Hermanas, comparto con vosotras una meditación muy personal para éste precioso Domingo, día de la Sagrada Familia. Quizás me alargue porque aún no puedo evitar seguir estando inmersa en el eco del Misterio que nos está acompañando este tiempo y que aún permea sin querer marcharse. Hay una imagen que me ha acompañado durante esta Navidad y que comparto con vosotras intentando describirla porque me habla de lo que debieron vivir José, María y el Niño, como familia, en el comienzo de la Encarnación. Me parece que esta pintura puede ayudar a esclarecer los sentimientos ofrecidos y experimentados por los tres. José reposa su mano como en un abrazo sobre la cabeza de María a la vez que contempla al Niño con una ternura indecible y lo arropa con el manto de la Madre. María se deja abrazar por José y mira a su Hijo en actitud contemplativa como recordando todo el Misterio ocurrido, como queriendo desentrañar tanta gracia donada del Cielo. Envuelve al Niño en sus brazos, pero lo guarda, sobre todo en la entraña más íntima de su corazón. Allí donde anida el amor más tierno y hondo que pueda existir. Y los dos, Madre e Hijo se dejan querer así, arropados por esta atmósfera tan humana y divina a la vez. Jesús, muy, muy pequeño, dormido, no sabe nada de nada de lo que ha acontecido con su Nacimiento. Sencillamente se deja querer por sus padres como cualquier recién nacido. Una luz límpida nacida de Ellos se expande invadiéndolo todo. Creo que Belén fue la primera escuela en la que podemos aprender a amarnos unos a otros. Por eso he traído a colación esta imagen aunque parezca el día de Navidad. En Belén se nos enseña a abrazar con infinita ternura el misterio y don benigno y generoso que Dios nos hace con la existencia de cada hermano. Haciendo también alusión a la carta de Comunión, aprendemos a desentrañar nuestra vida como María, entrando en lo más interior de nuestra intimidad para recordar y comprender los signos de Dios en nuestra vida. Se nos invita a dejarnos amar por Dios y los demás como el pequeño Jesús que en este momento está en manos de sus padres y de todo aquél que desee abrazarlo y amarlo. Quizás sea éste el único modo de amor que posibilitará la erradicación de conflictos, egoísmos y dureza de corazón. Volcadas en el otro u “Otro” con mayúsculas. Ciertamente será el único modo de irradiar la luz evangélica que nos trae el Salvador. Aún oímos cantos de Ángeles regalando la diáfana gloria del Señor a los pastores y trayéndoles anuncios de paz para el que cumple la Voluntad de Dios. Ellos reciben la señal primera por la que reconocerán al Salvador: un Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre. El evangelio de hoy nos sorprende con otra señal. Cumplido el tiempo de la purificación los Padres y el Niño suben al templo de Jerusalén. Deben ofrecer sus dones según pide la Ley a la que están sujetos como cualquier otra pareja judía con su primogénito alumbrado. Como familia pobre que son, llevan dos tórtolas para el sacrificio. Pero,¿no se siguen hermanando lo humano y lo divino en lo que acontece dentro y fuera del Templo? Dos personajes nos reiteran la singularidad de esta Pequeñísima Criatura. Simeón, el que esperó contra toda esperanza y vio con sus ojos al Mesías antes de morir. Cumplida la promesa esperada tras tantos años de paciencia y confianza ya no le importaba dejar este mundo. Y Ana, que supo descubrir al Salvador esperado de los tiempos en brazos de esta Joven y su Esposo. Henchida de alegría sólo podía alabar y contar a los otros lo que había descubierto. De todo y de todos ellos podemos aprender contemplando lo que nos muestran con sus gestos y palabras. Y por último nos adentramos en Nazaret. En la vida cotidiana, en lo ordinario del acontecer. Seguramente mucha fe oscura y silenciosa envolverían las noches de los Padres de este Niño. “Acogiendo antes que comprendiendo” vivirían acompañándose mutuamente en el abandono a la voluntad de Dios y rememorando sus más íntimas experiencias. Verían crecer a su Hijo sintiéndole suyo… y a la vez, con dolor y alegría lo irían dejando marchar poquito a poco al Seno original del que procedía. Lecturas:
