de un Dios que nos ayudado y salvado en un momento dificílisimo. Pero es entonces cuando Israel conoce el amor de Dios que le hace decir que este Dios no es señor solo de mi historia y mis problemas, sino que de Él esperaran la salvación todos los hombres, y que Él la traerá hasta los confines de la tierra. Esta fe nace en Israel de la experiencia de un Dios cuya fuerza es misericordia con cada hombre, con cada mujer, con cada pueblo. Éste es en quien se cumplirán las promesas, dirá Juan. Y el texto se llena entonces de títulos sobre Jesús con los que entrar en este misterio. Este, Jesús de Nazaret, es el Cordero de Dios, es Ungido por el Espíritu, y el Hijo de Dios. Tú eres, Señor Jesús, la esperanza de todos los hombres, tú eres la esperanza mía, salvación de mis días. Tú has que venido a restaurar la paz y la justicia con tu sangre, con tus días, con tu piel. Eres Tú, corderillo de Dios, la luz que alumbra nuestros pasos, a Ti te confesamos lleno del Espíritu y el Hijo de Dios esperado desde siempre, y esperado ahora también por tantos hombres que anhelan la paz, el bien, la justicia. Ven, Jesús, llena nuestras vidas, sé salvación de nuestras horas y déjanos, si Tú quieres, que también nosotros podamos reconocerte en nuestra vida, alzar los ojos como Juan para verte en nuestras vidas y señalarte a los demás: “Ahí está, es Jesús, el que quita el pecado del mundo”. Lecturas:
Is 49, 3. 5-6 Sal 39,2.4ab.7-8a.b-9.10 1 Co 1, 1-3 Jn 1, 29-34 Bautismo de Jesús. Sieger Koder “Este es mi Hijo amado, escuchadle”Con la celebración del Bautismo del Señor culminamos el tiempo de la Navidad, tiempo en el que hemos contemplado al Hijo amado de Dios en la ternura de un Niño recién nacido, custodiado con inmensa ternura por sus Padres: San José y la Virgen María. Ellos tuvieron la experiencia asombrosa de escuchar las primeras palabras del predilecto. Ellos fueron los primeros que recibieron este mensaje del Padre: “¡Este es mi Hijo amado, escuchadle!” ¡Cómo no seguir el ejemplo de escucha en María y José, para atender a las palabras del Padre! Esta actitud de escucha en ambos, nos puede llevar con mayor asombro a contemplar el acontecimiento del Bautismo del Señor en el Jordán. Esta voz del Padre ya no llega a la humanidad por medio de un mensajero, sino que “La voz del Señor sobre las aguas, ha tronado” .Es su propia voz, su propio mensaje el que llega a los oídos de los que esperaban un nuevo bautismo; aquellos, reconocen sus culpas y quieren volver a Dios y empezar de nuevo,iban con un corazón quebrantado a recibir el bautismo de Juan y además del bautismo tuvieron la gracia de escuchar la voz del Padre sobre el Hijo y ver al Espíritu Santo que se cernía como una paloma sobre él. Este pasaje de la vida de Jesús muestra a las dos personas de la Trinidad que custodian la vida del Hijo, que humilde entregará su vida por la Salvación de sus hermanos. Hoy podemos contemplar este icono de la Trinidad entre el cielo y la tierra; entre la hondura del agua en la que desciende Jesús y el cielo abierto sobre él, puente de comunión entre Dios y los hombres(1), por Él y a través de Él se nos han abierto las puertas de la vida para siempre. Este es el Hijo amado, el predilecto sobre el cual descansa el beneplácito de Dios. En este tiempo ordinario que se avecina, muchas palabras de Jesús llegarán a nuestros oídos. Os invito a renovar la manera de escuchar al Hijo amado de Dios para experimentar una relación más profunda con Él; no escucharle con los oídos solamente, sino con los oídos del corazón.(2) Escuchar a Dios es una gracia que hay que pedir y custodiar cuando se nos da. Y cuando vivamos esta experiencia de escucharle, recordemos que Dios ama al hombre y que por esta razón le dirige la palabra e inclina su oído para escucharlo.(3) él quiere que tengamos una relación cercana, auténtica de verdadero diálogo y profunda comunión con cada uno de sus Hijos. Escucha al Hijo y podrás escuchar al Padre y , no te preocupe cómo hacerlo porque el Espíritu Santo vendrá en tu ayuda. (1) Benedicto XVI Jesús de Nazaret Cap.1 El bautismo de Jesús (2) “Escuchar con los oídos del corazón” Papa Francisco mensaje para la 56ª Jornada mundial de las Comunicaciones Sociales (3) id. Lecturas:
