Vosotros sois testigos de estoEl evangelio de hoy es el final del Evangelio según San Lucas. En el Prólogo, Lucas expresa claramente que el propósito de su evangelio es reforzar la fe de aquellos que la han recibido, ya como segunda generación, de los testigos oculares de los hechos.
La Ascensión es una fiesta ligada a la fe, a la misión de la Iglesia, a la inmersión en la vida del Hijo. El ULTREIA del seguimiento de Jesús, saludo de todos los peregrinos, se convierte en este pasaje en SUSEIA y nos hace levantar los ojos al cielo. Allí se reúne de nuevo la Trinidad: el Hijo que ha salido del Padre, vuelve a Él. Pero la Trinidad no deja de ser una continua salida de sí. El Padre nos enviará el Espíritu Santo. Esta promesa la contienen las últimas palabras de Jesús a los discípulos, su bendición al subir al Padre. Cuando descienda el Espíritu Santo, los discípulos se convertirán en apóstoles. Los Hechos de los apóstoles, cuyo Prólogo alude al Prólogo del evangelio de Lucas, cuenta la misión que brota del testimonio (ya no de la fe), después de que los discípulos hayan sido bautizados por el Espíritu Santo. Las últimas palabras de Jesús son de envío para la misión: predicar a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados. El final del evangelio de Lucas es pues una apertura. En lugar de conclusión (concludere – cerrar) es un overture del tiempo del Espíritu que empezará en Pentecostés, que es nuestro tiempo de hoy. ¡ULTREIA et SUSEIA, peregrinos de la fe! Preparémonos a acoger el Espíritu Santo para unirnos con renovadas fuerzas a la misión de la Iglesia. “Por qué no vamos a esforzarnos sobre la tierra de modo que gracias a la fe, esperanza y caridad, con las que nos unimos con Él, descansemos ya con Él en los cielos? Mientras Él está allí, sigue estando con nosotros y nosotros mientras estamos aquí podemos estar ya con Él”. (S. Agustín) "Vendremos a él y haremos morada en él"El evangelio de este domingo forma parte de la respuesta que Jesús da a Judas, no el Iscariote, ante esta pregunta: “«Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?». Jesús retoma su discurso sobre la vida que Él ha recibido del Padre, la comunión que hay entre el Padre y Él, insiste que las palabras que Él dice son palabras del Padre, que el mensaje que Él da a los suyos, es el mensaje del Padre, por ello si guardamos las palabras de Jesús entonces también, guardamos las palabras de su Padre y no solo eso, sino que estas palabras permiten que en el interior haya una casa para Dios, “Vendremos a él y haremos morada en él” Pero parece ser que este fragmento no responde a la pregunta de este discípulo «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?» Nuestro Padre San Agustín explica así, la respuesta de Jesús a su discípulo: “Respondió Jesús y le dijo: Si alguien me quiere, guardará mi palabra y mi Padre le querrá y vendremos a él y haremos morada en él. Quien no me quiere, no guarda mis palabras. He ahí que se ha expuesto la causa de por qué va a revelarse a los suyos y no a los extraños; la causa es ésta: que aquéllos le quieren, éstos no le quieren. Quienes le quieren, porque le quieren son elegidos; quienes, en cambio, no le quieren, aunque hablen en las lenguas de los hombres y de los ángeles, vienen a ser sonante objeto de bronce y címbalo tintineante y, aunque tuvieren profecía y conozcan todos los misterios y todo el saber y tuvieren toda la fe hasta el punto de que trasladen montes, son nada; y aunque distribuyeren toda su hacienda y entregaren su cuerpo para arder ellos, de nada les aprovecha.” Este es el amor que reina en el corazón de los que le aman, un amor que genera un espacio para ser habitado por Dios.” Vendremos a Él y haremos morada en Él” Este amor del hombre a Dios y el amor de Dios al hombre se funde en una comunión misteriosa que produce paz incluso en la tribulación. Así le habló Jesús a sus íntimos amigos “Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado.” ¿Y a nosotros que nos ha dejado? A nosotros nos ha dejado lo que a ellos, nos ha dejado al Consolador, el Paráclito, el Espíritu Santo, enviado por el Padre en su nombre, para que nos lo enseñe todo y nos vaya recordando todas las palabras que, porque le amamos, guardamos en nuestro interior. ¿Te sucede esto, tienes experiencia de cómo sus palabras han ardido en tu corazón y le has amado? Pues entonces se ha cumplido la promesa que el Señor nos ha hecho: “Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.” ¿Crees que Él es el dador de vida, crees que Él habita en ti y tu en Él, crees que este es el camino de comunión que el Hijo quiere que vivamos con su Padre? Entonces vendrá a ti el Consolador, entonces vendrá en tu ayuda el Paráclito y hará morada en Ti para siempre. Esta es nuestra fe, juntos podremos ser una gran casa de Dios para otros, una gran morada en donde podamos acoger muchas vidas que necesiten al Consolar, al Espíritu del Padre que se ha donado en la vida de su Hijo para que el mundo crea. "Que os améis unos a otros como yo os he amado"El breve texto del Evangelio de Juan de este domingo nos hace dirigir los ojos hacia el interior de la comunidad cristiana para preguntarnos por dos cuestiones que son clave: su identidad y su estilo de vida. Todo parece girar en torno a estas dos preguntas. La primera: ¿Quiénes somos los cristianos y en qué nos distinguimos de los demás hombres? Y la segunda: ¿Cuál es el estilo de vida de nuestra comunidad y cómo vivimos nuestras relaciones?