Gn 15, 1-6; 21, 1-3 Hb 11, 8. 11-12. 17-19 Lc 1, 26-38 Ya viene el Salvador, dichosos los que esperan en él..Nos encontramos ante el cuarto domingo de Adviento, el domingo mariano por excelencia, en el que el Evangelio propuesto es el relato de la anunciación del Señor. Si Juan nos insistía en la preparación de la llegada del Salvador, ahora María colaborará de modo más profundo. Su misión no será la de indicar dónde está el Hijo de Dios y Salvador de la humanidad, sino nada menos que llevarlo en sus entrañas. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» son las primeras palabras que María escucha del ángel Gabriel. El primer mensaje, pues, es de profunda alegría. La irrupción de Dios en la historia es la mejor noticia que jamás el hombre ha podido soñar. Ella ha sido elegida entre todas las mujeres judías que esperaban ser madre del Mesías. En el plan de salvación de Dios se da un encuentro de deseos; por parte de Dios, elegir madre para su Hijo y por parte de María esperar ser madre del Mesías. María, mujer de grandes deseos, colmado el de ser madre. Contemplando la imagen bellísima de María embarazada con el Espíritu en forma de paloma sobre su cabeza a la que rezamos en Adviento, en nuestra iglesia, admiraba cómo en la anunciación de María se realizó el inicio de Pentecostés, en una mujer sencilla y humilde. “El Espíritu vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” El Espíritu que descendió sobre María es el mismo que aleteó sobre las aguas y ahora por su obra, concibe un hijo, al Hijo de Dios. Esta nueva creación va a requerir el consentimiento de su libertad, que es fruto del Espíritu. María, mujer llena del Espíritu, ofrece al Padre una absoluta disponibilidad, la ofrenda de su cuerpo virginal para que se forme en su seno Jesús. Nuestra vocación marial es que el Hijo se haga carne de nuestra carne por el Espíritu y yo. Dejemos que el Espíritu vaya formando a Cristo en nuestras entrañas, por la meditación de su Palabra y por el servicio a las hermanas. Alabemos y demos gracias a Dios con las palabras del himno del Oficio de lectura de Adviento “A Dios sea la gloria eternamente y al Hijos suyo amado, Jesucristo, el que quiso nacer para nosotros, para darnos su espíritu divino” Lecturas:
2 Sam 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16 Rom 16, 25-27 Lc 1, 26-38 Jose Leonardo – Saint John the Baptist in the Wilderness Los Angeles County Museum of Art (LACMA) Celebramos el III Domingo de adviento también llamado Domingo de “Gaudete” por la antífona con la que se inicia la liturgia eucarística: “Estad alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca” (Flp 4, 4-5). Pablo en la carta a los Filipenses al señalar que “El Señor está cerca” como motivo para justificar su invitación a la alegría se refería a la venida de Cristo en Gloria, que los primeros cristianos pensaban se cumpliría en breve. Poco a poco, en la Iglesia se fue tomando otra conciencia del tiempo, de la historia y de cómo esa venida última debía estar precedida por otra venida intermedia, la venida del Señor a la vida de cada uno de nosotros, como un signo de la paciencia de Dios. La venida del Señor a nuestras vidas en el presente actualiza en misterio de la navidad: Dios pide entrar en nuestra intimidad, pide ser acogido por nosotros para hacerse carne de nuestra carne y así, en cada creyente, se va cumpliendo el misterio de María. María, junto con Juan el Bautista, están presentes hoy en las lecturas que se nos proponen. Podríamos pensar que es María la que proclama la lectura del profeta Isaías (Is 66,1-2ª. 10-11). Os propongo leer esta lectura pensando que es María quien la recita. Ella, ungida por el Espíritu Santo en la anunciación, se convierte en pregonera de la Buena Nueva de la Salvación a todos; por su maternidad se ha hecho portadora del Hijo y donde Ella está, se hace presente el Fruto bendito que brota de su tierra y hará nueva la vida de este mundo. El Magnificat, que es el salmo responsorial, confirma el sabor marial de este domingo. En el Magnificat se ve claramente cómo la alegría de María, su saberse elegida, amada por Dios se cifra justamente en su pequeñez y humildad. El Señor se complace en ella, derrocha sobre ella su Espíritu, la colma de bienes y regalos, como un novio con su esposa, justamente porque es pequeña y humilde, pues Dios, que es misericordia, se complace en el pobre. Esto mismo quiere mostrarnos el testimonio de Juan, el Bautista, en el Evangelio. En él reconocemos la vía de la humildad como el único camino hacia la verdadera alegría. Juan se define a sí mismo en relación con Jesús. Ante la gran pregunta que nos desestabiliza a todos sobre la propia identidad: ¿Tú quién eres? Él no se autoanaliza, no se señala, no se mira, no se crece… Totalmente orientado hacia Cristo, lo señala, lo indica, lo muestra, lo da a conocer y se pierde en esta misión de mostrar al Otro: “No lo soy”. Y, sorprendentemente, esta es su alegría: hacerse pequeño, perderse, para ser realmente mediación: voz de la Palabra, camino hacia el Camino, bautismo de agua que nos anuncia el del Espíritu, amigo del novio que da paso al Novio en persona y así la alegría llega a plenitud: “Porque es necesario que Él crezca y yo mengue” (cf. Jn 3, 30). Seamos Juan los unos para los otros. Reconozcamos al Señor que viene, que está en cada hombre y en cada acontecimiento; vayamos encontrándonos-perdiéndonos en este testimoniar, acoger, dar a conocer al Señor y, así, esta alegría humilde brotará en nuestro corazón. Entonces, hechos pequeños como María, Juan el Bautista, José, los pastores… estaremos preparados para celebrar la Navidad. Lecturas:
