25 AÑOS DE FRATERNIDAD
Testimonio de Ignacio Monar
Volviendo la vista atrás, leo los acontecimientos que han sucedido durante estos veinticinco años desde el comienzo de la Comunidad de la Conversión.
Empiezo por aquella visita temprana a San Andrés de Arroyo, junto a Marta y Nachete. No se produjo sólo por el deseo de acompañar a unas amigas agustinas embarcadas en un proyecto incierto. Puede sonar presuntuoso pero nunca, nunca, dudamos de la necesidad de su propósito. No era un “salto al vacío” sino una respuesta al grito callado pero insistente del Espíritu que resonaba nosotros también desde hacía tiempo.
La bella Palencia no nos resultaba “desconocida” a Marta y a mí pues algunos años antes Don Rafael Palmero, obispo de la diócesis y “pastor servicial” para la generación de los jóvenes toledanos, nos había acompañado por una buena parte de los rincones de aquellas tierras por si fuera posible ayudarle a la evangelización.
En aquellos días de otoño en San Andrés sabéis que recorrimos los caminos buscando un lugar donde poder asentar el monasterio. Una actitud ingenua, pero esa “ingenuidad” se necesitaba. ¿De qué otra manera podría hacerse? Yo vengo de familia de marmolistas y canteros: ¿acaso no hubo algo de inconsciencia en los que trazaban los planos de las catedrales, los que planeaban alturas nunca construidas, bóvedas inmensas? De haberse parado a calcular cuánta energía, esfuerzo y tiempo les iba a costar, no habrían empezado. Además, igual que sucede con una catedral, quienes empiezan un monasterio no lo verán terminado. Aquello que merece la pena ha de hacerse con intrepidez, algo de imprudencia y proyección hacia el futuro. Esto pasó entonces y pasará con todos los planes que la Comunidad emprenda.
Así, cuando te vienes a dar cuenta, estás levantando monasterios en pleno siglo XXI, como si eso fuera lo normal y no una anacronía para la época que vivimos.
Tantos momentos pasados nos revelaron qué función teníamos nosotros en esa pequeña aventura: íbamos a ser “hermanos de las hermanas”, esto es, una fraternidad, no por estar formada con los laicos que se podían ir uniendo sino por compartir nuestro destino y sensibilidad espiritual con la misma comunidad naciente. No nos tocaba ser benefactores, ni fieles simpatizantes con el carisma, sino compañeros de camino.
Como quien teje una familia peculiar — ¡en realidad nosotros la estábamos formando con nuestro matrimonio que recibió el don de tres hijos!– todas las circunstancias que genera convivir junto a las hermanas, las experimentamos. Sobre todo destaco una: cuando llegaba ese milagro que es una nueva vocación sentíamos responsabilidad, pues la vida religiosa es una decisión drástica, arriesgada. Implica, tal cual, dejarlo todo y apostar por una vida nueva. Especialmente en la época de la juventud, tan apasionada y generosa, puedes equivocar las señales (o, sencillamente, las personas cambian). No hay romanticismos en la opción contemplativa, que supone la obediencia, el celibato y la pobreza. Es un paso serio, radical. Y —también es necesario señalarlo— reversible. Marta y yo quisimos siempre ofrecer apoyo en la entrada y, si se producía, en la salida, desdramatizando las situaciones. Las personas son más importantes que cualquier pertenencia a una institución.
Nos preguntábamos por qué Dios nos enriquecía con cada hermana que llegaba, en estos tiempos de escasas vocaciones. Puro don suyo. Por ejemplo, con nuestra querida Erika Mezosi se abrió el horizonte hasta sitios tan inesperados como su Hungría natal, donde pudimos compartir tiempo con sus amigos, su familia y su padre en Budapest. Después se ensancharon aun más nuestros mapas: Alemania, Colombia, Polonia, Irlanda, Italia, Costa Rica y muchos rincones de España. Nos sentimos útiles tras aquella conversación de Marian en Gandía. Nos preocupaban las reuniones sobre hipotecas, las complicaciones con las obras, los viajes en coches poco fiables. No imaginábamos que montaríamos y desmontaríamos más tiendas de campaña que una unidad de infantería o que chapurrearíamos en italiano . No podíamos calcular que celebraríamos el doctorado de algunas hermanas y hermanos, que iban dar luego clase en universidades prestigiosas. Era inimaginable que se pudiera ir a Perú, a Chicago, a Italia. Y cuando la gran estructura de madera se alzó hacia el cielo para cubrir la iglesia nos parecía soñar.
Nunca vimos aquello como espectadores. ¿Por qué no decir que era una forma nueva de estar como seglares en la vida monástica? Al principio no lo comprendíamos. En casa llegamos a montar una mini capilla y tratábamos de seguir las horas litúrgicas y hasta el “silencio mayor”. ¿Quién hace silencio mayor cuando hay bebés en casa? No. Nuestra llamada no debía imitar en “el mundo” lo que sólo se podía realizar en “el claustro”.
Esa cercanía fue posible con la generosa libertad de espíritu de las hermanas. No tenían por qué confiarnos sus problemas, ni pedirnos consejo; se valían por sí solas. Pero lo hicieron con plena confianza, sin complejos. A veces al monacato femenino se le trata con condescendencia. Se habla de “monjitas” comparando su labor con las de unas beatas solteronas que huyen del mundo, como si ser “esposas de Cristo” quisiera decir que deben ocuparse de las tareas del hogar de Dios, tener limpias las habitaciones y planchadas las ropas. Con las hermanas aprendimos que no sería así, evidentemente. No por imitar reivindicaciones feministas de moda. Simplemente porque junto a Cristo no hay escalafones, sino amor mutuo; no hay poder, sino servicio a los demás.
¿Qué era este “ser hermanos de las hermanas”? Que cuando viviéramos juntos lo hiciésemos en unidad de vida común. Que nos acompañaríamos mutuamente. Que nos sentaríamos en una asamblea de oración y de cantos. Que disfrutaríamos de los momentos alegres y de los gozosos. Que viajaríamos para la evangelización y para la consolidación de los lazos de amistad. Que ensancharíamos nuestro amor a la Orden de San Agustín al conocer sus lugares históricos y a religiosos excepcionales como el Padre Gonzalo Tejerina, la Madre Alessandra y la madre Mariarosa Guerrini, el cardenal Prevost, el Padre Luis, el Padre Miguel Ángel Orcasitas, el Padre Luciano de Michellis, el Padre Pagano y tantos otros. O, por cortar en algún sitio, que el Monasterio sirviera también de refugio y descanso para sacerdotes, religiosas, laicos con problemas y familias de refugiados.
Poco a poco vimos que nos correspondía un “ir y venir” —un “nostos”— desde el monasterio hasta nuestros hogares. El monasterio no era una casa rural con capilla donde pasar algunos fines de semana, sino un proyecto de vida. Se han ido imbricando tanto nuestras existencias que es difícil desenmarañar lo que sucedió dentro y fuera. Pascuas y Fiestas Agustinianas de agosto. Cientos de Oikós. Treinta Jaris. Decenas de Ejercicios. Las “vacaciones inteligentes” que se convirtieron en Fraternitas (en Cabeza de Manganead (Orense), Bezana (Burgos), Geres/Braga/Oporto (Portugal), Triacastela (Lugo), Liébana (Cantabria), Lourdes (Francia), Montefalco (Italia), —Matour Paray-Le Monial- Cluny, Taizé, Ars, Lyon— (Francia) Genzano (Italia), Lisboa, Porto do Son (La Coruña), Bilbao…) Lecturas de Las Confesiones. Las peregrinaciones a Ávila, a Guadalupe, a Santiago, al Valle del Silencio, a Liébana, a Caravaca de la Cruz, a Arenas de San Pedro. Los Cívitas a los que fueron nuestros hijos. Las “Consolaciones”, como a mí me hubiera gustado llamar a los conciertos-oración y de Villancicos, en Alcalá, en varias parroquias de Madrid, en Orense, en Soria, en Guadalupe, en Yepes, en Ávila, en Valencia, en Valladolid…
El secarral quemado que empezó siendo la finca de Sotillo fue poblándose de árboles y plantas, edificios hermosos, huertos y rincones amables. Un estercolero se trocó en verde colina. Nuestros hijos colonizaban montones de piedras y abrían senderos hasta sus cabañas secretas.
Llegaron también los momentos duros y los momentos durísimos. Lloramos por no entender nada. Tristeza por las ausencias, por las despedidas, por los abusos sufridos, por los malos entendidos. Hubo que enterrar a Agustín en Palencia, a Don Froilán, a Don Victoriano. Llegaron diagnósticos médicos complicados, operaciones de columna, de ojo, torceduras de tobillo, asma, alergias varias o leves roces en la rodilla. Yo estuve un tiempo, por ejemplo, en un sitio donde aprendí a pintar mandalas y en otro donde componía puzzles de mil piezas. Es decir, que pasó lo que todas las familias viven, de un modo u otro
¿Así que era eso la “perfecta vida común” soñada por san Agustín? Sí, era así la convivencia agustina, en su “ordo amoris desordenado”, en su humana cotidianeidad, en sus dificultades e incomprensiones.
