"El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido" Esta semana terminamos de leer el “discurso de las parábolas” de Jesús, que aparecen en el Evangelio de San Mateo (Mt 13). El evangelio de hoy contiene tres parábolas, tres historias de sabiduría que dan una idea de la naturaleza del reino de los cielos. Las dos primeras se prestan a esta particular reflexión. Las metáforas del tesoro en el campo y la perla de gran precio apuntan al valor inestimable del reino de Dios. ¿Quién no estaría dispuesto a renunciar a todo lo demás para alcanzar el tesoro o la perla? Incluso leyendo las parábolas literalmente, sabemos que se trata de situaciones complicadas. ¿Cómo supo la persona que el tesoro o la perla estaban allí en primer lugar? ¿Y si esa persona no tuviera los recursos suficientes para realizar la venta? En otras palabras, necesitamos atención para descubrir los tesoros, perspicacia para darnos cuenta de que valen todo lo que podamos poseer y más, y suficiente arrojo, coraje para hacer los cambios necesarios, para obtener lo que deseamos. ¿Cómo estamos en este sentido? ¿Consideramos que el reino de Dios vale la pena el esfuerzo? ¿Qué es este Reino de los Cielos por el cual deberíamos estar dispuestos a renunciar a todo lo demás? Podemos decir que el reino de los cielos es una forma de vivir la vida aquí y ahora, y no simplemente un estado del ser que se desarrollará después de la muerte. Por lo tanto, el Reino de los Cielos es una vida de compromiso fiel; es una vida de integridad, de confianza en Dios y de servicio a los demás. Os invito ahora a detenernos en cada parábola y ver que enseñanza encierra cada una: 1º La parábola del tesoro escondido (Mt 13,44). ¿Por qué el Reino es como un tesoro escondido? El valor de un tesoro lo comprende quien lo encuentra. En la Escritura se dice que quien encuentra un amigo encuentra un tesoro. “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo…”. A esto asemeja Jesús el Reino de los cielos. A un “encuentro” lleno de sorpresa en la vida. Es un don inesperado, que se nos muestra sin haberlo buscado. En el evangelio nos dice Jesús, que aquel agricultor que lo encuentra en el campo, “Lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra aquel campo”. “Vender todo lo que tiene” nos recuerda a los primeros apóstoles que al encontrarse con Jesús, “Dejándolo todo lo siguieron” (Mt 4, 20-22). ¿Cuál es la palabra clave para entender esta parábola? La ALEGRÍA. “Por la alegría” que le da al encontrarlo, vende todo. Es la alegría de encontrar el tesoro del Reino de los cielos lo que hace que todo lo demás, los bienes, no tenga valor con tal de alcanzarlo y tenerlo. Es la “alegría” del encuentro con Jesús lo que hace a los apóstoles dejar todo: barca, familia y casa, para irse con Jesús...Y ahora cabe hacernos otra pregunta: una vez descubierto este tesoro que es Dios mismo, ¿qué hace el hombre que lo encuentra? Jesús mismo nos responde cuando dice que el hombre que lo encuentra vende todo lo que posee para su adquisición. Nuestro encuentro con Dios exige que le confiemos todo lo que tenemos e incluso todo lo que somos. Ante este encuentro no caben negociaciones ni regateos; hemos de venderlo todo, como el personaje de la primera parábola, para adquirir el campo donde hemos encontrado el tesoro. 2º La parábola de la perla encontrada (Mt 13, 45-46). En esta parábola lo novedoso es que este comerciante sí andaba buscando perlas y “al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”. Jesús aquí, nos quiere insistir sobre otro aspecto importante, la necesidad de buscar a Dios con perseverancia. Es una “búsqueda” que queda superada cuando, por sorpresa, encuentra algo superior a lo que buscaba. Es de tan “gran valor” aquello que ha encontrado que “vende todo lo que tiene”. Y el comerciante da, entonces, un cambio a su vida. Es capaz de empeñar todos sus bienes, con tal de alcanzar la “perla de gran valor” que ha encontrado. Este encuentro