Is 61, 1-2. 10-11 1 Ts 5, 16-24 Jn 1, 6-8. 19-28 Predicación de Juan BautistaLas cosas que hiere Jesús quedan, como Él las deja grabadas en nuestra retina, de este modo recordamos a los reacios a recibir a María y José, que quedaron para siempre con las puertas cerradas, dándoles a los dos nazarenos una eterna negativa. Igual que la cueva de Belén la vemos siempre como cielo, el mesón quedará siempre vacío en nuestra memoria. En cambio las cosas que Jesús toca en bien, las eterniza en bien, pues las puntadas que el Señor da en la vida no hay nadie que las deshaga: Y es por eso que miramos a S. Juán, acostumbrado a sentir en su carne las sacudidas de Dios, y ha quedado para siempre en nuestro recuerdo como aquel que saltó de alegría en el seno de su madre ante la presencia del Verbo (Lc 1, 41). También hoy le contemplamos declarando indignidad ante Aquel a quien siente que no merece ni agacharse a desatarle la correa de las sandalias. Nos acercamos a esta figura tan enigmática para aprender de él, que no hay nada más humano que amar por entero y sentir en el cuerpo las llamaradas del amor de Dios. Juan supo entender que el Señor merece el primer amor, y se lo dió. Y así contemplamos en él al hombre que permaneció siempre despierto para el bien y por eso pudo permanecer en pie ante el Hijo del hombre (Lc 21, 34-36). Juán descansó sencillamente en el seguimiento del Verbo, haciendo de la fe su vida, y encontró en Él su estabilidad, su asiento, su asidero. De ahí que pudiese afirmar con tanta rotundidad: ‘Detrás de mí viene uno que es más fuerte que yo’. Juan se supo precedido. El Fuerte le eligió, le escogió primero. Supo bien que podía amar a su Señor únicamente porque Él le amó primero, sólo por eso pudo entregarle las primicias de su vida. El Maestro le ganó previamente para que recibiera sus promesas. Y le hizo grande, grande según Dios, grande hasta afirmar de él: ’ No ha nacido de mujer uno mayor que Juan el Bautista’ (Mt 11,11). Por eso resulta tan provocador que sea precisamente él quien nos enseñe la grandeza de perder la vida ‘inútilmente’. Su vida gastada como una gota de agua derramada en el océano nos conmociona, porque pone en crisis nuestras categorías, desarma nuestros argumentos de lo que es práctico, eficaz, valioso… A muchos les parecerá un desperdicio, como se lo pareció en su día a quienes presenciaron el gesto de María Magdalena, que rompió el vaso de alabastro a los pies del maestro. No entendieron que todo don es pérdida, porque amar verdaderamente a una persona parece un desperdicio de nosotros mismos, de energías, de cuentas, de cálculos, de gustos, de tiempo. Los más, no entienden estos gestos, porque hay grandezas que únicamente las comprenden los sencillos en su interior. Lo grande según Dios, desarma con su verdad toda ilusión humana de grandeza. Y es que, no prometió Jesús aplauso ni éxitos de bulto para sus seguidores. En esta clave hemos de leer toda la vida de Juan, el que un día se definiera a sí mismo como “amigo del Esposo”, que se alegraba con Él y se disponía a cederle el puesto, entregándole por discípulos a los suyos propios. Invitándoles delicadamente para que siguieran a Jesús pues Juan nunca buscó su gloria sino dar testimonio de la verdad. De ahí que lejos de retener consigo a quienes le seguían los encaminaba en pos del Maestro. Esto lo deja entrever en la sentencia: ‘Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo’, donde encontramos otra importantísima enseñanza que, entre hombres cuesta aceptar: Ante la llegada del Maestro Juan sabe que su tiempo está para concluir, ya llega el Fuerte, el que trae el bautismo definitivo. Y así afirma, ahora es menester que Él crezca y yo disminuya (Jn 3, 25). S Juán era tan joven como su primo. Seis meses mayor. Podía aún clamar con poderosa voz en el desierto. Hacía mucho bien entre todos. Le acompañaba la veneración de muchos. ¿Por qué había de menguar? No es fácil entre hombres volver a la sombra, pasar a segundo plano. Muchas formas hay de hacer el bien. La primera y más elemental, y muchas veces la menos sabida,’ es no hacer mal’, no imponer el bien. Debemos aprender a retirarnos. También el