Llamada de Pedro y Andrés (Duccio Buoninsegna) Lucas 9, 51-62 Comentado por una hermana El evangelio de este domingo contiene diversas temáticas aparentemente desvinculadas. El episodio se da en un momento crucial de la vida de Jesús.
En Lucas todo ocurre conforme al plan de Dios. El Hijo de Dios sabe que se van acercando los días de su “asunción” en Jerusalén. El término “asunción” recoge el cumplimiento de su Pasión, Resurrección y subida al Padre que está ya para realizarse. El momento revela que Jesús es consciente de lo que le espera: ha llegado el tiempo de beber el cáliz. La expresión “se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” describe la decidida determinación por asumir apasionadamente la hora que el Padre le ha señalado para amarnos hasta el extremo: “Pero si he llegado a esta hora precisamente para esto” se nos recuerda en el evangelio de Juan. Jesús tiene intención de llegar a Jerusalén atravesando Samaría. La gran hostilidad existente entre judíos y samaritanos viene de muy atrás; los samaritanos representan corrupción e impureza, ya que se habían mezclado etnias y prácticas religiosas. Por ello los judíos que peregrinaban a Jerusalén trataban de evitar pasar por su territorio aunque era la ruta más directa. Jesús, libre de prejuicios, manda mensajeros por delante para buscar allí hospedaje. Para Él todos son hijos del mismo Padre. No se deja encerrar en hostilidades antiguas, en divisiones en nombre del culto al verdadero Dios. Su actitud tiene mucho que decirnos. Pactar con la intransigencia, evitar al que me manifiesta abierta enemistad, crear fronteras apuntalando lo que nos separa en lugar de buscar lo que nos une… son modos que no casan con la vida evangélica. Él nos deja la clave cuando le queda poco tiempo de estar entre sus discípulos. Los samaritanos no les dan hospedaje, como era de esperar y por ello, tampoco nos es extraña la reacción de los discípulos:”¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo y que los consuma? Juan y Santiago son el espejo vivo de nuestra agresividad y violencia, nuestras reacciones inmediatas inclinadas a devolver mal por mal, y si cabe, resarcirnos haciendo más daño del que nos han hecho. “No sabéis de que espíritu sois” les recriminará Jesús porque Él ha venido a salvar a todos por medio de la Cruz. Ayer celebrábamos la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. ¿Por qué no implorarle un corazón manso y humilde semejante al Suyo? Más adelante el evangelio continúa con un paso que parece no tener conexión con lo anterior. Sin embargo, hay un elemento común fundamental. Ambos nos muestran un modo específico de vivir bajo la conformidad evangélica. Los versículos siguientes describen diversos modos de actuar de Jesús en relación a su seguimiento. Al discípulo que ingenuamente o con torpe inconsciencia, tal vez con sinceridad y buena voluntad, anhela Seguirle, Jesús se lo pone difícil. Le responde abiertamente que no tiene morada estable, no tiene “donde reclinar la cabeza”. Le pone delante la realidad de lo que implica vivir con Él. Su casa es el Padre, vivir en Su Voluntad construyendo el Reino sin más abrigo que el vivir entre los hombres para llevarles a Dios y darles a conocer el amor que les tiene. En los versículos siguientes es Jesús quien toma la iniciativa y el discípulo pospone el seguimiento con excusas lícitas. El Señor, entonces, le señala la urgencia radical de la entrega. Estos textos nos vuelven a reavivar la primera llamada y a reafirmar la que nos hace cada día. Nuestra vida es seguir al Señor de los señores. Nuestra vida es reconocer agradecidas que el Señor es el lote de nuestra heredad y nuestra copa. Estamos llamadas a vivir testimoniando al mundo que nos encanta nuestra heredad y queremos compartirla.
Lo que Jesús nos dio en la intimidad del Cenáculo, hoy lo manifestamos abiertamente, porque el amor de Cristo no es sólo para algunos, sino que está destinado a todos.