exige una gran decisión en la vida, dejarlo todo para alcanzar aquella perla de gran valor. Así es el encuentro con Jesús y el Reino de los cielos: quien lo busca y lo encuentra empeña su vida ante aquel gran tesoro que ha encontrado y adquiere, por GRACIA, una fortuna mayor. Lo explica muy bien San Pablo cuando describe su encuentro con Jesús: “Por Cristo he sacrificado todas las cosas y todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo” (Fil 3,8) 3º La parábola de la red (Mt 13, 47-50). “El reino de los cielos se parece también a una red que echan al mar…”. De la misma manera que la cizaña crece junto al trigo (como veíamos la semana pasada) aquí se pescan peces buenos y malos, y cuando la red es llevada a tierra los buenos son recogidos en los cestos y los otros son tirados afuera. Esa es la práctica común de los pescadores. Pero la frase clave de la parábola viene ahora: “Lo mismo sucederá al final de los tiempos…”. Esta práctica de distinguir los hombres buenos de los malos no nos corresponde a nosotros, sino a Dios. Es el Padre quien hará el juicio de amor sobre todos, dependiendo del trato que hayamos dado a los más pequeños (Mt 25,31-46). Sólo Él lo hará. Él separará el trigo de la cizaña y los malos de los buenos. Porque puede pasarnos, tal como decía nuestro padre (San Agustín): “En el último día muchos que se creían dentro se encontrarán fuera, mientras que muchos que se creían estar fuera se encontrarán dentro” Conclusión (Mt 13, 51-52). El final de este discurso de Jesús termina con una pregunta: “¿Entendéis bien todo esto?”. En las palabras y la vida de Jesús se conjuga de manera admirable “Lo nuevo y lo antiguo”, nada de la sabiduría de Dios se pierde. A través de su enseñanza y de su vida aparece la novedad del Reino de los cielos, fundada en la eterna alianza del amor de Dios (“lo antiguo”), que se muestra plenamente en su Hijo (“lo nuevo”). Y lo hace de manera sencilla, con las palabras de la gente humilde: la siembra, las semillas, la levadura, la siega, la pesca… Todo nuevo y todo anclado en el corazón del Padre, eterna fidelidad. “Como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo”. “En Cristo se encierran todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios” (Col 2,3). Lecturas
1 Re 3, 5.7-12 Rom 8, 28-30 Mt 13, 44-52 ¿A qué se le parece el Reino de Dios? En el Evangelio de este domingo Jesús habla de nuevo en parábolas para explicar algo importante a sus oyentes. Porque como nos recordaba el texto del Domingo pasado no basta con escuchar la Palabra, es necesario entenderla. Por eso Jesús habla a los sencillos y humildes en parábolas, con imágenes y situaciones de la vida cotidiana, con ejemplos conocidos. Así el Padre concede a los sencillos esa sabiduría íntima que se requiere para entender la Palabra. El anuncio del Reino es el centro del mensaje del Señor y hoy nos encontramos a Jesús respondiendo con tres parábolas a una pregunta fundamental: ¿A qué se le parece el Reino de Dios? En ellas encontramos tres claves, se parece: - al proceso de crecimiento del trigo junto a la cizaña. - a un grano de mostaza que se hace árbol frondoso. - a la levadura escondida en la harina que se transforma en pan. Las tres narraciones tienen semejanzas. Vemos en ellas algo pequeño que toma fuerza, se transforma y alegra a quien recibe sus frutos. Es también una lección de paciencia, de la espera confiada de un fruto. Por otro lado ¿no es asombroso que todo un Reino se compare a algo tan pequeño en las tres parábolas? ¿Cómo es posible esperar algo tan grande, tan soberano, de algo tan simbólico? Podríamos quedarnos ya solo con esto para meditar, para quedarnos en el estupor, en el asombro. El mismo asombro que produce ver germinar algo tan pequeño como una semilla y crecer hasta granar o hacerse árbol, el mismo estupor que nos produce ver como la levadura hace crecer la masa y la transforma en rico pan. Estos relatos nos hablan de la creación, porque