A todo esto, el grupo de laicos crecía. Desde luego, algunos se acercaban por la enorme atracción de la propia dinámica del Monasterio. Sin embargo yo debo confesar que mi mayor alegría siempre han sido los críos, cómo nacían tantos hijos y se hacían amigos entre ellos. Esa manera “natural” de hacerse cristianos que es la iglesia unida en Cristo.
Cuando ya habíamos madurado llegó la hora de escribir los estatutos y se organizó nuestro día a día formalmente. Nuestro carisma era agustino, obviamente, y del Monasterio de la Conversión, por supuesto. Pero no íbamos a vivir en un poblado anexo al mismo, sino cada uno en su hogar. En consecuencia, no podíamos pretender un ritmo semanal de encuentros, ni un compromiso social igual para todos o procesos catecumenales estructurados. Más bien tuvimos que reconocer ese punto de improvisación y asumir las bajadas y subidas que supone.
Respecto a la relación dentro de la fraternidad de laicos, nos sirve esa canción de Alberto Cortez que dice: “Un barco frágil de papel parece a veces la amistad. Pero jamás puede con él la más violenta tempestad. Porque ese barco de papel tiene aferrado a su timón, por capitán y timonel, un corazón.” La experiencia de amistad ha existido entre los miembros de la fraternidad, ¡por supuesto! Pero yo diría que no es un rasgo distintivo pues algunos éramos amigos antes de la fraternidad y, en otros casos hemos seguido siendo amigos de quienes, por las circunstancias de la vida, marcharon a otros sitios. Sí es característico, sin embargo, que tal amistad —en la fraternidad de laicos— tenga los signos agustinos de un sólo corazón y una sola alma giradas hacia Dios. Girados, vueltos, inclinados y convertidos hacia Dios como de un modo real hacemos en la iglesia de la Reconciliación cuando rezamos juntos laudes o vísperas. Nuestra cruz lleva el corazón troquelado —ese capitán y timonel de la canción— y el lema grabado en latín. No es un adorno, sino seña de identidad. De tal modo que cuando nos pregunten por tal identidad podemos empezar por ahí, por esa cruz que también llevan las hermanas y que “tomamos” una vez que hemos crecido en la fraternidad laical.
El alma de un agustino de corazón tiene presentes tanto las “cosas pasadas” como las “cosas futuras” porque es alma capaz de distenderse o estirarse. Somos “los inquietos”, somos “los expectantes”, somos “los deseantes”. De ahí que nuestros planes no resulten meticulosos. Al contrario, son flexibles porque se abren a los cambios y aceptan que debe haberlos. Interioridad sí, aunque no a base de mortificaciones, ayunos o penitencias. Tampoco la puntualidad británica —por desgracia— ni la solemnidad prusiana —por suerte— nos define. Por el contrario, sí nos identifica el no hacer acepción de personas, el recibir al nuevo con cariño, la comunión dentro de la Iglesia, el ecumenismo religioso. Nuestra identidad está aun hoy por construirse como está por construirse nuestro monasterio.
En estos veinticinco años, en suma, pudo haber errores y decepciones pero no tiempo para la nostalgia. Con algo de paciencia, la esperanza de perdonarnos y sanarnos, en esta misma vida, no me abandona. Y si no, queda el cielo. Yo creo que el cielo es el tiempo que se nos va a conceder para aclarar los equívocos y reencontrarnos con esas personas que se han exiliado de nuestras vidas o que nosotros mandamos al ostracismo. El cielo tendrá su juicio, pero no su ajuste de cuentas. No pondrá a cada uno en su sitio sino que seremos capaces de mirar desde el sitio de cada uno, comprender sus puntos de vista.
Algún día lo escondido saldrá a la luz. No como a Clara de Montefalco, por supuesto, pero Jesús abrirá quirúrgicamente nuestros corazones para desvelar qué hacíamos cuando estábamos “debajo de la higuera”. ¿Qué hallará? Espero que mucho más bien que mal. ¿Encontrará rectas intenciones? ¿Jesús dirá de nosotros: “He aquí un israelita en quien no hay doblez”? Se trata de volver al Creador pero no de que nos reabsorba en su infinito para que desaparezca nuestro yo. Nuestra identidad permanece porque el Amor nos ha creado libres para una vida eterna junto a Él. Si Dios quiere, el día en que juntos elevemos el cántico nuevo, Cristo no se complacerá sólo con oír nuestro “Aleluya”, sino que unirá su misma voz a nuestro coro.
Ignacio Monar
Empiezo por aquella visita temprana a San Andrés de Arroyo, junto a Marta y Nachete. No se produjo sólo por el deseo de acompañar a unas amigas agustinas embarcadas en un proyecto incierto. Puede sonar presuntuoso pero nunca, nunca, dudamos de la necesidad de su propósito. No era un “salto al vacío” sino una respuesta al grito callado pero insistente del Espíritu que resonaba nosotros también desde hacía tiempo.
La bella Palencia no nos resultaba “desconocida” a Marta y a mí pues algunos años antes Don Rafael Palmero, obispo de la diócesis y “pastor servicial” para la generación de los jóvenes toledanos, nos había acompañado por una buena parte de los rincones de aquellas tierras por si fuera posible ayudarle a la evangelización.
En aquellos días de otoño en San Andrés sabéis que recorrimos los caminos buscando un lugar donde poder asentar el monasterio. Una actitud ingenua, pero esa “ingenuidad” se necesitaba. ¿De qué otra manera podría hacerse? Yo vengo de familia de marmolistas y canteros: ¿acaso no hubo algo de inconsciencia en los que trazaban los planos de las catedrales, los que planeaban alturas nunca construidas, bóvedas inmensas? De haberse parado a calcular cuánta energía, esfuerzo y tiempo les iba a costar, no habrían empezado. Además, igual que sucede con una catedral, quienes empiezan un monasterio no lo verán terminado. Aquello que merece la pena ha de hacerse con intrepidez, algo de imprudencia y proyección hacia el futuro. Esto pasó entonces y pasará con todos los planes que la Comunidad emprenda.
Así, cuando te vienes a dar cuenta, estás levantando monasterios en pleno siglo XXI, como si eso fuera lo normal y no una anacronía para la época que vivimos.
Tantos momentos pasados nos revelaron qué función teníamos nosotros en esa pequeña aventura: íbamos a ser “hermanos de las hermanas”, esto es, una fraternidad, no por estar formada con los laicos que se podían ir uniendo sino por compartir nuestro destino y sensibilidad espiritual con la misma comunidad naciente. No nos tocaba ser benefactores, ni fieles simpatizantes con el carisma, sino compañeros de camino.
Como quien teje una familia peculiar — ¡en realidad nosotros la estábamos formando con nuestro matrimonio que recibió el don de tres hijos!– todas las circunstancias que genera convivir junto a las hermanas, las experimentamos. Sobre todo destaco una: cuando llegaba ese milagro que es una nueva vocación sentíamos responsabilidad, pues la vida religiosa es una decisión drástica, arriesgada. Implica, tal cual, dejarlo todo y apostar por una vida nueva. Especialmente en la época de la juventud, tan apasionada y generosa, puedes equivocar las señales (o, sencillamente, las personas cambian). No hay romanticismos en la opción contemplativa, que supone la obediencia, el celibato y la pobreza. Es un paso serio, radical. Y —también es necesario señalarlo— reversible. Marta y yo quisimos siempre ofrecer apoyo en la entrada y, si se producía, en la salida, desdramatizando las situaciones. Las personas son más importantes que cualquier pertenencia a una institución.
Nos preguntábamos por qué Dios nos enriquecía con cada hermana que llegaba, en estos tiempos de escasas vocaciones. Puro don suyo. Por ejemplo, con nuestra querida Erika Mezosi se abrió el horizonte hasta sitios tan inesperados como su Hungría natal, donde pudimos compartir tiempo con sus amigos, su familia y su padre en Budapest. Después se ensancharon aun más nuestros mapas: Alemania, Colombia, Polonia, Irlanda, Italia, Costa Rica y muchos rincones de España. Nos sentimos útiles tras aquella conversación de Marian en Gandía. Nos preocupaban las reuniones sobre hipotecas, las complicaciones con las obras, los viajes en coches poco fiables. No imaginábamos que montaríamos y desmontaríamos más tiendas de campaña que una unidad de infantería o que chapurrearíamos en italiano . No podíamos calcular que celebraríamos el doctorado de algunas hermanas y hermanos, que iban dar luego clase en universidades prestigiosas. Era inimaginable que se pudiera ir a Perú, a Chicago, a Italia. Y cuando la gran estructura de madera se alzó hacia el cielo para cubrir la iglesia nos parecía soñar.