Is 42, 1-4. 6-7 Sal 28, 1b y2. 3ac-4. 3b y 9c-10 Hch 10, 34-38 Mt 3, 13-17 Adoración de los pastores. Lorenzo Lotto El evangelio de hoy nos presenta a dos tipos de personas alrededor del Niño Dios, recién nacido en la carne: los pastores y María, su madre. Los pastores son los primeros en acoger al Mesías en la tierra. Representan a los que Él ha venido a visitar y a redimir: a los más sencillos, más humildes, marginados por impuros en la sociedad judía. El evangelio de Lucas, evangelio de la misericordia, deja claro la predilección de Dios por ellos. Lo escondido a los sabios y entendidos se les revela a ellos. Los pastores reconocen el cumplimiento de las promesas en el nacimiento de Jesús. No piden más signos. Agradecen y alaban a Dios con corazón sencillo. María tiene otra actitud ante su Hijo. Ella custodia todo lo que ha oído en su corazón. Sabe que la encarnación encierra un misterio inabarcable. Su actitud es el asombro, la contemplación. María, la madre de Dios, es la única que desde el momento del alumbramiento, tiene ya experiencia de “lo traumático que viene después del asombroso nacimiento”. Ha vivido ya en su carne “la dolorosa interrupción, separación, distancia”. A partir de dar a luz, será modelo de custodiar a esta vida frágil, acompañar sus primeros pasos, proteger la vulnerabilidad con ternura… Y cuando se le confiará la misión de ser Madre de la Iglesia, madre nuestra, lo hará con todos nosotros. El nacimiento es cumplimiento. Ha llegado la plenitud de los tiempos (Gal 4, 4-7), pero es también inicio de un nuevo capítulo de la historia de la salvación que queda por escribir. ¡Cuántos nuevos nacimientos hemos de vivir hasta comprender lo que significa la adopción filial, nuestra filiación; hasta poder llamar a Dios de corazón “Abba, Padre”; vivir como hijos, confiados, sabernos custodiados; comprender que “tanto la esencia del cristianismo como la santidad cristiana o el discipulado, descansan en la Filiación”! Para este nuevo año que marca el calendario civil, pedimos aprender de María la actitud de asombro, la aceptación de la dolorosa separación, la maternidad que custodia y protege cada vida frágil, pequeña, vulnerable. Aprenderemos a bendecir a todos los que el Señor nos permite acompañar, con la bendición veterotestamentaria (Núm 6, 22-27). Y el Señor nos concederá, según su promesa, la PAZ. Lecturas:
Nm 6, 22-27 Sal 67:2-3, 5-6, 8 Gal 4, 4-7 Lc 2, 16-21 Jesús, el Príncipe de la Paz, ha venido a vivir entre nosotros El comienzo del prólogo de Juan nos remonta a lo más alto y sublime del misterio trinitario: "La Palabra, en el principio, estaba junto a Dios". La expresión es, a la vez, sobrecogedora y humilde: nosotros sabemos bien qué es eso de estar unos junto a otros; somos conscientes de necesitar el cobijo y el calor humano, la seguridad, el descanso que produce la cercanía de los otros en la vida. Sin emabargo, de lo que es y significa "estar junto a Dios" sabemos menos o más bien, en realidad, no sabemos apenas nada: es un nivel al que, si no fuera por Jesús, no tendríamos posiblidad de acceder. Pertenecemos a la noche, y por nosotros mismos no podemos llegar a adentrarnos en el ámbito de la Luz. Pero, un día como el que hoy celebramos, ese Dios a quien nadie ha visto nunca decidió rasgar las tinieblas de la noche, de la oscuridad, para habitar junto a nosotros. La palabra cambió la gloria de Dios por acampar aquí en la tierra, y el resplandor de la gloria de Dios habitó entre nosotros para siempre. El verbo que elige Juan en su prólogo evoca un mundo de imágenes muy concretas: acampar es muy distinto de instalarse, de residir, de asentarse. El que acampa no se protege con puertas blindadas ni con alarmas; su única defensa consiste en confiar en que su misma debilidad y pobreza le defenderán de cualquier ambición humana. Jesús, el Príncipe de la paz, ha venido a vivir así entre nosotros. No va a imponer nada por la fuerza, no va a ejercer su señorío ni a tomar posesión de nuestra tierra con soberbia, prepotencia, avaricia u orgullo; que es más bien el modo en el que lo haríamos nosotros. Le oiremos decir a lo largo de este año releyendo los Evangelios: "Si quieres"..., "si alguno se quiere venir conmigo...", "estoy a la puerta y llamo; si alguien me abre..." No gritará ni se impondrá con violencia, pero las fuerzas del mal se someterán bajo su autoridad, y los humildes y sencillos de corazón dirán con asombro al verle y escucharle: " Sólo tú tienes palabras de vida eterna". ¡Feliz y Santa Navidad para todos! Lecturas:
Is 52, 7-10 Sal 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6 Hb 1, 1-6 Jn 1, 1-18 “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo” En este cuarto Domingo de Adviento las lecturas nos hacen descubrir verdaderamente al Esperado de los pueblos, a Jesucristo. Es una especie de vigilia litúrgica de la Navidad. En él se anuncia la llegada inminente del Hijo de Dios. Se subraya que este niño que nacerá en Belén es el prometido por las Escrituras y constituye la plena realización de la Alianza entre Dios y los hombres. Son tres lecturas de densidad cristológica que nos hacen tocar con las manos y vivir con corazón sincero la densidad de lo que significa el que Dios "esté con nosotros" para siempre, es decir, que sea "Enmanuel". En esta última semana del Adviento seguimos acompañando a María, pero hoy la liturgia nos invita a contemplar de modo especial a san José. San Mateo, en este pasaje, da mayor relieve al padre putativo de Jesús, subrayando que, a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como "hijo de David". Desde luego, la función de san José no puede reducirse a este aspecto legal. Es modelo del hombre "justo" (Mt 1, 19), es decir, el hombre que cree en las promesas de Dios, incluso cuando estas promesas resultan extrañas e improbables y de cualquier modo, bastante incomodas. Él en perfecta sintonía con su esposa acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por eso, en los días que preceden a la Navidad, es muy oportuno entablar una especie de coloquio espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir en plenitud este gran misterio de la fe. ¿Qué aprender hoy de san José?
¡Qué gran testimonio el de José!, vive abierto a las inspiraciones que vienen de Dios. Lo que Dios quiere de cada uno, nos lo va descubriendo mediante los acontecimientos más sencillos de la vida. Necesitamos esa mirada de fe, de confianza en Dios para buscar siempre su voluntad. Miremos hoy a José: él no buscó aparecer ni brillar. Al contrario, quiso huir en secreto. Pero obedeció a Dios. Y su pequeñez se convirtió en algo muy grande en manos del Altísimo. Como él, como María, como Jesús: pongámonos cada día incondicionalmente en manos de Dios para asumir y realizar nuestro papel en la historia de la Salvación. Lecturas:
Is 7, 10-14 Sal 23,1-2.3-4ab.5-6 Rom 1, 1-7 Mt 1, 18-24 María, la humildad del Gran SignoEn este nuevo año litúrgico hemos recorrido con María y con toda la Iglesia un breve tiempo de preparación para la Venida del Señor. con Ella y como Ella, somos peregrinos en la fe, caminamos en esperanza, en busca de ese hilo de oro que mantiene todo unido e iluminado: el Mesías. Hoy, vísperas del tercer domingo de Adviento o Domingo Gaudete, la liturgia nos invita a “Alegrarnos en el Señor” (Flp 4,4), más aún a “regocijarnos” en el Señor, que está cerca. Es una alegría desbordante, profunda, plena, sin medida. Es difícil pensar en un estado sincero de alegría cuando sabemos que millones de personas son víctimas de conflictos en distintas partes del mundo. Las armas, la represión, las violaciones de los derechos humanos, la explotación de niños y mujeres, tienen lugar hoy en nuestro mundo. ¿Podemos alegrarnos plenamente? Miles de hermanos y hermanas nuestros no saben lo que es la alegría, ni han experimentado el consuelo de un amor verdadero, sufren desde la infancia, mueren, quizá, sin una presencia amable a su lado, habiendo experimentado solo dolor, soledad, vejación, odio, miedo… ¿Cómo es posible experimentar alegría frente a este