hay una conexión profunda en ellos con la naturaleza: la tierra, el agua, el aire, el sol colaboran en el crecimiento, la mano humana que mete la levadura en la harina y la amasa y después la hornea al fuego. El Reino está en la creación, porque Dios todo lo hizo bueno y no se desdice de lo creado sino que lo lleva a plenitud, como dice San Pablo: "la creación expectante aguarda la manifestación gloriosa de nuestro Salvador". Parte de la creación colabora para que la transformación de los elementos sea posible. Esta colaboración junto a la renuncia que ello supone para la semilla, el grano de mostaza y la levadura, la vemos claramente en las tres parábolas: - La cizaña tiene que crecer junto al trigo y éste soportar su presencia junto a él, con paciencia. Como dice S. Agustín: «muchos primero son cizaña y luego se convierten en trigo». Y añade: «Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio». - La mostaza no se debe quedar en su máxima pequeñez, inútil a los ojos de muchos observadores. - La levadura tiene que perderse en la masa para transformarla en algo bello y bueno. Si pudieran hablar los elementos descritos y la semilla del trigo dijera: "no, yo no soporto más la presencia de esta cizaña fanfarrona, arrogante e impostora que aparenta ser como yo y no lo es"; o el pequeño grano de mostaza se dijera: "¿para qué se empeña el sembrador en usarme como semilla si yo no tengo cuerpo ni para convertirme en guisante?"; o por otro lado la levadura se negara a entrar en la harina para no perder su identidad y su apariencia... No sería posible contemplar este milagro posterior del trigo, del pan, del cobijo del árbol. De ahí entendemos la importancia de nuestra pequeña colaboración con la gracia, para que sea posible, como en estos procesos naturales, un mundo nuevo. Ahí también observamos estas similitudes con el Reino de Dios:
Así es el Reino, algo casi invisible, que transforma, da vida, contagia con alegría a otros cuando se comparte y nos conduce a una felicidad impensable. Hoy, con el libro de la sabiduría podemos decir: qué grande eres, Señor, «fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo… porque tu fuerza es el principio de la justicia y tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con todos». Y el Salmo 85 lo confirma: «Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» ¿A qué se le parece el Reino de Dios? A esa mano sabia y bondadosa del Padre que toma de lo suyo y lo coloca en el lugar y el tiempo oportuno para hacerlo germinar, crecer y fructificar, e ir construyendo así la Ciudad de Dios aquí, ya en esta tierra, donde es posible partir y compartir el pan con los hermanos de todas las naciones y razas, bajo una sombra excelente como es la Iglesia. Lecturas:
Sab 12, 13. 16-19 Rom 8, 26-27 Mt 13, 24-43 Jesús se sienta cada día en nuestra orilla, en la pobre y quebradiza barquichuela que es nuestro corazón y allí se detiene con calma para enseñarnos los misterios del Reino. La barrera que nos separa hoy del Jesús de Galilea ha caído pues Aquél que murió y resucitó está ahora sentado a la derecha del Padre y a la vez vive en el interior de cada ser humano. Por esta razón puede hablarnos desde dentro todos los días de nuestra vida porque ya no nos separa de Él ni el espacio ni el tiempo. Lo experimentamos, es cierto, de un modo velado pero no menos verdadero y vivificante. Jesús utilizaba parábolas para ayudar a su pueblo a entender el mensaje que el Padre le pide anunciar. Por medio de este género literario se facilitaba la interpretación, el sentido de lo que se quería revelar. El Señor hablaba de mil modos y maneras para hacerse comprensible a sus hermanos. Pero hay una actitud esencial e indispensable por parte del receptor para que esto sea posible: querer entender. Es la acogida de su Palabra lo que hace que sea eficaz y que “como rocío que empapa la tierra no vuelva a Él vacía sino cumpliendo su encargo”. Quienes siguen a Jesús