Nunca vimos aquello como espectadores. ¿Por qué no decir que era una forma nueva de estar como seglares en la vida monástica? Al principio no lo comprendíamos. En casa llegamos a montar una mini capilla y tratábamos de seguir las horas litúrgicas y hasta el “silencio mayor”. ¿Quién hace silencio mayor cuando hay bebés en casa? No. Nuestra llamada no debía imitar en “el mundo” lo que sólo se podía realizar en “el claustro”.
Esa cercanía fue posible con la generosa libertad de espíritu de las hermanas. No tenían por qué confiarnos sus problemas, ni pedirnos consejo; se valían por sí solas. Pero lo hicieron con plena confianza, sin complejos. A veces al monacato femenino se le trata con condescendencia. Se habla de “monjitas” comparando su labor con las de unas beatas solteronas que huyen del mundo, como si ser “esposas de Cristo” quisiera decir que deben ocuparse de las tareas del hogar de Dios, tener limpias las habitaciones y planchadas las ropas. Con las hermanas aprendimos que no sería así, evidentemente. No por imitar reivindicaciones feministas de moda. Simplemente porque junto a Cristo no hay escalafones, sino amor mutuo; no hay poder, sino servicio a los demás.
¿Qué era este “ser hermanos de las hermanas”? Que cuando viviéramos juntos lo hiciésemos en unidad de vida común. Que nos acompañaríamos mutuamente. Que nos sentaríamos en una asamblea de oración y de cantos. Que disfrutaríamos de los momentos alegres y de los gozosos. Que viajaríamos para la evangelización y para la consolidación de los lazos de amistad. Que ensancharíamos nuestro amor a la Orden de San Agustín al conocer sus lugares históricos y a religiosos excepcionales como el Padre Gonzalo Tejerina, la Madre Alessandra y la madre Mariarosa Guerrini, el cardenal Prevost, el Padre Luis, el Padre Miguel Ángel Orcasitas, el Padre Luciano de Michellis, el Padre Pagano y tantos otros. O, por cortar en algún sitio, que el Monasterio sirviera también de refugio y descanso para sacerdotes, religiosas, laicos con problemas y familias de refugiados.
Poco a poco vimos que nos correspondía un “ir y venir” —un “nostos”— desde el monasterio hasta nuestros hogares. El monasterio no era una casa rural con capilla donde pasar algunos fines de semana, sino un proyecto de vida. Se han ido imbricando tanto nuestras existencias que es difícil desenmarañar lo que sucedió dentro y fuera. Pascuas y Fiestas Agustinianas de agosto. Cientos de Oikós. Treinta Jaris. Decenas de Ejercicios. Las “vacaciones inteligentes” que se convirtieron en Fraternitas (en Cabeza de Manganead (Orense), Bezana (Burgos), Geres/Braga/Oporto (Portugal), Triacastela (Lugo), Liébana (Cantabria), Lourdes (Francia), Montefalco (Italia), —Matour Paray-Le Monial- Cluny, Taizé, Ars, Lyon— (Francia) Genzano (Italia), Lisboa, Porto do Son (La Coruña), Bilbao…) Lecturas de Las Confesiones. Las peregrinaciones a Ávila, a Guadalupe, a Santiago, al Valle del Silencio, a Liébana, a Caravaca de la Cruz, a Arenas de San Pedro. Los Cívitas a los que fueron nuestros hijos. Las “Consolaciones”, como a mí me hubiera gustado llamar a los conciertos-oración y de Villancicos, en Alcalá, en varias parroquias de Madrid, en Orense, en Soria, en Guadalupe, en Yepes, en Ávila, en Valencia, en Valladolid…
El secarral quemado que empezó siendo la finca de Sotillo fue poblándose de árboles y plantas, edificios hermosos, huertos y rincones amables. Un estercolero se trocó en verde colina. Nuestros hijos colonizaban montones de piedras y abrían senderos hasta sus cabañas secretas.
Llegaron también los momentos duros y los momentos durísimos. Lloramos por no entender nada. Tristeza por las ausencias, por las despedidas, por los abusos sufridos, por los malos entendidos. Hubo que enterrar a Agustín en Palencia, a Don Froilán, a Don Victoriano. Llegaron diagnósticos médicos complicados, operaciones de columna, de ojo, torceduras de tobillo, asma, alergias varias o leves roces en la rodilla. Yo estuve un tiempo, por ejemplo, en un sitio donde aprendí a pintar mandalas y en otro donde componía puzzles de mil piezas. Es decir, que pasó lo que todas las familias viven, de un modo u otro
¿Así que era eso la “perfecta vida común” soñada por san Agustín? Sí, era así la convivencia agustina, en su “ordo amoris desordenado”, en su humana cotidianeidad, en sus dificultades e incomprensiones.
A todo esto, el grupo de laicos crecía. Desde luego, algunos se acercaban por la enorme atracción de la propia dinámica del Monasterio. Sin embargo yo debo confesar que mi mayor alegría siempre han sido los críos, cómo nacían tantos hijos y se hacían amigos entre ellos. Esa manera “natural” de hacerse cristianos que es la iglesia unida en Cristo.
Cuando ya habíamos madurado llegó la hora de escribir los estatutos y se organizó nuestro día a día formalmente. Nuestro carisma era agustino, obviamente, y del Monasterio de la Conversión, por supuesto. Pero no íbamos a vivir en un poblado anexo al mismo, sino cada uno en su hogar. En consecuencia, no podíamos pretender un ritmo semanal de encuentros, ni un compromiso social igual para todos o procesos catecumenales estructurados. Más bien tuvimos que reconocer ese punto de improvisación y asumir las bajadas y subidas que supone.
Respecto a la relación dentro de la fraternidad de laicos, nos sirve esa canción de Alberto Cortez que dice: “Un barco frágil de papel parece a veces la amistad. Pero jamás puede con él la más violenta tempestad. Porque ese barco de papel tiene aferrado a su timón, por capitán y timonel, un corazón.” La experiencia de amistad ha existido entre los miembros de la fraternidad, ¡por supuesto! Pero yo diría que no es un rasgo distintivo pues algunos éramos amigos antes de la fraternidad y, en otros casos hemos seguido siendo amigos de quienes, por las circunstancias de la vida, marcharon a otros sitios. Sí es característico, sin embargo, que tal amistad —en la fraternidad de laicos— tenga los signos agustinos de un sólo corazón y una sola alma giradas hacia Dios. Girados, vueltos, inclinados y convertidos hacia Dios como de un modo real hacemos en la iglesia de la Reconciliación cuando rezamos juntos laudes o vísperas. Nuestra cruz lleva el corazón troquelado —ese capitán y timonel de la canción— y el lema grabado en latín. No es un adorno, sino seña de identidad. De tal modo que cuando nos pregunten por tal identidad podemos empezar por ahí, por esa cruz que también llevan las hermanas y que “tomamos” una vez que hemos crecido en la fraternidad laical.
El alma de un agustino de corazón tiene presentes tanto las “cosas pasadas” como las “cosas futuras” porque es alma capaz de distenderse o estirarse. Somos “los inquietos”, somos “los expectantes”, somos “los deseantes”. De ahí que nuestros planes no resulten meticulosos. Al contrario, son flexibles porque se abren a los cambios y aceptan que debe haberlos. Interioridad sí, aunque no a base de mortificaciones, ayunos o penitencias. Tampoco la puntualidad británica —por desgracia— ni la solemnidad prusiana —por suerte— nos define. Por el contrario, sí nos identifica el no hacer acepción de personas, el recibir al nuevo con cariño, la comunión dentro de la Iglesia, el ecumenismo religioso. Nuestra identidad está aun hoy por construirse como está por construirse nuestro monasterio.
En estos veinticinco años, en suma, pudo haber errores y decepciones pero no tiempo para la nostalgia. Con algo de paciencia, la esperanza de perdonarnos y sanarnos, en esta misma vida, no me abandona. Y si no, queda el cielo. Yo creo que el cielo es el tiempo que se nos va a conceder para aclarar los equívocos y reencontrarnos con esas personas que se han exiliado de nuestras vidas o que nosotros mandamos al ostracismo. El cielo tendrá su juicio, pero no su ajuste de cuentas. No pondrá a cada uno en su sitio sino que seremos capaces de mirar desde el sitio de cada uno, comprender sus puntos de vista.
Algún día lo escondido saldrá a la luz. No como a Clara de Montefalco, por supuesto, pero Jesús abrirá quirúrgicamente nuestros corazones para desvelar qué hacíamos cuando estábamos “debajo de la higuera”. ¿Qué hallará? Espero que mucho más bien que mal. ¿Encontrará rectas intenciones? ¿Jesús dirá de nosotros: “He aquí un israelita en quien no hay doblez”? Se trata de volver al Creador pero no de que nos reabsorba en su infinito para que desaparezca nuestro yo. Nuestra identidad permanece porque el Amor nos ha creado libres para una vida eterna junto a Él. Si Dios quiere, el día en que juntos elevemos el cántico nuevo, Cristo no se complacerá sólo con oír nuestro “Aleluya”, sino que unirá su misma voz a nuestro coro.