mundo herido? ¿Debe entristecerse nuestro corazón y apagarse nuestra fe? ¿Quiere Dios la alegría de unos pocos que pueden disfrutar de ella?... nos surge esta duda como a Juan Bautista: ¿Eres tú el que había de venir, a quien hemos esperado desde siglos, el Mesías prometido por las profecías?, ¿en quién debemos alegrarnos? Y Jesús nos responde que estos son los signos: “los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11, 5). ¿Qué más signo podemos esperar? Pues hay un signo mayor que el Señor nos ha dejado. María es el Gran Signo, es la humildad del Gran Signo. Y en este Don que Dios hace a la humanidad herida, la primera palabra que dirige a María es: “Alégrate” (Lc 1, 28). Esta es la primera palabra que recibió María en la Anunciación. Sé feliz, es la alegre invitación que recibe María, que se convierte en danza y canto en el Magníficat, hace que la fe sea hospitalidad de un Dios enamorado en el que se puede confiar, a pesar de nuestras cargas, es profecía de felicidad para nuestra vida, como una consoladora bendición de esperanza que desciende sobre nuestro mal, sobre nuestras soledades y violencias, que vence oscuras tinieblas y restaura el orden cósmico, sana heridas, consuela, da visión a los ciegos, da salud a los enfermos. “Os anuncio una gran alegría” (Lc 2, 10) es la palabra que recibieron los pastores aquella noche santa de la Encarnación. “Alegraos” (Mt 28,9) es la palabra que les dice a las mujeres que buscaban su cuerpo en el sepulcro, una vez resucitado. Nuestro Dios es el Dios de la alegría: “Alégrate, exulta, goza, Hija de Sión” (Zac 9,9). Dios sigue seduciendo porque habla el lenguaje de la alegría. “¿Eres tú aquel que había de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3) le pregunta Juan a Jesús a través de sus discípulos. La respuesta de Jesús se podría decir este modo: no hay nada que esperar; “este es el tiempo.” Las lecturas de hoy nos hablan de eternidad, de una promesa cumplida, de una pertenencia, de una paz sin límites. Nos hablan de este Dios enamorado que se inclina, que desciende hasta nuestra pequeñez y se quiere hacer niño, inocente, indefenso, vulnerable. “Viene en persona” (Is 35, 4) para salvarnos, como nos recuerda Isaías en la primera lectura. La entrada de Cristo en el mundo, en la historia humana, es nuestra verdadera alegría, germen de nuestra bienaventuranza, fuente de gozo y descanso, restaurador de brechas, Él es el Príncipe de la Paz. Nos atrae hacia sí para ser uno con Él. El Cristo total. Como hoy nos recordaba el abad Isaac, en la segunda lectura del Oficio: “Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos.” Nosotras, como vasos comunicantes, vivimos, oramos, queremos abrirnos a esta gracia del Espíritu Santo, como María. Queremos vivir una comunión sincera con aquellos que sufren, siendo voz de los que no la tienen, haciendo nuestros los sentimientos, las circunstancias, los horrores, alegrías y pasiones de cada ser humano, ser portavoces de este grito de la humanidad: “¿dónde está muerte tu victoria?” y desde las entrañas de la creación necesitamos decir con voz unánime: Maranatha, Ven, Señor Jesús. Acompañemos a María en esta espera alegre, viviendo este gran misterio del tiempo presente, de la promesa cumplida en Belén. Que Ella nos revele la belleza del Rostro de este Dios enamorado: Jesús. ¡Ya viene, ya está cerca! Lecturas:
Is 35, 1-6a. 10 Sal 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10 Sant 5, 7-10 Mt 11, 2-11 En este segundo domingo de Adviento, el profeta Isaías anuncia la plenitud del Reino mucho antes de los evangelios, que es armonía y belleza de una nueva creación. El Salmista describe ese reino que está por llegar, el Mesías anhelado, como estandarte de justicia y de paz para todos los pueblos de la tierra. Y el evangelista San Mateo inicia un paso lento de preparación para esa llegada, ante el misterio de la Encarnación a punto de realizarse en el tiempo, la venida de Aquel al que San Juan Bautista es indigno de desatar las sandalias, primero y verdadero discípulo del Señor, porque sabe quién es él en su pequeñez y a quién