(Imagen: Mosaico Bizantino"Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén" | Capilla Palatina | Palermo. Sicilia | S. XII )
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. En este día, la Iglesia conmemora su peregrinación hacia la Pascua de Resurrección. La “doble” celebración de este día –procesión y eucaristía- reviste, por un lado: un ambiente festivo con la aclamación de la realeza de Cristo “Hosanna en las alturas”; (procesión de ramos), y, por otro, un ambiente de muerte “crucifícalo”, (Liturgia de la Palabra de la Eucaristía). Pero me quiero centrar en el evangelio que leemos en la procesión, está tomado de Mc 11,1-10. Os invito a entrar en la escena que narra el evangelista, de esta forma acompañamos a Jesús en su entrada a Jerusalén. 1.- Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y Betania, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. El Señor preparó anticipadamente los detalles de su entrada en Jerusalén. Para ello lo primero que hizo fue enviar a dos de sus discípulos para que le trajeran de la aldea un pollino sobre el cual iba a entrar montado. Todo esto nos llama la atención, porque Jesús podría haber entrado en la ciudad andando como hacía siempre, pero al tomar esta decisión estaba indicando que tenía un propósito concreto. El Señor al entrar en la ciudad en un borrico prestado, se presenta como “el Príncipe de Paz” (Is 9,6) y el Salvador humilde”. 2.- Por otra parte, se cumplía la profecía del profeta Zacarías: "Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.” Además, al utilizar un animal sobre el que nadie ha montado, dedicado a un propósito sagrado (Dt 21,3), remite a un derecho real. Con este hecho se resalta que la entrada de Jesús se revestía de un carácter sagrado. 3.- Pero, aunque la entrada de nuestro Señor se revestía de humildad, no por ello faltaron las muestras de aprecio por parte de las multitudes. El evangelista nos dice que algunos pusieron sus vestidos en el camino por donde él pasaba y otros cortaron ramas que también tendieron en el suelo. Todo esto sirvió como una alfombra improvisada para la cabalgadura que Jesús montaba. El detalle es interesante si tenemos en cuenta que para ellos el vestido era un símbolo de la dignidad personal y de la posición social que tenían. Por lo tanto, al colocar sus mantos de esta manera era un gesto de entronización, hacía referencia a la realeza de Israel(2 R 9,13), así mostraban su respeto y homenaje hacia Jesús . 4.- Un detalle que aparece al principio del texto: Cuando Jesús envió a sus dos discípulos para buscar el pollino, les encargó que dijeran al dueño del animal que "El Señor lo necesitaba". ¿Puede necesitar el Señor algo de los hombres? Lo cierto es que Él tiene todo cuanto necesita. Sin embargo, en su humillación se hizo dependiente incluso de sus propias criaturas. (2 Co 8,9) "Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos." 5.- Dice el texto que las gentes cortaron ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, expectante. Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica. Podemos descubrir aquí una lección que nos trae la festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera, a cuantos forman el mundo, a los diferentes países y culturas. La mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación, obra de sus manos. Pero volviendo al texto del Evangelio de hoy podemos preguntarnos: ¿Qué sentían los que aclamaban a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos de nuestro corazón? Hoy debe de prevalecer dos sentimientos: 1) La ALABANZA: como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y 2) el AGRADECIMIENTO: porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Y a este don debemos corresponderle, con el don de nosotros mismos, con nuestra entrega, con nuestra oración... Los antiguos Padres de la Iglesia vieron un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo (decían los Padres), debemos poner nuestra vida, nuestra persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: “Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo...” Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas... Ofrezcamos ahora al Señor nuestras vidas. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”»
"Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto".El pasaje evangélico de hoy está situado en la última semana de la vida pública de Jesús, en la inminencia de la Pascua judía. Seis días antes de la Pascua, en Betania, había sido ungido por María, un día después había entrado en Jerusalén aclamado por una gran multitud. El contexto por tanto nos sitúa en Jerusalén. Las calles están llenas de gente que ha venido de todas partes a celebrar la Pascua. Y entre estos, Juan hace un zoom y nos presenta a algunos griegos, prosélitos del judaísmo, gentiles convertidos, que por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe, posiblemente por tener este un nombre griego y le dicen: “Queremos ver a Jesús". Este llama a Andrés, también con nombre griego, y ambos "fueron a decírselo a Jesús". En la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir una identidad común a todos nosotros, una necesidad que habita todo corazón humano: la sed de ver y conocer a Cristo. El corazón experimenta, tantas veces, el arañazo del vacío, del sinsentido, de lo mediocre de la vida…, y ante cualquier esperanza que despunta, se despierta en lo profundo un deseo de más. Esto les sucede a estos hombres. Atisban en la novedad que parece traer Jesús, una esperanza, una salida al dolor. Pero ante este deseo, Jesús responde del modo más inesperado porque no se acerca a ellos cumpliendo su deseo primero de verle, sino que responde con un horizonte más amplio, el que alberga su corazón y dice: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre". ¿Qué tiene que ver el deseo de los griegos de ver a Jesús con la respuesta de Jesús? La liturgia de este domingo, ante la inminente llegada de la semana de Pasión, nos presenta, como respuesta al deseo de estos griegos un binomio inseparable: Conocer a Jesús es acercarse a la verdad de su vida, que tiene que ver con entregarla en la pasión asociada por Juan a la hora de la glorificación. (Jn 13) Y el signo de que ha llegado la hora de la glorificación es expresado con una imagen paradójica, sugerente y sencilla: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto". ¿Queréis ver a Jesús?, ¿queréis, de verdad, encontraros con el Hijo del hombre?, pues aquí lo tenéis: se trata, como dice S. Atanasio, de un "grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto". Querer entrar en contacto con la vida de Dios no es cualquier cosa, no es cuestión de curiosidad, no es el encuentro con algo exitoso. Jesús quiere mostrar la verdad de su opción, que no es sino la de amar y, amar pide la vida; y entregar la vida, nos provoca miedo y, tantas veces, rechazo. De hecho, el mismo Jesús tiene miedo a ser enterrado como grano de trigo. Él sabe, como tantas veces nosotros sabemos, que es la única vía para dar fruto. Pero el saberlo no le arranca, como también nos sucede a nosotros, del miedo y por eso afirma: "mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?". Jesús asume, no sin lucha, lo que tanto nos cuesta asumir a nosotros: morir, ser enterrados con un grano de trigo. También Jesús vive el conflicto entre amar la vida y perderla; entre guardársela y entregarla. Él sabe que ha venido para cumplir la voluntad del Padre, pero esta adhesión la vive, como nos dice la carta a los Hebreos que se proclamará como segunda lectura, "con poderoso clamor y lágrimas" (Hb 5, 7). Jesús no se aproxima a la Pasión “de sobrado”. Él avanza, como hombre, con miedo. Él sabe que el único camino de la vida verdadera es el de la pérdida de la misma, y para hablar de este perderla, utiliza una expresión semítica que es “odiar la vida”. Esta encierra una paradoja donde se subraya la radicalidad que caracteriza no solo a Jesús sino también a quien le sigue. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor sino el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse. El cumplimiento de la vida, por tanto, tiene que ver con la pérdida, por eso cruz y resurrección son dos polos que se abrazan, que se reclaman mutuamente. No aceptar el amor hasta el extremo, la cruz, la pérdida, el vaciamiento de uno mismo es, en definitiva, no acoger la vida nueva del Resucitado. Quien quiere tener su vida para sí, vivir sólo para él mismo, tener todo controlado y explotar todas sus posibilidades, éste es precisamente quien la pierde, pues esta se vuelve tediosa y vacía. Solamente en el abandono nosotros mismos, en la entrega desinteresada del yo en favor del tú, en el “sí” a la vida más grande, la vida de Dios y de la hermana, nuestra vida se ensancha y engrandece. Vivir en plenitud, es decir, vivir desde el amor, significa dejarse a sí mismo, entregarse, no querer poseerse a sí mismo, sino liberarse de sí: no replegarse sobre sí mismo sino mirar adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres que Él pone en mi camino. Sin sacrificio, no existe una vida lograda sino perdida. En este domingo previo al de Ramos, se nos pone ante una opción: elegir la vida y por tanto decidir perderla o aferrarme al fruto hipotético, sin querer ser enterrado como un grano de trigo. Elegir el éxito, la no pérdida, la autoafirmación, la imposición de mí misma nos introduce en un camino anti-pascual. Sin embargo, apostar por la vida es no autoafirmarla a costa de lo que sea y entrar, con Jesús, en el camino de la Pascua. ¿Qué tengo que dejar morir en mí?, ¿cuál es mi grano de trigo que está llamado a ser enterrado?, ¿cuál es la gloria que espero de la Pascua?, ¿estoy dispuesta a elegir perder?
Celebramos el IV Domingo de Cuaresma, tradicionalmente llamado “domingo Laetare”.