Ignacio Monar
MIRAR A LO LEJOS
Impresiones del triduo agustiniano de 2024 en Sotillo de la Adrada
Javier Rubio (Sevilla, septiembre 2024)
Javier Rubio (Sevilla, septiembre 2024)
Con algo de retraso para lo que es habitual por mor de las obligaciones profesionales, enjareto unas líneas a modo de resumen de la experiencia durante el triduo agustiniano de este año en el monasterio de la Conversión. Echo la vista atrás hasta el lunes 26 de mi llegada y lo asombroso no es que recuerde casi hora por hora mi estancia -siempre tan bien acogida, tan abrumadoramente hospitalaria por parte de las hermanas- sino la sucesión de imprevistos hasta el punto de que reflexionaba: ¿qué no me ha pasado en Sotillo esta vez?
No es demasiado aventurado suponer que este triduo quedará recordado en los anales del monasterio -a puntito de cumplir su primer cuarto de siglo de vida- como el del “año del fuego”. Cuando Nacho y Edmundo salieron pitando de la iglesia con cara de estupefacción por lo que estaban viendo a través de los ventanales caí en la cuenta de que algo grave estaba pasando. ¡Y tan grave! Las lenguas de fuego devoraban pinos de veinte metros y el humo negro de la resina ascendía como una columna impenetrable, densísima y amenazante que podía cernirse sobre el monasterio con la más mínima variación de la dirección del viento.
No es demasiado aventurado suponer que este triduo quedará recordado en los anales del monasterio -a puntito de cumplir su primer cuarto de siglo de vida- como el del “año del fuego”. Cuando Nacho y Edmundo salieron pitando de la iglesia con cara de estupefacción por lo que estaban viendo a través de los ventanales caí en la cuenta de que algo grave estaba pasando. ¡Y tan grave! Las lenguas de fuego devoraban pinos de veinte metros y el humo negro de la resina ascendía como una columna impenetrable, densísima y amenazante que podía cernirse sobre el monasterio con la más mínima variación de la dirección del viento.
El espectáculo era sobrecogedor. Y nos hablaba de nuestra propia pequeñez, de la insignificancia de nuestras vidas (“qué es el hombre, para que te acuerdes de él, lo hiciste poco inferior a los ángeles”) ante el implacable avance del frente de llamas. Interrumpidas las primeras vísperas -eché en falta el toque a rebato en el campanario, con el que todo el pueblo se congregaba ante una catástrofe-, en un momento estábamos todos mirando a lo lejos desde los promontorios que ofrecían mejor vista dentro de la finca.
Mirábamos a lo lejos, que en realidad estaba muy cerca. O, al menos, lo suficientemente cerca como para intimidarnos con el riesgo que corríamos. Nuestras miradas estaban fijas en la fuerza desatada de la naturaleza por la negligencia de quien tirase la colilla que desencadenó el incendio. Y ninguno de nosotros tenía respuestas; ninguno sabía a ciencia cierta qué iba a pasar; ninguno podía aventurar cuándo quedaría conjurado el peligro. Estábamos a merced. Siempre lo estamos, porque toda la vida es gracia, pero digamos que el voraz fuego nos hacía más conscientes de que no había nada que estuviera en nuestra mano.
Mirábamos a lo lejos, que en realidad estaba muy cerca. O, al menos, lo suficientemente cerca como para intimidarnos con el riesgo que corríamos. Nuestras miradas estaban fijas en la fuerza desatada de la naturaleza por la negligencia de quien tirase la colilla que desencadenó el incendio. Y ninguno de nosotros tenía respuestas; ninguno sabía a ciencia cierta qué iba a pasar; ninguno podía aventurar cuándo quedaría conjurado el peligro. Estábamos a merced. Siempre lo estamos, porque toda la vida es gracia, pero digamos que el voraz fuego nos hacía más conscientes de que no había nada que estuviera en nuestra mano.
Fue una gran enseñanza. En una mínima fracción de tiempo pasaron raudos los todoterrenos de las policías y las motobombas de los bomberos. Y en seguida, el primer helicóptero, que se posó sobre el antiguo vertedero y depositó en tierra la primera brigada forestal para atacar el fuego. En cuestión de minutos, el cielo se pobló de aeronaves: hasta cinco helicópteros con cesta, más el del equipo de control y el que desplazaba a los agentes forestales, y dos hidroaviones de rojo y amarillo con la leyenda “Reino de España” bien visible en su fuselaje. Un espectáculo de la técnica humana. Y de los impuestos de todos los contribuyentes nacionales.
Mirábamos a lo lejos cuando nos llegaba el rumor de los motores de los aviones y los rotores de los helicópteros tratando de averiguar la derrota que seguían antes de que aparecieran del otro lado de la sierra con su preciada carga para apagar las llamas. El fuego, poco a poco, se fue amansando como una fiera que el hombre domestica y pronto el humo se blanqueó hasta que empezó a ralear y, finalmente, dejó de ascender.
Dejamos de mirar a lo lejos y volvimos a retomar el rezo de las vísperas con un salmo de alabanza y agradecimiento. Al buen Dios, que nos había librado del peligro en las horas inciertas, pero también a tantas personas como se habían jugado la vida (recuerdo a un helicóptero penetrar lo más denso del humo hasta que desapareció de la vista para reaparecer luego otra vez indemne) para salvar la masa forestal. La mirada agradecida a lo lejos que marcó desde ese momento mi triduo.
El monasterio de la Conversión es una permanente invitación a mirar a lo lejos. No sólo cuando hay fuego en el bosque y algo tuyo se quema, como repetían los anuncios de la tele de mi infancia. Mirar a lo lejos implica levantar la vista de todo lo que nos atrapa y encadena en el día a día: las pantallas de los dispositivos móviles por las que nos unimos al mundo y nos asaltan los mil problemas del trabajo, las noticias de ese mundo que está muy lejos de nosotros y las conversaciones sincopadas con quienes mantenemos el contacto en la distancia.
Los oftalmólogos ya han avisado de que esa permanente visión de las pantallas retroproyectadas está aumentando la miopía a edades tempranas y “cansa” la vista cada vez antes. El remedio es tan simple como mirar a lo lejos. Mirar en dirección a las montañas y descubrir la infinita gama de verdes con que se orlan las laderas, las cumbres peladas de las breñas, el cielo límpido azul, los pueblitos arremolinados, las anfractuosidades del valle por el que discurre el Tiétar… la Creación, en suma, digna de contemplarse en toda su magnitud.
Algunas de las fotos que nos mostraron los chicos de la Fraternidad el martes por la noche también hablaban de mirar a lo lejos, a Perú, a las necesidades de los hermanos que viven con muy poco a muchos kilómetros de distancia. Mirar a lo lejos para descubrir las 24 curvas de la propia vida por las que vamos ascendiendo mientras el soroche nos aturde y la fatiga nos doblega. Mirar a lo lejos sin perder la confianza en que, antes o después, por una cinta asfaltada ridícula en mitad de la sierra pelada, en mitad de una noche oscura en la que no brilla ninguna luz que nos oriente, haremos cumbre.
Mirábamos a lo lejos cuando nos llegaba el rumor de los motores de los aviones y los rotores de los helicópteros tratando de averiguar la derrota que seguían antes de que aparecieran del otro lado de la sierra con su preciada carga para apagar las llamas. El fuego, poco a poco, se fue amansando como una fiera que el hombre domestica y pronto el humo se blanqueó hasta que empezó a ralear y, finalmente, dejó de ascender.
Dejamos de mirar a lo lejos y volvimos a retomar el rezo de las vísperas con un salmo de alabanza y agradecimiento. Al buen Dios, que nos había librado del peligro en las horas inciertas, pero también a tantas personas como se habían jugado la vida (recuerdo a un helicóptero penetrar lo más denso del humo hasta que desapareció de la vista para reaparecer luego otra vez indemne) para salvar la masa forestal. La mirada agradecida a lo lejos que marcó desde ese momento mi triduo.
El monasterio de la Conversión es una permanente invitación a mirar a lo lejos. No sólo cuando hay fuego en el bosque y algo tuyo se quema, como repetían los anuncios de la tele de mi infancia. Mirar a lo lejos implica levantar la vista de todo lo que nos atrapa y encadena en el día a día: las pantallas de los dispositivos móviles por las que nos unimos al mundo y nos asaltan los mil problemas del trabajo, las noticias de ese mundo que está muy lejos de nosotros y las conversaciones sincopadas con quienes mantenemos el contacto en la distancia.
Los oftalmólogos ya han avisado de que esa permanente visión de las pantallas retroproyectadas está aumentando la miopía a edades tempranas y “cansa” la vista cada vez antes. El remedio es tan simple como mirar a lo lejos. Mirar en dirección a las montañas y descubrir la infinita gama de verdes con que se orlan las laderas, las cumbres peladas de las breñas, el cielo límpido azul, los pueblitos arremolinados, las anfractuosidades del valle por el que discurre el Tiétar… la Creación, en suma, digna de contemplarse en toda su magnitud.