como ocurre en el caso de los discípulos “entran más dentro en la espesura” diría San Juan de la Cruz. Es su corazón limpio, abierto, sin prejuicios lo que hace decir al Maestro: “A vosotros se os dado a conocer los misterios del Reino”. El pasaje de este domingo bien podría ser una “autobiografía” de Jesús no constreñida a una anécdota del pasado sino que habla e interpela en el hoy de nuestras vidas. El Sembrador con mayúsculas, en todo instante va esparciendo las semillas que el Padre le ha confiado. Pacientemente sale todos los días y derrama su gracia, su Espíritu, su Palabra… sin dejar jamás de salir a sembrar. Pero si el paso evangélico es una autobiografía de Jesús también los ejemplos que ilustran la parábola son espejo de lo que podemos vivir en nuestra realidad espiritual según el momento interior que estemos atravesando. Es importante situarnos y reconocernos para poder reorientar, si es necesario, nuestro modo de vivir en Él y desde su Evangelio. Posiblemente el deseo incesante y la súplica continua de ser tierra buena sean lo único que pueda humedecer nuestro corazón de piedra. Las lágrimas que brotan de la impotencia y del arrepentimiento volverán nuestra tierra porosa y mullida para que las semillas de Dios puedan germinar en ella. ¿Pero cómo ser tierra buena? Creo que únicamente por la fuerza de la gracia. Como tantas veces nos sucede constatamos que sin ella nada podemos. Sin embargo, no se nos exime de nuestra humilde colaboración. Con nuestra apertura atenta y sincera, fomentando la intimidad con Él, dejándonos sembrar… podrá nuestro barro ser transformado en tierra virgen, fértil, apta para dar el treinta, el cincuenta, el ciento… de la cosecha. La medida que Él quiera. Lecturas:
Is 55, 10-11 Rom 8, 18-23 Mt 13, 1-23 ¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra!En este domingo XIV del Tiempo Ordinario, el profeta Zacarías nos anuncia un Mesías cuya fuerza para traer la paz a las naciones será la humildad. A la luz de la Palabra contemplamos un Mesías, Rey y Dios, alabado por el salmista, reconocido como clemente y misericordioso, que cuida de todas sus criaturas y se fija especialmente en los débiles. Es el Dios que da vida, como confiesa San Pablo, cuyo Espíritu habita en nosotros, y nos guiará a la plenitud de la vida en Él. Es el mismo Dios al que se dirige Jesús en el evangelio de hoy en una oración de gratitud, por haberse revelado precisamente a los pequeños y humildes de la tierra. Los sabios y entendidos en este mundo, los orgullosos que son incapaces de reconocer la revelación de Dios en la Encarnación, en su abajamiento, en su kénosis, no podrán entender ni ser quienes preparan lugar de acogida para este visitante. Ese huésped que llega de forma inesperada para habitar en nuestra casa, que en los domingos anteriores se nos ha presentado como aquel que trae promesas de vida, bendición y abundancia, y que las reciben aquellos que le abren la puerta y reconocen su presencia en la sencillez del que va de camino, del que está necesitado de pan, descanso, cobijo. Jesús nos habla en el evangelio de gratitud y de gratuidad, a través de la oración que dirige al Padre, dos actitudes en la reciprocidad de dar y de recibir, de ser comunión. Una única acción de amar y ser amado, de servir y ser servido, de expresar la más profunda identidad del ser humano, creado a imagen De Dios Trinidad. Doble movimiento de una única llamada a vivir en relación con el otro, a entablar un lazo de comunión con el hermano y con Dios, que nace de la filiación divina y de la fraternidad humana, de ser enviado y de ser acogido. Entregar, conocer y revelar son los verbos que se manifiestan en la relación del Padre y el Hijo, en una cadena ininterrumpida de amor, de la que somos objeto mientras vamos de camino, convirtiéndonos en templos, portadores y testigos del Espíritu Santo. El yugo, por una lado, es signo de esclavitud, que obliga a caminar juntos con una misma