La cercanía de la Pascua nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado y se nos invita a alegrarnos en el Señor, dentro de este tiempo penitencial que vivimos, es una invitación a cantar con toda la Iglesia: “Alegraos Jerusalén, gozad y alegraos vosotros, que por ella estabais tristes” (Is 66, 10) En el Evangelio de hoy, el encuentro de Jesús con Nicodemo, se nos revela y contiene uno de los versículos más centrales de nuestra fe, todo el AT y toda la obra de Jesús se resumen en él: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16) “Tanto amó”, ese “tanto” es la medida sin medida de Dios, es la lógica divina que desmonta todas nuestros esquemas humanos. Es el exceso de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar “obstinato”, con inagotable ternura. A la luz de tanto amor y tanta misericordia entendemos mejor la gravedad de nuestros pecados, infidelidades e ingratitudes que nos conducen a la muerte y nos alejan de Dios, así como al pueblo de Israel los condujo al destierro, como nos narra la primera lectura en el libro de las Crónicas. La caída de Jerusalén, la destrucción del templo y la abolición de la dinastía davídica han entrado a formar parte del designio de Dios. Ya Jeremías y el Levítico las habían previsto. Sin embargo Dios tiene un plan de misericordia. Ante la rebeldía del pueblo de Israel, Dios suscitará un pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel y reconstruir el Templo de Jerusalén. Podemos pensar también en esta lógica divina que, de modo similar, hizo nacer la Iglesia universal, compuesta de paganos y gentiles, frente al pueblo judío, a la Sinagoga, a los Sumos Sacerdotes. Dios demuestra que no tiene límites, que su amor no hace acepción de personas, y que su salvación es para todo el que mire al crucificado y crea en Él, como nos recuerda el evangelio de hoy. Contemplamos hoy el anuncio de la “elevación” de Jesús en la cruz, "esta elevación será una glorificación del Padre, será la redención del hombre, su manifestación es el renacimiento del hombre.” (P. Marko Ivan Rupnik, SJ) El punto de reflexión no es la muerte, sino la vida en Él. Jesús elevado atraerá a todos hacia sí, será dador de vida para todos los que crean en él,“exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hch 2,33). La entrega del Hijo revela el Amor loco de Dios, amor desinteresado, volcado sobre los que ama, perdido en los otros. La cruz es la revelación del Amor que une al Padre y al Hijo donde el Espíritu del Creador es entregado a la criatura, es un amor abierto, accesible para el hombre, con un poder de atracción que nos urge, nos invita, nos espera. La omnipotencia de Dios se muestra en su omnidebilidad. “He aquí que prosperará mi Siervo, será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera” (Is 52, 13). El exceso del Amor de Dios no se conforma con entregar a su Hijo amado por cada uno de nosotros, sino que lo hace pecado por nosotros, lo eleva en cruz y despliega su poder redentor que toma todo el mal y lo transforma en bien, para regeneración de la humanidad, de la creación, en una donación absoluta de su corazón de Padre. Así, como la serpiente fue imagen de sanación y antídoto para todos los israelitas que acompañaban a Moisés en el desierto, también Jesús nos cura, nos restaura, nos atrae de nuevo hacia Él, porque hemos sido creados por Él y para Él. En palabras de Nicolás Cabasillas: “El amor que Dios tiene a los hombres le anonadó. No se contentó con llamar al siervo a quien amaba a que viniera a sí, quedándose él en su cielo, sino que saliendo de sí, vino a buscarle en persona. Saliendo de sí, viene a decirle cuánto le ama. Y en retorno de este amor solo le pide que le ame. Nada deja por hacer a fin de manifestar su amor. Soporta los sufrimientos y se abraza con la muerte.” Hoy se nos invita a tener una memoria agradecida, alegre, confiada. Traer al corazón, a la mente, este amor de Dios que nos hace hijos en el Hijo. No solo amar sino sobretodo ser amado es propio de la vida de Dios. “Para ver el acontecimiento del reino de Dios, hay que tener la vida de Dios,...,participar en la vida de Dios quiere decir tener la xperiencia de la salvación". (P. Marco Ivan Rupnik) Dios no es solo fuente del amor, sino objeto del amor, receptividad del amor, acogida del amor. Podemos repetir las palabras de San Pablo: “por el gran amor con que nos amó, estando muertos... nos ha hecho revivir con Cristo” y esta vida nueva, esta regeneración humana llevada a cabo por su entrega y sacrifico en la cruz, nos da una nueva identidad como hijos de Dios, "somos obra suya, Dios nos ha creado en Cristo Jesús,... por la inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad infinita con nosotros.” (cf. Ef 2, 4-10) En este domingo de la alegría celebramos con gozo que Jesucristo es el centro de nuestra fe, la Verdad que se nos revela como fuente de luz, la Vida que se manifiesta en los gestos cotidianos, el Camino que nos hace hermanos e hijos en Él. Caminamos en la certeza de su mirada, y nosotros, mirándole en la cruz renovamos nuestra confesión de fe: Creo en ti, Señor, espero en ti, te adoro y te amo. Finalmente, esta semana celebraremos también la festividad de San José. En este año dedicado al “custodio del redentor” nos confiamos a su presencia amiga y le recordamos como “un padre amado, tierno y obediente; que acoge la voluntad de Dios y del prójimo; valiente y creativo, un ejemplo de amor a la Iglesia y a los pobres; un padre que enseña el valor, la dignidad y la alegría del trabajo; también un padre a la sombra, «descentrado» a favor de María y Jesús.” (Papa Francisco) Invocamos con fe su intercesión y amistad. Todos somos templos del Dios vivo y estamos llamados a vaciar de otros intereses nuestro culto a Dios.