Algunas de las fotos que nos mostraron los chicos de la Fraternidad el martes por la noche también hablaban de mirar a lo lejos, a Perú, a las necesidades de los hermanos que viven con muy poco a muchos kilómetros de distancia. Mirar a lo lejos para descubrir las 24 curvas de la propia vida por las que vamos ascendiendo mientras el soroche nos aturde y la fatiga nos doblega. Mirar a lo lejos sin perder la confianza en que, antes o después, por una cinta asfaltada ridícula en mitad de la sierra pelada, en mitad de una noche oscura en la que no brilla ninguna luz que nos oriente, haremos cumbre.
Mirar a lo lejos obliga a levantar la cabeza y a proyectar la vista hasta un horizonte que no podemos alcanzar, pero que nos espera. El turista apenas mira a lo lejos, embebido en el mapa con que se guía; el peregrino mira a lo lejos todo el tiempo para saber dónde tiene que llegar, oteando el horizonte que a cada paso que da se va ensanchando más y más.
Creo que algo de eso dijo el oficiante en la misa solemne por la memoria obligatoria de San Agustín. Nos exhortaba a no ser turistas sino viajeros a la vida eterna, peregrinos que caminan en compañía de otros sin perder la esperanza a pesar de los días grises, el barro, las piedras del camino y los días tormentosos en que mirar a lo lejos se hace imposible. Pero la confianza en que alcanzaremos la meta anhelada acude en nuestro auxilio.
Cuando por la tarde del miércoles miré a lo lejos (obviamente, no tan lejos, a la altura de la casita de San Andrés) contemplé una gran familia unida trabajando en el desmontaje de las tiendas de campaña de los campamentos cuyos últimos usuarios habían sido los chavales gallegos que pernoctaron el lunes. Trabajando codo con codo hermanas, laicos, algún seminarista atildado, mayores, niños, jóvenes, hombres, mujeres… Cada uno, según su capacidad. Hermanas jóvenes empoderadas que yo no sé de dónde sacaban tanta fuerza con lo menudas que son, con un empuje contagioso para los que ya no vamos a cumplir los treinta… ni los cuarenta… ni los cincuenta...
Creo que algo de eso dijo el oficiante en la misa solemne por la memoria obligatoria de San Agustín. Nos exhortaba a no ser turistas sino viajeros a la vida eterna, peregrinos que caminan en compañía de otros sin perder la esperanza a pesar de los días grises, el barro, las piedras del camino y los días tormentosos en que mirar a lo lejos se hace imposible. Pero la confianza en que alcanzaremos la meta anhelada acude en nuestro auxilio.
Cuando por la tarde del miércoles miré a lo lejos (obviamente, no tan lejos, a la altura de la casita de San Andrés) contemplé una gran familia unida trabajando en el desmontaje de las tiendas de campaña de los campamentos cuyos últimos usuarios habían sido los chavales gallegos que pernoctaron el lunes. Trabajando codo con codo hermanas, laicos, algún seminarista atildado, mayores, niños, jóvenes, hombres, mujeres… Cada uno, según su capacidad. Hermanas jóvenes empoderadas que yo no sé de dónde sacaban tanta fuerza con lo menudas que son, con un empuje contagioso para los que ya no vamos a cumplir los treinta… ni los cuarenta… ni los cincuenta...
Cuando madre Carolina apareció arremangada con su mandil de faena me recordó a mi propia madre cuando se ponía el delantal y se arrodillaba para encerar el piso, una faena incomodísima y penosa para la que a mi hermano y a mí se nos imponía una sola obligación: no estorbar.
Pero allí no estorbaba nadie. Quien podía hacía una cosa y quien no, hacía otra. Pero en el monasterio no quedó nadie de brazos cruzados mirando cómo los demás sudaban. Perdí la cuenta de los viajes en furgoneta del contenedor del Ejército al porche de San Andrés y vuelta con más carga. Pero me sentí parte de una familia que cumple lo que se propone. Aunque sea duro. O precisamente porque es complicado y penoso: como lo son las relaciones en todas las familias.
Quizá ese sea un buen resumen de mi triduo agustiniano. En el monasterio me siento en casa, ya lo he dicho otras veces, pero esta ocasión me sentí en familia. Una familia que trabaja en comandita, que ora junta y que mira a lo lejos para llegar a la meta celestial que se nos ha prometido. Gloria a Dios.
Pero allí no estorbaba nadie. Quien podía hacía una cosa y quien no, hacía otra. Pero en el monasterio no quedó nadie de brazos cruzados mirando cómo los demás sudaban. Perdí la cuenta de los viajes en furgoneta del contenedor del Ejército al porche de San Andrés y vuelta con más carga. Pero me sentí parte de una familia que cumple lo que se propone. Aunque sea duro. O precisamente porque es complicado y penoso: como lo son las relaciones en todas las familias.
Quizá ese sea un buen resumen de mi triduo agustiniano. En el monasterio me siento en casa, ya lo he dicho otras veces, pero esta ocasión me sentí en familia. Una familia que trabaja en comandita, que ora junta y que mira a lo lejos para llegar a la meta celestial que se nos ha prometido. Gloria a Dios.
Peregrinación a Santo Toribio de Liébana de Laicos agustinos del Monasterio de la Conversión
La espiritualidad de la peregrinación es para nosotros un elemento central y vivo, desde nuestros primeros pasos, e incluso antes, ha supuesto un lugar común del que beber y alimentarnos espiritualmente. Un pequeño grupo de Laicos agustinos de la Fraternidad del Monasterio de la Conversión, anualmente, seguimos recorriendo rutas de peregrinación. Nos ponemos en camino hacia una meta, y este hecho humano, repetido en infinidad de épocas, lugares y contextos culturales y religiosos, hace brotar el silencio, la contemplación, la admiración, la fraternidad, el esfuerzo ofrecido, como auténtica metáfora de la vida espiritual. Así, hace pocos días hemos completado el Camino Lebaniego.
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El domingo 16 de abril, se ha abierto la puerta santa en el Monasterio franciscano cercano a Potes que custodia el fragmento más importante del Lignum Crucis (literalmente, “madera de la cruz”), considerado como uno de los cinco santos lugares del cristianismo. Después de recorrer en los últimos años varios de los caminos a Guadalupe (Cáceres), y el antiguo camino de San Pedro de Alcántara (Ávila), también hemos recorrido diversas rutas teresianas hasta Ávila, sin olvidarnos de los caminos francés y portugués a Santiago, este año santo Lebaniego parecía propicio para conocer a fondo esta histórica ruta de peregrinación que hunde sus raíces en la alta Edad Media.
En cuanto al camino en sí, saliendo desde San Vicente de la Barquera, ciertamente son pocas etapas, nosotros recorrimos en torno a 100 kilómetros. Pero en muchas ocasiones resulta bastante técnico y exigente, con desniveles acumulados de hasta 1800 metros en una misma jornada. La señalización perfecta, renovada y clara. Los paisajes inmejorables, transitando a lo largo de valles de belleza insuperable, la maravillosa ribera del Nansa, cumbres nevadas alrededor, castañares milenarios, fuentes, y lo mejor de la fauna y flora cantábrica. La época del año excelente, los del lugar dicen que falta agua, pero el verde y la sombra no han faltado.
Como dificultad añadida señalamos la carencia de servicios que requiere de una previsión extra por parte del peregrino. Los albergues son muy escasos, y alojamientos alternativos, tipo hotel u hostal, muy pocos. En cuanto a los albergues son de tamaño más bien pequeño, aunque la atención de los hospitaleros es sobresaliente. En varias etapas no está garantizado poder encontrar establecimientos donde poder comprar algo de comida. Lo dicho, previsión y espíritu peregrino.
Para nosotros ha sido una experiencia como miembros de la Fraternidad realmente única, a pesar de la casi total ausencia de asistencia espiritual, ya que hemos encontrado prácticamente todas las iglesias cerradas, imposible participar en la Eucaristía salvo en Santo Toribio de Liébana. Aun así, la Providencia nos ha deparado encuentros preciosos, como Marta, que regenta con simpatía y un espíritu envidiable el albergue de Lafuente, que nos abrió la preciosa iglesia románica de santa Juliana, donde pudimos hacer una pequeña oración con música en torno a la palabra, en la mañana del cuarto día antes de empezar a caminar. También mencionar a Carlos y Leticia, maravillosa su hospitalidad, que se han hecho cargo del albergue La casuca del perdón en Cabañes, con los que compartimos un rato de oración en la magnífica iglesia de San Juan Bautista, justo al lado del albergue. El no poder acceder a la Eucaristía hasta el último día en Santo Toribio de Liébana, nos hizo tener presentes a tantos hermanos y hermanas que a lo largo del mundo no pueden tener la preciada presencia sacramental de Cristo con la normalidad con la que nosotros la disfrutamos. La peregrinación siempre es escuela de vida.