intención. Es usado como instrumento para concentrar varias fuerzas en un mismo sentido y dirección, con el fin de llevar a cabo un determinado trabajo con mayor eficacia. Por otro lado, atribuido a Jesús en el pasaje de hoy, el yugo ligero que nos ofrece es la invitación a compartir la pasión con Él, a llevar su cruz, a asociar los sufrimientos personales a los de Él, sin posible separación, a vivir su misma vida. Es signo, por tanto, de intimidad con Dios. Es una cualidad específica de los santos, que identifican su voluntad con la de Él. No se puede entrar en comunión con Dios sin identificarse con Jesús. No se puede ser santo sin vivir en su voluntad. No se puede responder a esta llamada sin reconocer que el camino hacia la santidad pasa por la humildad y la mansedumbre. No se puede aprender de Él sin llevar su yugo, sin experimentar la ligereza de su carga, que solo Él es capaz de transformar agobios y cansancios en alivio y descanso. La Palabra de hoy, en su simplicidad, es una llamada a vivir en esta comunión plena con Dios, que nos hace abrazar su voluntad, como Jesús lo hizo con el Padre, es estar ligados para siempre a Él y a los hermanos, a través de este vínculo irrompible del amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu, con una unción irrevocable. Lecturas:
Zac 9, 9-10 Rom 8, 9. 11-13 Mt 11, 25-30 A Pastoral Visit . Richard Norris Brooke (1881) El Evangelio de este domingo XIII del Tiempo Ordinario está compuesto por un conjunto de dichos de Jesús que tienen como denominador común la llamada a la primacía de Cristo en nuestra vida, la aceptación de su señorío como condición de una verdadera vida cristiana. El encuentro con Cristo supone entrar en una nueva relación existencial con la realidad al convertirse Cristo en la medida de todo. No debemos entender las palabas de Cristo como una exigencia Suya hacia nosotros cuanto un criterio de discernimiento de la autenticidad de nuestro vínculo con Él, de nuestro verdadero encuentro con Él, porque quien se acerca a Cristo se acerca al fuego y el que se acerca al fuego, arde. Queda traspasado desde lo íntimo por la vida en Cristo, vive una Pascua. Así, cuando uno entra en el misterio de Cristo, toda relación y toda dimensión de la existencia queda referida en Él y hacia Él: la paternidad, la filiación, la fraternidad, la esponsalidad, la projimidad, el sufrimiento, el trabajo, el juicio o discernimiento sobre los otros… Es lo que Pablo dirá en la carta a los Romanos: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él. Vivos para Dios en Cristo Jesús” (cf. Rm 6,8-11). Esta primacía del Señor se expresa en lo concreto de la vida cotidiana, no olvidemos que los dos primeros y únicos mandamientos son: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo” (cf. Mt 22, 37-39). Por lo tanto, esta relación troncal y fundante con Cristo no nos distancia de lo real ni de lo concreto de nuestras circunstancias, al concreto, es lo que lo ilumina, lo que cambia nuestro modo de mirar al otro, de cuidarle, acogerle y amarle reconociendo en cada uno el Rostro del Amado y esto especialmente en los más humildes, los pequeños, los niños de los que es el Reino porque este es el lugar que Cristo ha elegido en la historia, el lugar del mendigo: “El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa” (Mt 10,42). Os dejo unas palabras de Don Luigi Giussani que iluminan genialmente esta verdad evangélica: «Cristo se ha metido en mi vida, mi vida se ha metido en Cristo, justamente para que yo aprendiese a comprender que Él es el punto neurálgico de todo, de toda mi vida. Cristo es la vida de mi vida. En Él se resume todo lo que yo quisiera, todo lo que busco, todo lo que sacrifico, todo lo que se desarrolla en mí por amor a las personas que me ha puesto al lado». Lecturas:
2 Reyes 4, 8-11. 14-16a Rom 6, 3-4, 8-11 Mt 10, 37-42 |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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