Este pasaje evangélico que nos propone la Iglesia en este tercer domingo de Cuaresma nos sitúa en nuestra subida a Jerusalén y pretende orientar nuestros pasos en el camino hacia la Pascua, inmersos en esta crisis mundial causada por la pandemia. El tema central que trata es el templo. Si recordamos la primera referencia a la relación que tuvo Jesús con el templo, tras el episodio de la presentación, vemos cómo a los doce años adopta una conducta de aparente desobediencia a José y a María, por empezar a “ocuparse de las cosas de su Padre” (Lc 2, 49). Si nos remontamos a la experiencia del Pueblo de Israel y la revelación de Dios a través del éxodo, el templo será el lugar teofánico por excelencia, que inicia su recorrido histórico con el signo material más claro de esta presencia de Dios, que guía los pasos del pueblo elegido hacia Jerusalén: las tablas de la ley transportadas en el arca de la alianza. Y posteriormente, esta presencia encontrará una morada más estable con la construcción de un templo majestuoso en tiempos de Salomón. La imagen del templo en el Nuevo Testamento surge con la Encarnación en el mismo vientre de María, arca de la nueva alianza, en la que ya no serán las tablas de la ley escritas en piedra, sino el mismo Verbo de Dios, la Palabra hecha carne, quien ponga su tienda entre nosotros. De este misterio brota la doble referencia, en nuestro pasaje, al templo hecho de piedra, por un lado, y al nuevo templo, por otro, que es el cuerpo de Cristo. La gran enseñanza de Jesús que clarifica el verdadero sentido del templo se concentra en su diálogo con la samaritana, que expresa la verdad profunda de esta presencia de Dios en la historia y de su inmersión en la vida humana: “los verdaderos adoradores lo harán en espíritu y verdad” (Jn 4, 23). La afirmación con la que concluye el libro del Éxodo: “la gloria de Dios llenaba el templo” (Ex 40, 34), esconde una verdad profunda que se convierte en exigencia de vida: todos somos templos del Dios vivo y estamos llamados a vaciar de otros intereses nuestro culto a Dios, a cambiar el corazón para que la fe se exprese en la vida como una única realidad, una única verdad: Él ha venido a habitar en la brevedad de nuestro mundo para que nosotros aprendamos a morar en Él para siempre por medio del Amor. Jesús advierte a sus oyentes del peligro de reducir la fe en Dios a una práctica legalista o a un culto meramente externo y vacío. Y recrimina la pretensión de encerrar, dentro de los muros de un templo construido por manos humanas, la acción de Dios en la historia y su presencia en la Iglesia. Por tanto, el eje central de este fragmento que meditamos hoy es la palabra que Jesús dice al Padre revelando así su íntima relación con Él: “el celo de tu casa me devora” (Jn 2, 17). Lo absolutamente peculiar de este pasaje no es la imagen de un Jesús violento con el látigo en la mano, volcando las mesas de los cambistas. Esta acción aparentemente desmedida, como sacada de contexto del mesianismo de un Jesús, manso y humilde, sin embargo, es motivada por el fuego de amor que llena su humanidad ofrecida al Padre por la salvación de los hombres. La respuesta de Jesús a los judíos, lejos de ser un escándalo, revela que usar el templo con un fin para el que no ha sido construido equivale a robarle su sentido viviendo en la falsedad y desvirtuando su valor. Además, responde con un doble sentido, porque destruir el templo hecho por manos humanas es algo que ocurrirá debido a la temporalidad de este mundo. De este modo, dejando de lado este significado de la pregunta de los judíos, alude al templo de su cuerpo, instruyéndoles acerca de la resurrección y, además, les habla de la dignidad de todo ser humano hecho a su imagen y semejanza, que debe ser respetada y no puede ser alienada, precedida por otros intereses. Sea así la Palabra de Dios proclamada hoy en nuestros templos, dejando que resuene en el templo interior que es cada cristiano el eco de su voz, para salir al mundo y actuar como Jesús, si es necesario, con el látigo del amor que expulse de nuestra vida todo aquello que no respeta la verdad de la dignidad humana, que vuelca las mesas de nuestras acostumbradas comodidades, indiferencias y mentiras, para sacar de nosotros una coherencia de vida con lo que somos, hijos de Dios Padre, templos del Espíritu Santo, hermanos de todos los hombres. |
TodosMateo1, 18-24 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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