Como peculiaridad, tomamos una "variante" hasta San Sebastián de Garabandal desde Cades, que está propiamente fuera del itinerario del Camino Lebaniego. Queríamos conocer este lugar recóndito lleno de mística y espiritualidad, de resonancias marianas, situado entre montañas sobrecogedoras pobladas de brumas que apenas puede atravesar el sol. Esto nos supuso 19 kilómetros de marcha por carretera (casi toda con espacio peatonal señalizado). Disfrutamos del Santo Rosario junto a un numeroso grupo de fieles procedentes de distintos lugares y dirigido por un buen número de Siervas del Hogar de la Madre y con la presencia de su fundador e l P. Rafael Alonso Reymundo. Para retornar a la ruta Lebaniega al día siguiente hicimos una pequeña barbaridad, en una jornada de lluvia intensa y baja visibilidad, cruzamos campo a través por el cordal de Peñasagra hasta el Valle de Lamasón, magnífica experiencia de montaña por un hayedo cerrado, prados de altura, aunque con demasiado barro y maleza, vallados de ganadería, GPS en mano y pisando siempre con mucho cuidado lo que no nos evitó algún que otro susto.
La llegada a Santo Toribio de Liébana nos deparó una sorpresa añadida. El valle entero festejaba el 2 de mayo en romería a la “Santuca”, pequeña imagen de María bajo la advocación de la Virgen de la Luz, que descendía desde las alturas de Peñasagra pasando por todos los pueblos en fiestas hasta llegar al Monasterio que custodia la preciada reliquia. Acompañados de varios miles de fieles llegados no solo de Cantabria, los pocos peregrinos que llegamos ese día nos confundíamos en esta preciosa fiesta expresión de la religiosidad popular, presididos por el obispo de la Diócesis, don Manuel Sánchez Monge, viejo amigo de nuestra Comunidad, al que pudimos saludar personalmente tras venerar el Lignum Crucis con nuestra “lebaniega” en la mano.
Este pequeño grupo de peregrinos que estamos vinculados a las Hermanas Agustinas de la Conversión seguimos animando a quien quiera ponerse en camino a buscar y disfrutar con autenticidad de rutas como estas, llenas de belleza, naturaleza, con esfuerzo y espíritu peregrino renovado.
En cuanto al camino en sí, saliendo desde San Vicente de la Barquera, ciertamente son pocas etapas, nosotros recorrimos en torno a 100 kilómetros. Pero en muchas ocasiones resulta bastante técnico y exigente, con desniveles acumulados de hasta 1800 metros en una misma jornada. La señalización perfecta, renovada y clara. Los paisajes inmejorables, transitando a lo largo de valles de belleza insuperable, la maravillosa ribera del Nansa, cumbres nevadas alrededor, castañares milenarios, fuentes, y lo mejor de la fauna y flora cantábrica. La época del año excelente, los del lugar dicen que falta agua, pero el verde y la sombra no han faltado.
Como dificultad añadida señalamos la carencia de servicios que requiere de una previsión extra por parte del peregrino. Los albergues son muy escasos, y alojamientos alternativos, tipo hotel u hostal, muy pocos. En cuanto a los albergues son de tamaño más bien pequeño, aunque la atención de los hospitaleros es sobresaliente. En varias etapas no está garantizado poder encontrar establecimientos donde poder comprar algo de comida. Lo dicho, previsión y espíritu peregrino.
Para nosotros ha sido una experiencia como miembros de la Fraternidad realmente única, a pesar de la casi total ausencia de asistencia espiritual, ya que hemos encontrado prácticamente todas las iglesias cerradas, imposible participar en la Eucaristía salvo en Santo Toribio de Liébana. Aun así, la Providencia nos ha deparado encuentros preciosos, como Marta, que regenta con simpatía y un espíritu envidiable el albergue de Lafuente, que nos abrió la preciosa iglesia románica de santa Juliana, donde pudimos hacer una pequeña oración con música en torno a la palabra, en la mañana del cuarto día antes de empezar a caminar. También mencionar a Carlos y Leticia, maravillosa su hospitalidad, que se han hecho cargo del albergue La casuca del perdón en Cabañes, con los que compartimos un rato de oración en la magnífica iglesia de San Juan Bautista, justo al lado del albergue. El no poder acceder a la Eucaristía hasta el último día en Santo Toribio de Liébana, nos hizo tener presentes a tantos hermanos y hermanas que a lo largo del mundo no pueden tener la preciada presencia sacramental de Cristo con la normalidad con la que nosotros la disfrutamos. La peregrinación siempre es escuela de vida.
Como peculiaridad, tomamos una "variante" hasta San Sebastián de Garabandal desde Cades, que está propiamente fuera del itinerario del Camino Lebaniego. Queríamos conocer este lugar recóndito lleno de mística y espiritualidad, de resonancias marianas, situado entre montañas sobrecogedoras pobladas de brumas que apenas puede atravesar el sol. Esto nos supuso 19 kilómetros de marcha por carretera (casi toda con espacio peatonal señalizado). Disfrutamos del Santo Rosario junto a un numeroso grupo de fieles procedentes de distintos lugares y dirigido por un buen número de Siervas del Hogar de la Madre y con la presencia de su fundador e l P. Rafael Alonso Reymundo. Para retornar a la ruta Lebaniega al día siguiente hicimos una pequeña barbaridad, en una jornada de lluvia intensa y baja visibilidad, cruzamos campo a través por el cordal de Peñasagra hasta el Valle de Lamasón, magnífica experiencia de montaña por un hayedo cerrado, prados de altura, aunque con demasiado barro y maleza, vallados de ganadería, GPS en mano y pisando siempre con mucho cuidado lo que no nos evitó algún que otro susto.
La llegada a Santo Toribio de Liébana nos deparó una sorpresa añadida. El valle entero festejaba el 2 de mayo en romería a la “Santuca”, pequeña imagen de María bajo la advocación de la Virgen de la Luz, que descendía desde las alturas de Peñasagra pasando por todos los pueblos en fiestas hasta llegar al Monasterio que custodia la preciada reliquia. Acompañados de varios miles de fieles llegados no solo de Cantabria, los pocos peregrinos que llegamos ese día nos confundíamos en esta preciosa fiesta expresión de la religiosidad popular, presididos por el obispo de la Diócesis, don Manuel Sánchez Monge, viejo amigo de nuestra Comunidad, al que pudimos saludar personalmente tras venerar el Lignum Crucis con nuestra “lebaniega” en la mano.
Este pequeño grupo de peregrinos que estamos vinculados a las Hermanas Agustinas de la Conversión seguimos animando a quien quiera ponerse en camino a buscar y disfrutar con autenticidad de rutas como estas, llenas de belleza, naturaleza, con esfuerzo y espíritu peregrino renovado.
Encuentro de Fraternidades Laicales Agustiniana 12 FEB 2022
Fraternidad agustina secular de la Conversión
Un banquete en el corazón
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La Pascua del Ágape sorprendía a los hermanos de la Fraternidad de Laicos de la Conversión con un desconcierto similar al que pudieron experimentar los Apóstoles en la Última Cena. Su deseo era comer la Pascua juntos. Un año más. Juntos y junto a la Comunidad de la Conversión. Su deseo era cantar el primer ‘Hallel’ en la Iglesia de la Reconciliación. Pero ésta ha sido la Pascua de la distancia física y de la comunión en el corazón. Y éste ha sido el deseo ardiente que ha ido creciendo al ritmo de los Misterios de la Pasión. Un deseo avivado en el solo corazón y la sola alma que fortalecen paso a paso.
El escenario ha dibujado tantas iglesias como hogares. Y tantas mesas como familias. Decoradas desde Sotillo de la Adrada, Montefiolo y Lima. Pero todos en torno a la misma. Porque, como Madre Prado anticipó en la primera de las claves, la del Jueves Santo, la promesa de Jesús es clara: “Entraré y cenaremos juntos” (Ap 3, 20).
La Misa de la Cena fue la más universal. Unidos al Santo Padre. Al igual que en los Oficios del Viernes Santo, el Via Crucis, la Vigilia Pascual y la Misa de Resurrección, con la bendición para Roma y para el mundo. Ha sido el modo más elocuente de representar el Cuerpo de Cristo hoy. La misma Iglesia, unida a su pastor, desde cada rincón del mundo.
Y en cada rincón de casa, los más pequeños han sido también actores. Diseñando sencillas palmas de papel para mostrar que esta semana grande de los cristianos supone un antes y un después en el confinamiento y en la existencia. O haciendo pan ácimo en equipo para partir y compartir después. Como hace más de 2.000 años.