Dios quiere seguir renovando a sus hijos a través de la Eucaristía. Mediante el pan y el vino consagrados, en los que está realmente presente su Cuerpo y su Sangre, Cristo nos transforma, asimilándonos a él: nos implica en su obra de redención, haciéndonos capaces, por la gracia del Espíritu Santo, de vivir según su misma lógica de entrega, como granos de trigo unidos a él y en él. «En este pan -escribe san Agustín- está grabado cómo cultivar la caridad. Ese pan no se forma con un solo grano; había muchos granos de trigo, pero antes de convertirse en pan estaban separados; fueron mezclados con agua después de ser triturados. Vosotros también habéis sido como triturados precedentemente, por medio del ayuno y de la humillación; a eso se agregó el agua del Bautismo: habéis sido como rociados para tomar la forma del pan. Pero todavía no hay un pan verdadero sin el fuego. ¿Qué significa el fuego? Nuestro fuego es el crisma, el aceite que simboliza el Espíritu Santo. Al agua del Bautismo se agregó entonces el fuego del Espíritu Santo y os habéis convertido en pan, es decir, en cuerpo de Cristo» (Ser. 227; PL 38, 1100). La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir y dar. Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham y bendice a Dios, Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien. ¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, es decir bien, decir con amor. Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás. El segundo verbo es dar. Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso, el pan es un modo de compartir. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia. Sorprende la petición que él hace a los discípulos «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema,”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un trozo de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío” Ante las necesidades de los demás, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti, si lo arriesgas. La Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús con el que nos nutrimos nos da la fuerza del amor: nos sentimos bendecidos y amados y queremos bendecir y amar. ¡Vivimos en la plenitud de la revelación! Todo ha sido creado y realizado para este momento. La creación del universo, la aparición de la vida en la tierra, la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios, la llamada a Abraham a salir de Ur de los Caldeos, la liberación de los israelitas de Egipto, la entrega de la ley en el Monte Sinaí, la conquista de la tierra prometida, la vocación y misión de cada uno de los profetas y de los reyes en Israel, el destierro a Babilonia y la fatigosa vuelta del Resto… todo estaba destinado a esta gracia de la comunión de Dios con el hombre.
La creación de María, la encarnación del Hijo, su vida oculta y su pública, la entrega en la cruz y su resurrección estaban orientados hacia Pentecostés, donde, por fin, la carne se haría portadora del Espíritu y Dios y el hombre se harían uno huésped del otro. La intimidad de lo humano ha sido visitada por Dios en Cristo y la intimidad de Dios ha sido abierta, de par en par, para que todo hombre pueda entrar en ella, ser amigo de Dios, por Cristo. Al revelarse Dios como Trinidad se han roto todos nuestros esquemas, quedan anulados nuestros miedos más oscuros, las precomprensiones negativas sobre Dios como Principio de poder, dominación, fuerza, sometimiento... Dios se ha dado a conocer como relación, Dios es amor, amor en acto: Fuente de amor, recepción de este amor, fecundidad del amor, desde y para siempre, sin principio ni fin. Dios no puede más que darnos su Amor. Dios no puede hacer otra cosa que amar. Dios es Trinidad. La dimensión amorosa, relacional de Dios es el corazón del mensaje de las lecturas bíblicas de este domingo en el que celebramos el misterio de Dios que es Trinidad de Personas. Ahora bien, en las lecturas no se habla tanto de Dios Trinidad en sí, como Dios si fuera un misterio que se muestra para ser contemplado desde fuera. Se nos dice que Dios Trinidad quiere hacernos partícipes a nosotros, a los hombres —¡a ti!— de su vida de amor y relación. Jesús dice en el Evangelio: “El Espíritu me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará” Jn 16,14-15. Lo que es del Padre, del Hijo y del Espíritu pasa a nosotros, es también nuestro. A partir de ahora, tenemos parte en esta relación trinitaria. En la Trinidad lo que es de uno es de los demás, porque las relaciones entre ellos se despliegan en un movimiento eterno de amor, de donación total de Uno hacia el Otro y los Tres quieren hacernos partícipes a nosotros, los hombres, de este mismo movimiento de donación que hay entre ellos. De hecho, se dice también en la carta a los Romanos que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” Rm 5, 5. La Trinidad no está cerrada en sí misma. Dios, justamente porque es relación, quiere comunicarse con nosotros, darse a nosotros, abrir su Trinidad de personas a cada persona humana. ¡Hay sitio en Dios para ti y desde toda la eternidad te está esperando! Esta buena noticia, que es la plenitud de la revelación y de la redención, estaba en el corazón de Dios desde siempre esperando ser anunciada, escuchada, recibida y cumplida. Esto es lo que se nos quiere decir con la primera lectura de este domingo del libro de los Proverbios (8, 22-31) al hablar de la Sabiduría. Ella, la Sabiduría, es el proyecto eterno de Dios Trinidad sobre el universo, es el proyecto de comunión con Él que se ha cumplido a través del Hijo, porque todo ha sido creado por el Hijo y para el Hijo. De aquí que los Padres de la Iglesia vinculen siempre la Sabiduría con el Hijo, Sabiduría increada, y también con el universo en su estado definitivo y último, la Sabiduría creada, la Esposa del Hijo. En la preciosa frase con la que termina la lectura de proverbios, y que os dejo como rumia para la semana, se describe bien este proyecto eterno de comunión de Dios con la humanidad en Cristo: “Mi delicia está con los hijos de los hombres”. Este es el deseo de la Trinidad que a través del Hijo se ha realizado: Dios amor quiere estar contigo, quiere que tú estés con ellos. Los Tres, el Padre, el Hijo y el Espíritu te esperan desde toda la eternidad para que te sientes en la mesa del Reino con Ellos, a su lado, como su esposa. |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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