Ambas preguntas están íntimamente relacionadas, ya que nuestra vida comunitaria se encuentra insertada en la gran comunidad humana, por tanto, la segunda pregunta es sólo una forma concreta de responder a la primera. ¿En qué radica la originalidad del cristianismo y cuál debe de ser la verdadera identidad del cristiano dentro del gran elenco de religiones, culturas e ideologías que existen? Ya conocemos la respuesta de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.» El mandamiento del amor constituye en realidad la esencia de la antigua Ley y era conocido y practicado desde antiguo. Sin embargo, Jesús lo llama ahora «nuevo». ¿Por qué? ¿Dónde está su novedad? Con la muerte y resurrección de Cristo se ha inaugurado una nueva etapa de la humanidad: el reencuentro de todos los hombres en el amor de Cristo. Caen las barreras de la raza y las diferencias sociales; caen los ritos cultuales antiguos; cae el templo y su sacerdocio. En su lugar se inaugura el único culto del Amor: Dios manifiesta totalmente su amor a los hombres y éstos también lo manifiestan en el servicio a sus hermanos. Jesús no habla del amor así, sin más. Habla de «amar como yo os he amado», es decir, amar hasta el extremo, hasta la muerte por el otro. Que los hombres se amen no es una novedad. Pero que se consagre toda la vida al servicio exclusivo de la comunidad hasta la muerte de uno mismo, sigue siendo tal novedad que, para Jesús, es el único rasgo definitivo por el cual se puede reconocer a un discípulo como discípulo verdaderamente suyo. Y eso es novedad, porque no se reconoce a alguien como cristiano por el nacimiento en una familia cristiana o por el bautismo, por la misa o por recitar el credo, por un acto piadoso o por el conocimiento de la ley de las normas eclesiásticas. Sólo por el Amor. Recordemos que, en la Biblia, y particularmente en el Evangelio de Juan, la palabra «amor» tiene un significado muy especial: es la propia vida de Dios en cuanto que se manifiesta a los hombres. No nace de la pura simpatía o de las buenas relaciones. Y por eso, es más fuerte que la antipatía o que las malas relaciones. No es sólo amar al prójimo, al que está cerca de nosotros, sino que es hacerse prójimo del otro, entrar en comunión con cada hombre y sólo porque es hombre, sin tener en cuenta otras formas de catalogar totalmente circunstanciales como son el color, la raza, el dinero o la posición social. Y Jesús concibe el amor como un servicio a la comunidad, un hacerse servidores de los hombres. Él que se hizo servidor dando su vida en la cruz. Es ésa la actitud fundamental de Jesús y de sus discípulos; y por tanto son los pasos por los que debemos seguir caminando toda comunidad cristiana en medio del mundo. Lo que para la mentalidad común era un signo de vergüenza -servir a otro-, para el cristiano es signo de libertad y de «prestigio». No hay mayor gloria que hacerse servidor, porque se ama, porque se elige el camino que nos transforma en verdaderas personas, y que hace que también que el otro se sienta persona. Es el amor lo que engendra a la comunidad y lo que la alimenta. El amor manifiesta día a día la presencia de Dios en el mundo; por eso, una comunidad servicial es el templo viviente de Dios; es su casa y su morada. Y desde ese amor, tan divino como humano, tan espiritual como concreto, tan interior como sensible, deben leerse los demás signos cristianos. Ni la cruz ni la eucaristía tienen sentido si no son expresión de este amor. Y una Iglesia sin amor es simplemente un cuerpo muerto, sin vida. El domingo pasado hablábamos de interiorizar nuestra relación con Jesucristo. Hoy podemos ver que sólo el amor produce esa interiorización. El amor constituye la verdadera ideología del cristianismo, el punto de vista desde donde todo puede tener valor o puede no servir para nada. El amor tiene que encontrar formas concretas en la misma vida y organización de la comunidad. Y cada comunidad debe encontrar ese estilo peculiar que le confiere su identidad en medio del mundo que le toca vivir. Santa Teresita, en su sencillez y confianza de niña, afirma en sus escritos recogidos en el libro “Historia de un Alma”: “Yo sé, Señor, que tú no mandas nada imposible. Tú conoces mejor que yo mi debilidad, mi imperfección. Tú sabes bien que yo nunca podré amar a mis hermanas como tú las amas, si tú mismo, Jesús mío, no las amaras también en mí. Y porque querías concederme esta gracia, por eso diste un mandamiento nuevo… ¡Y cómo amo este mandamiento, pues me da la certeza de que tu voluntad es amar tú en mí a todos los que me mandas amar…! Con la mirada y la confianza puesta en Dios, pidamos juntas al Señor hermanas, que nos ayude cada día a vivir y amar como Él nos ama. Juan 10, 27-30 Comentado por una hermana El Buen Pator. Siglo III d.C. Autor desconocido. Arte paleocristiano "Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen”El pasaje evangélico de hoy, que nos narra el capítulo 10 del Evangelio de San Juan, nos sitúa en la segunda parte del discurso conocido como del Buen Pastor.