La Hna. Patricia explicó el verdadero objetivo del propio día de la Pasión. “Para el perdón de los pecados”. Como formula el sacerdote en cada consagración de la Sangre de Cristo en cada rincón del mundo. Porque “en el origen” del sacrifico de Cristo “solo está el amor” y “la cruz es la expresión máxima” de este amor que “se hizo pecado para reconstruir la alianza”. Porque “la cruz, en la Pascua del Ágape, es la nueva mesa”.
Y su Sangre, la sangre de la nueva alianza, y su Cuerpo han alimentado los corazones en esta Pascua mediante la comunión espiritual. Así lo han hecho. Y así lo han mostrado los hermanos en sus encuentros por videollamada. Porque la vida puede compartirse también, de este modo, con la misma intensidad, aun a falta del abrazo.
En estos momentos de apertura, la esperanza y la confianza estaban puestas, no en el miedo y la incertidumbre en que viven España y el mundo, sino en la promesa de Jesús. En la promesa en que profundizó M. Carolina el sábado -“El que come mi carne y bebe mi sangre, tendrá vida eterna” (Jn 6, 22-71)-, recorriendo la catequesis eucarística de Juan como pórtico de la Resurrección.
Esta misma promesa de Jesús concluye: “El pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Y este anuncio es el que los laicos sienten como compromiso propio; como llamada a dar a conocer que es la Eucaristía la vida que necesita el mundo de hoy. Porque el Señor lo pide: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). Aludió también a esto el Padre General, Alejandro Moral, en su carta a la Orden de San Agustín con motivo de este Triduo. En ella invita a vivir el tiempo de hoy como “tiempo de gracia especial” porque “el hoy, aunque debamos vivirlo en la cruz, es la antesala de la gloria junto a Dios”.
Algunos hermanos viven este tiempo de hoy abrazados fuertemente a la cruz. Como fraternidad agustina, el corazón compartido sufre con cada hermano y trata de sostenerle en la oración. Y en esta misma oración da gracias por los milagros acaecidos en otros hermanos. Y en todo, como San Pablo exhorta, “haced Eucaristía”.
El escenario ha dibujado tantas iglesias como hogares. Y tantas mesas como familias. Decoradas desde Sotillo de la Adrada, Montefiolo y Lima. Pero todos en torno a la misma. Porque, como Madre Prado anticipó en la primera de las claves, la del Jueves Santo, la promesa de Jesús es clara: “Entraré y cenaremos juntos” (Ap 3, 20).
La Misa de la Cena fue la más universal. Unidos al Santo Padre. Al igual que en los Oficios del Viernes Santo, el Via Crucis, la Vigilia Pascual y la Misa de Resurrección, con la bendición para Roma y para el mundo. Ha sido el modo más elocuente de representar el Cuerpo de Cristo hoy. La misma Iglesia, unida a su pastor, desde cada rincón del mundo.
Y en cada rincón de casa, los más pequeños han sido también actores. Diseñando sencillas palmas de papel para mostrar que esta semana grande de los cristianos supone un antes y un después en el confinamiento y en la existencia. O haciendo pan ácimo en equipo para partir y compartir después. Como hace más de 2.000 años.
La Hna. Patricia explicó el verdadero objetivo del propio día de la Pasión. “Para el perdón de los pecados”. Como formula el sacerdote en cada consagración de la Sangre de Cristo en cada rincón del mundo. Porque “en el origen” del sacrifico de Cristo “solo está el amor” y “la cruz es la expresión máxima” de este amor que “se hizo pecado para reconstruir la alianza”. Porque “la cruz, en la Pascua del Ágape, es la nueva mesa”.
Y su Sangre, la sangre de la nueva alianza, y su Cuerpo han alimentado los corazones en esta Pascua mediante la comunión espiritual. Así lo han hecho. Y así lo han mostrado los hermanos en sus encuentros por videollamada. Porque la vida puede compartirse también, de este modo, con la misma intensidad, aun a falta del abrazo.
En estos momentos de apertura, la esperanza y la confianza estaban puestas, no en el miedo y la incertidumbre en que viven España y el mundo, sino en la promesa de Jesús. En la promesa en que profundizó M. Carolina el sábado -“El que come mi carne y bebe mi sangre, tendrá vida eterna” (Jn 6, 22-71)-, recorriendo la catequesis eucarística de Juan como pórtico de la Resurrección.
Esta misma promesa de Jesús concluye: “El pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Y este anuncio es el que los laicos sienten como compromiso propio; como llamada a dar a conocer que es la Eucaristía la vida que necesita el mundo de hoy. Porque el Señor lo pide: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19). Aludió también a esto el Padre General, Alejandro Moral, en su carta a la Orden de San Agustín con motivo de este Triduo. En ella invita a vivir el tiempo de hoy como “tiempo de gracia especial” porque “el hoy, aunque debamos vivirlo en la cruz, es la antesala de la gloria junto a Dios”.
Algunos hermanos viven este tiempo de hoy abrazados fuertemente a la cruz. Como fraternidad agustina, el corazón compartido sufre con cada hermano y trata de sostenerle en la oración. Y en esta misma oración da gracias por los milagros acaecidos en otros hermanos. Y en todo, como San Pablo exhorta, “haced Eucaristía”.
21
DIC2019 |
La Fraternidad y la Comunidad celebran con enorme gozo la promesa e incorporación de 28 hermanos laicos a la Familia AgustinianaUn total de 28 hermanos laicos confirman su pertenencia a la Fraternidad y realizaron el pasado sábado, 21 de diciembre, la promesa que les hace miembros de la Familia Agustiniana. Un paso que la Comunidad ...
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Un total de 28 hermanos laicos confirman su pertenencia a la Fraternidad y realizaron el pasado sábado, 21 de diciembre, la promesa que les hace miembros de la Familia Agustiniana. Un paso que la Comunidad de la Conversión celebra junto a la Fraternidad con enorme gozo; un sencillo gesto que renueva y actualiza, “con plena libertad” -según el texto de la propia fórmula de la promesa-, el compromiso de los hermanos laicos de vivir “según la plenitud de la vida cristiana, siguiendo la espiritualidad propia de nuestro Padre San Agustín”.
La promesa de estos 28 hermanos tuvo lugar en una celebración eucarística presidida por el P. Luis Casado, propuesto por la Fraternidad al Padre General como asistente religioso de la misma en esta etapa inicial, tras su aprobación por parte de la Orden de San Agustín. En concreto, realizaron la promesa los siguientes hermanos y hermanas: José Ignacio Rodríguez, María Victoria Gallego, Ignacio Monar, Marta Redondo, Dolores Sáez, Ángel San Narciso, Javier Moreno, Nuria Arribas, Tomás Acevedo, Ester Bermúdez, Begoña Tejido, María Ángeles Marina, Carmen Gómez, Guillermo Crespo, Esther Maldonado, Cristina del Pino, Miguel Ángel Gómez, Adriana de Bonis, Cecilia Presa, Fernando del Campo, César Merino, Isabel García, Edmundo Lobato, Montserrat Gutiérrez, Nieves Toribio, Luis Ángel Pastor, Cristina del Campo y Pedro J. García. A través de la promesa, todos fueron incluidos en el Libro de la Fraternidad, en el que firmaron también su compromiso. A estos 28 primeros se unirá un nuevo grupo de hermanos, que han comunicado su intención de realizar la promesa en los próximos meses. El Consejo de la Fraternidad dirigió una carta al Padre General en días previos a la celebración, en la que pedía su oración y su bendición, y ofrecía la disponibilidad de los nuevos miembros de la Familia Agustiniana para ayudar en aquellas misiones, tareas o servicios en los que la Orden considere oportuna y necesaria su participación. Último Oikós trimestral del añoLa Fraternidad decidió acoger la promesa de la mayor parte de sus hermanos en el marco del último encuentro Oikós trimestral del año, que sirvió para rezar y compartir la inminente espera del Nacimiento del Salvador.
Como en cada Oikós trimestral, los hermanos celebraron Asamblea. En ésta, afrontaron nuevos pasos y proyectos que verán la luz en 2020, con el objetivo de responder a la esencia agustiniana de la Fraternidad: Vivir con “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32). |
El primer Consejo planifica una nueva etapa de crecimiento espiritual de la Fraternidad
Los encuentros Oikós de noviembre proponen discernir la respuesta de cada hermano desde la gratitud a la llamada recibida a vivir el carisma agustiniano en el mundo.
El Consejo de la Fraternidad de Laicos celebró el pasado sábado su primera reunión...
El Consejo de la Fraternidad de Laicos celebró el pasado sábado su primera reunión...
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Los encuentros Oikós de noviembre proponen discernir la respuesta de cada hermano desde la gratitud a la llamada recibida a vivir el carisma agustiniano en el mundo.