señala sin buscar honores para sí. El grito de Juan se hace imperativo, condición indispensable para que el Mesías venga. Su grito en el desierto es el eco de la voz del profeta Isaías, que teje el hilo de la historia de la salvación. Preparar el camino, abrirle la puerta para que entre, es el paso indiscutible de quien espera ese cielo nuevo y esa tierra nueva prometidos. Allanar el sendero es abajar el orgullo que nos impide reconocer su venida en todo lo que nos rodea, escuchar su voz en el grito de los que sufren, de los que reclaman justicia y trabajan por la paz, de los humildes de la tierra. Buscar el camino recto, sin doblez, es sumergir la vida en el agua del Jordán, para emerger vestidos de su gloria con limpieza de corazón, para dar frutos de conversión, para volver el corazón a Dios, reconociéndole como Señor y Mesías, y ver su rostro en el hermano que camina a nuestro lado. El bautismo de Juan nos lava los ojos de la fe para caminar en la esperanza. Nos anuncia el bautismo de Jesús, que viene, para dejarnos abrasar en el fuego del Espíritu y ser dóciles a su voz. Fuego y Espíritu que nos llevan, como la semilla enterrada, a morir por amor para dar el fruto verdadero, la cosecha nueva, la vida en plenitud, Encarnación de Jesús que viene por el sí de María. Bautismo que nos dará un nombre nuevo, que nos invita a identificarnos con el Maestro desde el primer momento de su venida, en la vulnerabilidad y en la precariedad de una existencia necesitada de asistencia, cuidado y protección. Este será el verdadero camino de conversión que anuncia Juan para preparar la llegada del Mesías, para que sea acogido y no rechazado, en su misteriosa identidad de Siervo humilde y no de juez poderoso, para darle cabida en la tierra, de la que es Creador, para hacerse peregrino con la humanidad que vive perdida y sin sentido, para dejarle ser Dios en la historia, de nuestro tiempo, del que es dueño y Señor, para ofrecerle los mejores frutos cuando llegue como viñador a recoger sus racimos, porque Él plantó, cuidó, regó e hizo germinar, y solo Él convertirá el trigo en Pan partido en la mesa de su reino, que está por llegar, porque viene para darnos la vida y vida en abundancia y desea nuestra espera vigilante para ese encuentro anhelado. Lecturas:
Is 11, 1-10 Sal 71,1-2.7-8.12-13.17 Rom 15, 4-9 Mt 3, 1-12 Los evangelios han recogido, de diversas formas, la llamada insistente de Jesús a vivir despiertos y vigilantes, muy atentos a los signos de los tiempos. En los comienzos, los primeros cristianos dieron mucha importancia a esta “vigilancia” para estar preparados porque creían en la venida inminente del Señor. El Domingo pasado coronamos el tiempo litúrgico con la Solemnidad de Cristo Rey. Hoy, primer Domingo de Adviento se nos narra cómo vendrá el Señor al final de los tiempos. La descripción que hace el evangelista para explicarnos la Segunda venida de Cristo puede causarnos temor. Parece querer decirnos : “Ten cuidado con lo que haces con tu vida porque no sabes el día ni la hora. ” Y así es. La hora sólo el Padre la conoce, ni siquiera el Hijo. Pero no es una amenaza para llamarnos a la vigilancia ocasionándonos miedo y rechazo. Es una invitación a “mirar más alto” , a mirar al Cielo. A aprender a desear la Vida Eterna que es, en verdad, para lo que hemos sido creados. Una palabra clave del pasaje es “ velar”. En la Biblia de Jerusalén se nos dice que el vocablo significa exactamente abstenerse del sueño. También Jesús lo imploró a sus discípulos en Getsemaní y lo recomienda aquí a todos los que esperamos su venida. La vigilancia en ese estado de alerta supone una esperanza firme y exige una presencia de espíritu sin decaimiento que recibe el nombre de sobriedad. Me parece que, en resumen, se nos invita a vivir una “vida sobria, honrada y religiosa” , la vida que vivió Jesús, la que proponen las bienaventuranzas. Lecturas:
Is 2, 1-5 Sal 121,1-2. 3-4a. 4b-5. 6-7. 8-9 Rom 13, 11-14a Mt 24, 37-44 |
TodosMateoMarcos1, 12-15 Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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