La ocasión para pronunciarlo parece ser la fiesta de la de dedicación del Templo de Jerusalén. Era invierno, Jesús estaba paseando en el Templo, por el pórtico de Salomón. De repente los jefes judíos que estaban allí le abordan y, rodeándole, le preguntan con insistencia: “si tú eres el Mesías, dínoslo francamente”. Aquí comienza el texto de la Palabra que hoy contemplamos. La respuesta de Jesús responde a la incredulidad de los maestros judíos con el testimonio de la verdad: “mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10, 27). Nos deja un testimonio vivo de su divinidad. Él es el Pastor, el Pastor es el Rey, es el Mesías. Nos encontramos al inicio con una declaración de pertenencia: Mis ovejas. El Mesías que profetizaron los profetas, el Pastor al que hacen referencia los textos de Ezequiel: “Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré” (Ez 34). A Él pertenecemos. Esta es la verdad más profunda, nuestra identidad más auténtica: ser de Dios, por el bautismo fuimos “incorporados a Él” (Rom 6,5). “Somos suyos” (Sal 100,3), estamos en sus manos, hemos nacido de Él y a Él volvemos peregrinando en la vida, caminando este Santo Viaje de retorno al Padre. La Palabra de hoy nos deja dos huellas importantes: Identidad y Misión. Identidad porque partimos de esta certeza que nos transfigura la vida: somos del Señor. El Buen Pastor nos conoce. “Conocimiento y pertenencia están entrelazados. El pastor conoce a las ovejas porque estas le pertenecen, y ellas lo conocen precisamente porque son suyas. Conocer y pertenecer son básicamente lo mismo*.” Conocer el sentido, la razón de por qué estoy aquí, me hace vivir de otro modo, reconocer mi origen me conecta a la raíz más profunda de mi ser, me hace descubrir que soy hija, que hay un amor de Padre que me precede y me sostiene. Es una pertenencia que me hace libre, no me quita nada, me lo da todo. “Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre.” (Jn 10, 29) Jesús es el verdadero Pastor un pastor que conoce en la intimidad a cada una de sus ovejas, que se entrega por cada una de ellas, que busca la plena comunión con ellas. Jesucristo es el buen Pastor no por autoridad humana sino porque cumple en plenitud la voluntad del Padre, pues es uno con Él. Misión. Si nos fijamos en estos tres verbos del texto evangélico: Escuchar, conocer, seguir, conforman mi identidad de hijo/a, son las características propias del discípulo, tres acciones que no nos pasan desapercibidas y que las identificamos como de gran importancia para la misión. Un discípulo escucha su Palabra. Necesitamos estar atentos diariamente para recoger esa “alfombra de palabras” que el Señor nos regala cada día. Su Palabra me hace caminar con confianza, con certeza, con humildad, suplicándole al Señor: “déjame escuchar tu voz” (Ct 2, 14). La escucha requiere siempre de algo tan sagrado como es el silencio. “Es necesario acercarse a este centro y corazón de la revelación con la discreción de quien escucha el Silencio para dejar hablar a la Palabra*.” Solo en el silencio interior resuena la vida de su fuente, de su Palabra. Acallar otras voces, como nos lo recuerdan continuamente los Padres del desierto, se hace imprescindible para llenar nuestro vacío de Su Voz y así, disponernos para ponernos en camino, siguiendo su cayado. En la Primera lectura los discípulos Pablo y Bernabé son testigos de estas tres palabras. Leemos que la gente “escuchaba” su predicación, los que los escuchaban creían, “conocían” a Jesús y muchos, dejándolo todo le “seguían” uniéndose a ellos. La Iglesia es el rebaño del Señor, es el pueblo que Él guía, que camina hacia la promesa: “yo les doy la vida eterna y nadie los arrebatará de mi mano”. (Jn 10, 28) Es necesario salir de nosotros mismos, dar la palabra recibida, sanadora, reconciliadora, de Jesús. Es una llamada a salir a la intemperie humana, a dar una palabra de aliento. Basta mirar a Cristo, vivir con la Iglesia. Esto hicieron Pablo, Bernabé, y los demás discípulos que caminaron dejándonos un testigo, un ejemplo de vida en Jesús. Así lo hicieron también los que nos precedieron, los que aparecen en el texto del apocalipsis que hoy hemos leído: “vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas pueblos y lenguas de pie, delante del trono y delante del Cordero.” (Ap 7, 9) Cristo, Cordero manso, que da su vida para conducirnos a Dios Padre. Que el Espíritu Santo abra nuestro entendimiento para escuchar la Palabra como los iniciados, y como los discípulos en Pentecostés salgamos al encuentro de tanta gente que recorre este Santo Viaje en comunión con toda la Iglesia, con María, Nuestra Madre.
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TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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