El Consejo de la Fraternidad de Laicos celebró el pasado sábado su primera reunión en el Colegio San Juan Bosco de Arévalo (Ávila), punto intermedio entre las procedencias de sus miembros. Sobre la mesa, la planificación de un nuevo tiempo de gracia al que están llamados todos los hermanos y la preparación de distintos pasos que configurarán una nueva etapa de crecimiento espiritual. Esta nueva etapa corresponde a la adscripción a la Familia Agustiniana, la tercera y última del itinerario espiritual que propone la Orden de San Agustín a sus fraternidades laicales. Se trata de una fase de mayor compromiso; el compromiso que supone asumir “la búsqueda de la plenitud de la vida cristiana según el espíritu de san Agustín”, explican los propios estatutos. La Comunidad de la Conversión invita a los hermanos laicos a discernir la respuesta personal desde la gratitud a la llamada recibida a vivir el carisma agustiniano en fraternidad y en el mundo. Junto a esta invitación, el Consejo coincidió en la necesidad de continuar profundizando en la acogida y en la formación como caminos agustinianos de salida al encuentro del hombre de hoy y de creación de una comunidad de fe y de comunión. Oikos mensualesEl Consejo, acompañado por M. Carolina Blázquez, priora del Monasterio de la Conversión, vivió el sábado una jornada de trabajo intenso y de verdadero gozo. Un gozo que prolongaron los encuentros Oikós de noviembre, que congregaron un día después a los grupos del sur y del norte en Sotillo de la Adrada y Palencia, respectivamente. El itinerario compartido de la jornada giró en torno a la oración desde los pilares del carisma agustiniano para mirar desde ellos a la nueva etapa fraterna. Un segundo momento del día sirvió para compartir vida y abrir el corazón, con la convicción de que lo que vive cada uno no es independiente de lo que viven los demás. |
Elegido el nuevo ConsejoLa Fraternidad agustiniana secular de la Conversión celebró ayer asamblea electiva, en la que renovó sus cargos de responsabilidad y eligió un nuevo Consejo. La elección se efectúa tras recibir su aprobación como fraternidad seglar por parte de la Orden de San Agustín el pasado 9 de noviembre ...
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La Fraternidad agustiniana secular de la Conversión celebró ayer asamblea electiva, en la que renovó sus cargos de responsabilidad y eligió un nuevo Consejo. La elección se efectúa tras recibir su aprobación como fraternidad seglar por parte de la Orden de San Agustín el pasado 9 de noviembre de 2018. El nuevo Consejo, elegido para un período de cuatro años, está formado por José Ignacio Rodríguez, como responsable, que revalida así su servicio, al igual que Marta Redondo, que continúa como secretaria. Por su parte, Pedro José García ha sido elegido administrador; Cecilia Presa, vocal primera y responsable adjunto, e Ignacio Monar, vocal segundo. La nueva estructura orgánica amplía a cinco sus miembros y diversifica funciones para profundizar e impulsar el compromiso de la Fraternidad como grupo que se mira en el espejo de las primeras comunidades cristianas, como deseaba San Agustín, caminando hacia Dios con un solo corazón y una sola alma. La Fraternidad cuenta, asimismo, con una llamada activa a participar en la Iglesia y en el mundo, acompañando al hombre de hoy, “acogiendo, escuchando, acompañando especialmente a los más alejados, los más necesitados, los más pobres, en un camino de conversión hacia Dios”, como detallan sus estatutos. Otro de sus fines es el de “ser constructores y facilitadores de unidad, de paz, de concordia, con los más cercanos a cada uno de los miembros de la propia Fraternidad y con los más alejados”, compartiendo la llamada de la Comunidad de la Conversión al ecumenismo y a la labor de reconciliación, al servicio de la evangelización. La Asamblea electiva estuvo presidida por M. Carolina Blázquez, priora del Monasterio de la Conversión y encargada del acompañamiento espiritual de la Fraternidad, en el marco del primer encuentro Oikós del curso 2019/2020. |
Origenes de la Fraternidad |
Desde los orígenes de la Comunidad de la Conversión en Septiembre de 1999, un matrimonio muy cercano a las primeras hermanas atrajo a otros matrimonios para que las conocieran y, poco a poco, se convirtieron en un grupo de laicos.
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Fundación Pax et Unitas |
Como fruto granado de la vida compartida de los laicos con la Comunidad de la Conversión surge la Fundación Pax et Unitas, vehículo privilegiado para prolongar la obra de las hermanas a través de la acción propia de los laicos...
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Como fruto granado de la vida compartida de los laicos con la Comunidad de la Conversión surge la Fundación Pax et Unitas, vehículo privilegiado para prolongar la obra de las hermanas a través de la acción propia de los laicos. Persigue la misma meta que les ha llevado a compartir sus vidas en comunidad, pero con el deseo de hacer llegar esa vida a tantos cuantos sea posible, a través de acciones propias o de la unión con las acciones de otras realidades similares en el específico ámbito de la sociedad civil. Con la Fundación se persigue la creación de espacios visibles de comunión y reconciliación, para que sea posible la consecución de la auténtica paz, la que viene de lo alto, la que es un don y un regalo. Reconciliación interior y existencial, reconciliación de la familia, de las distintas agrupaciones, amistad, asociaciones, de la vida social en general. Y, sin duda, reconciliación entre los cristianos, cuya división sigue siendo un revés al deseo de Jesucristo. Los fines de interés general de la Fundación son: 1. Trabajar activamente por la reconciliación y el fomento y la recuperación de la unidad allí donde ésta se ha perdido, especialmente en situaciones vitales de conflicto. Ámbitos especiales de atención serán los relacionados con la familia, el mundo de la educación (con atención especial a las relaciones entre los distintos agentes –alumnos - comunidad educativa – familia), las relaciones entre colectivos y agentes sociales, la unidad y la paz social, el diálogo entre religiones. 2. Acompañamiento, ayuda y atención específica merecerá toda persona cuya vida se encuentre en situación de ruptura, fracaso, sinsentido o cualquier tipo de extravío. 3. Asimismo, la participación, promoción de acciones encaminadas al trabajo por la paz y al apoyo y salvación de personas, grupos y colectivos perseguidos en razón de su condición, raza, religión o cualquier otro motivo por el que puedan sufrir la injusta saña de parte de semejantes que violan su dignidad. Como Fundación de naturaleza católica, la situación de los cristianos perseguidosserá también un foco específico de atención. 4. La Fundación pretende ser cauce de medios, espirituales y materiales, para colaborar al máximo en estas tareas, con las instituciones que a ello se dediquen: centros educativos, asociaciones, fundaciones, instituciones públicas… 5. Pretende asimismo ser una ayuda en el cultivo de realidades que contribuyen a la paz, la reconciliación y la unidad, como son el cultivo del área física, deportiva y el contacto con la naturaleza, dando un especial relieve a la formación y la educación del tiempo libre, el ocio y todo el aspecto lúdico de la existencia, integrando todo ello en la necesaria dimensión espiritual que los vertebra. 6. Ayuda al fomento de la inquietud cultural e intelectual, esencial para crear vínculos de unidad, vinculada con la experiencia directa del mundo natural, fruto de la relación de la persona con el medio, integrando todo esto en un nivel espiritual que da coherencia a todo lo anterior. 7. Ayuda a las personas con necesidades, a las marginadas por nuestras sociedades modernas buscando su plena integración. Colaboración con aquellas otras instituciones que persigan este fin. 8. La búsqueda de la comunión y la construcción común habrán de ser también un signo distintivo de la Fundación. De este modo, su carácter cristiano nunca supondrá una barrera sino un lugar desde el que abrirse por completo a toda la experiencia humana. Las actividades propias de la Fundación son las siguientes 1. Promoción de encuentros, espacios de convivencia, destinados a la promoción de los valores básicos que construyen una sociedad, desde los niños hasta los más adultos, dotando de una alternativa integral a las familias de manera que puedan contar con ambientes que les ayuden al desarrollo integral o a la solución de problemas cuando los haya. 2. Creación y desarrollo de programas de mediación y reconciliación en entornos de conflicto, especialmente en la familia, la educación y las relaciones sociales. 3. Creación de espacios de reconciliación: centro de unidad, áreas de comunión con la naturaleza y las personas. 4. Creación de centros de formación, obras, programas, estudios, cursos, destinados a fomentar los fines propios y a formación de agentes de reconciliación y/o mediadores; los beneficios que pudieran obtenerse habrían de revertir en la propia Fundación o en los fines de la misma, ya sea a través de personas físicas o jurídicas. 5. Favorecimiento del diálogo entre confesiones cristianas y entre distintas religiones. La Fundación puede ofrecer actuaciones en este ámbito tanto a los destinatarios directos de las mismas como a las administraciones públicas, que deben velar por la cohesión social, así como a cualquier otra institución cuyo fin esté relacionado con este ámbito. 6. Ayuda, a través de acciones concretas o programas propios o compartidos con otras entidades, para paliar los efectos de las divisiones, el terrorismo, las guerras y las segregaciones, prevenir conflictos, socorrer a personas perseguidas, esclavizadas o vejadas en su condición. 7. Colaboración con otras instituciones que trabajen en el mismo campo en cualquier parte del mundo donde se requieran estas acciones. Jose Ignacio Rodríguez Grande |