ángel de la anunciación supo retirarse cumplida su misión. ¿Tenía mucho que hacer en el cielo? Cosa necesaria puede que ninguna. Pero arriba, sin hacer nada, vivía según Dios. Abajo, empeñado en hacer, estorbaría a Dios. Pues el afán por hacer sentir trabajos y sacrificios hace estéril el apostolado. Aprendamos, pues, que a la hora de partir hacemos mal en no marchar. De ‘poder hacer el bien’, y ‘de hacer algún bien’, a cumplir el querer de Dios, va mucha distancia. Importa ante todo darle gusto a Él. Y si lo damos dejando de hacer el bien, baste eso. Dios se merece el sacrificio del bien. Eso tan obvio se vuelve oscuro cuando tercia el amor propio. Nadie se aviene a no hacer nada. No hacer el bien que podría uno, ¿hay cosa más necia? aun entonces conviene retirarse y dejar sitio.Y Dios proveerá. Nuestro tiempo ha pasado. El beneplácito de Dios según Él, es diferente del que nos interesa que sea. Si el cielo no se confunde, tampoco el que obedece a su voluntad. El bien que dejamos por amor a Dios, podrá o no hacerse. Una cosa es clara, yo no lo debo hacer. No está el misterio en la grandeza de lo que se hace, sino en hacer el bien. Y lo que el Señor reclama es el acto bueno, no el buen término del acto. El Bautista, desde la cárcel, glorificó tanto a Dios como desde el Jordán. Ir más allá del querer divino es no obrar según él, distraerse de Dios, hacer la voluntad propia. En Dios es riqueza consumir a su antojo servidores e inutilizar apóstoles capaces de resolver el mundo. Es hermoso saber no hacer si Él así lo manda. Lecturas:
Is 40, 1-5. 9-11 2 Pd 3, 8-14 Mc 1, 1-8 Queridas hermanas, Iniciamos un nuevo año litúrgico en la iglesia celebrando el primer Domingo de Adviento. Un tiempo de espera y preparación para el nacimiento de Jesús. El tiempo de adviento enfatiza la esperanza en la venida del Salvador, recordando la promesa del Mesías y esperando con alegría su llegada. Es un tiempo de preparación interior, de reflexión y oración, de comunión y conversión, es una oportunidad para renovar nuestra fe. Debemos estar atentas y abrir el corazón, deshacernos de las oscuridades y distracciones que nos envuelven y alejan creando, así, espacio en nuestro interior para poder acoger LA ENCARNACIÓN DE DIOS EN JESUCRISTO. En este tiempo reconocemos que esta esperanza no solo mira hacia atrás, al nacimiento de Jesús, sino que también anticipa su retorno en el futuro, recordándonos la luz de Cristo que siempre brilla en medio de las tinieblas. En este pasaje del Evangelio del primer domingo de adviento (Marcos 13:33-37), Jesús nos habla sobre su segunda venida y la importancia de estar alerta y vigilantes. Nos invita a estar en vela, a vivir una vida de vigilancia y oración, conscientes de la presencia de Dios en nuestras vidas y preparadas para el encuentro con Él. Él compara su llegada con “un dueño de casa que se va de viaje y deja a sus siervos a cargo de su casa, asignándoles a cada uno su tarea, encargando al portero que velara”. En este contexto, Jesús nos exhorta a estar alerta y vigilantes, ya que no sabemos cuándo vendrá. Es una llamada a la alerta espiritual, una invitación a la conciencia constante de la presencia de Dios en nuestras vidas. Un continuo estado de estar atentas a la obra de Dios en nosotras y en el mundo. Una llamada a ser administradores fieles de los dones y responsabilidades que Dios nos ha confiado. La incertidumbre del regreso “pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche o al canto del gallo, o al amanecer”. Jesús utiliza estas referencias temporales para subrayar la imprevisibilidad de su retorno: el atardecer, sugiriendo las etapas finales de la vida; Medianoche, momentos de incertidumbre; al canto del gallo, como inicio del día, puede simbolizar un nuevo comienzo y la renovación; al amanecer, sugiere la llegada de la luz después de la oscuridad de la noche, de nuestras oscuridades. Así, pues, Jesús enfatiza la necesidad de estar siempre preparados, de vivir de manera constante en comunión con Dios, independientemente de la fase de la vida en la que nos encontremos. La llamada es a estar siempre listas y conscientes de la presencia divina en nuestras vidas. Pero esta llamada a estar vigilantes no es exclusiva para unos pocos, sino para todos “lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!”. Es una llamada universal a la atención espiritual, consciente y comprometida, y a la preparación continua para el encuentro con Dios. Lecturas:
Is 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7 1 Co 1, 3-9 Mc 13, 33-37 |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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