En este domingo la Iglesia nos propone las palabras de Isaías: “A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo los atraeré, los alegraré en mi casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”. Así lo canta también el salmo, y en la carta de San Pablo se nos habla también de esta universalidad de la salvación. Es precioso ver cómo ha surgido esta palabra en el corazón de Israel, cómo en un pueblo que tenía conciencia de ser elegido por el Señor, que se sabía particularmente salvado por él, hasta crear una conciencia de nación, en este exclusivismo aparece dentro una voz más grande, aparece la esperanza de una salvación mayor que rompe el esquema previo. En el corazón de Israel se oye ya la voz que espera, que clama, que anuncia que hay un salvador que no lo será solo para nosotros, sino para todo hombre, de todo tiempo y lugar. Esta voz ya estaba nombrando a Jesús, su nombre ya lo pronunciaban los pueblos. Este es el grito en realidad que se oye aún hoy en toda la humanidad. Te espera hoy cada hombre y cada mujer, es el deseo de bien, de salud, de plenitud que anhela cada persona, en particular los que sufren, y que espero también yo. Jesús aparece hoy en el Evangelio como aquel en el que se cumplen las promesas. Las promesas que se hicieron antes, y a otros; y las promesa que se hace hoy a cada hombre, aun a aquellos que no le nombran. Jesús se mueve en este Evangelio en el espacio concreto, desde su tierra y nación hacia un lugar extranjero. Se pone en camino en tierra distante de la suya, ajena a sí mismo, como si fuera una imagen de su propia identidad. Jesús se convierte hoy en una puerta que se abre, la salvación que se esperaba se abre en Él a todos los hombres, Jesús se convierte en una salvación que camina, que recorre los senderos que otros hombres antes que Él han hecho. Y llega hoy convertido en palabra viva, también a mi casa y a la tuya, al camino que yo transito, a la historia particular que vivo. Pero es curioso contemplar en este evangelio cómo pone en acto Jesús la salvación. Dios no nos salva en masa, ni en un sentido genérico. Jesús vino a una tierra concreta y se encuentra con una persona y una historia particular. En el Evangelio Jesús llevará la salvación uno a uno, persona a persona, como un Dios que se detiene ante cada historia, ante cada rostro. El relato evangélico de hoy nos desmenuza esto. Jesús camina y la mujer cananea sale de allí donde esté, y le grita, y le hace la invocación más sincera, la que no siempre nos atrevemos a hacer, una oración desnuda, “Señor, ayúdame”, y le presenta su necesidad, legítima y humana, su hija está atormentada. Jesús parece ignorarle y la mujer insiste. Entre ellos dos se establece un diálogo, la mujer pone su confianza en Jesús y él dará valor a su propia palabra. De este tira y afloja dirá san Agustín que Cristo se mostró indiferente no para rechazarle sino para inflamar su deseo. Jesús admirará al fin su fe. Nos recuerda a otro viaje hacia tierra extranjera de Jesús, cuando el relato con la samaritana comienza diciendo que “era necesario que Jesús pasara por allí”, que se diera aquel encuentro. Es necesaria la historia, la relación con Él, ponerle a Él en palabras nuestra oración, convertir nuestro dolor en súplica, nuestra carencia en confianza. Es como si el relato nos contara que es necesario el tiempo entre los dos, que era necesario el diálogo, la relación. La historia de la salvación contigo y conmigo, y con cada hombre será también así. Jesús espera que le llames, que le insistas, que confíes, que le desmenuces tu necesidad, que le hables de lo que te importa, de tus pequeñas grandes cosas. Y Él irá acompañando tu historia y esto será, al fin la salvación, encontrar que Él ha venido a nuestra Historia, con mayúscula y a nuestras pequeñas historias, la de cada hombre. Señor Jesús, salvación de los que en Ti esperan, hoy también yo te dirijo mi oración, con la sencillez que me da el saber que nuestra historia para Ti es importante y dame la alegría de escuchar la palabra que Tú me diriges. Lecturas
Is 56, 1. 6-7 Rom 11, 13-15. 29-32 Mt 15, 21-28 Dos tormentas: en una no está Dios. En la otra, Dios está. La primera lectura de hoy nos presenta a Elías en la montaña, solo, fatigado. Llega la noche y se refugia en una cueva. Dios le llama a salir de la cueva, a salir a la intemperie, para cumplir el deseo de su corazón: tener un encuentro con Él, que lo pueda ver. Mi corazón y mi carne | retozan por el Dios vivo (Sal 84) En el evangelio: los discípulos en la barca, en medio de una tormenta. Es de noche. Jesús no está con ellos en la barca. Pero son pescadores, habrán vivido situaciones así anteriormente. El relato no se centra en el miedo que puede suscitar la situación en los discípulos, como en el caso de otra tormenta que es calmada por Jesús (Mc 4,35-40 ), sino en la experiencia de Pedro. En el corazón de Pedro nace un deseo al ver a Jesús caminar sobre las aguas: “Mándame ir a ti”. Para ello, se tiene que lanzar, dejar atrás la barca y los compañeros que antes le daban seguridad. Fijos los ojos en Jesús, quiere caminar él también sobre las aguas. Caminan de baluarte en baluarte | hasta ver al Dios de los dioses en Sión (Sal 84) Dos personas: Elías y Pedro, el profeta y el apóstol, elegidos y enviados de Dios. Antes de que se les confiara la misión, Dios les prepara con un encuentro personal con Él, del que los dos tienen que aprender algo nuevo. Elías aprende el modo de hablar de Dios, cómo Él se le mostrará en adelante: Dios no está en la tormenta, ni en el terremoto, ni en el fuego. Está en la brisa suave. Viene a nuestro encuentro cuando Él quiere: no a la primera, no a la segunda, ni a la tercera… El modo y la ocasión lo elige Él. Pero sí: cumple su promesa. Viene. Pedro aprende que tiene que ir a Jesús con su humanidad, con su fragilidad, con sus límites. Jesús no le otorga la capacidad de caminar sobre las aguas, aunque por un momento, mientras tiene los ojos fijos en Él, así parece. Hay otro momento en el evangelio cuando Pedro, al ver a Jesús (esta vez ya resucitado), se lanza al agua (Jn 21, 7). Allí ya no quiere caminar sobre las aguas: va a su encuentro con los límites de la naturaleza humana, con sus fragilidades. Importa el encuentro, no el poder caminar sobre las aguas. Dichoso el que encuentra en ti su fuerza | y tiene tus caminos en su corazón. (Sal 84) La segunda lectura de este domingo da la clave para las otras dos, sobre la llamada de Dios, sobre su elección. San Pablo reconoce la filiación de los israelitas por el don de la ley, de las alianzas y del culto - pero estima más la filiación adoptiva que tienen los hijos de la promesa (Rm 9,7-8), los que reconocen a Jesús. Está preocupado por la incredulidad de sus hermanos. La elección, dice a continuación, no depende de las obras, sino del que llama (Rm 9,12). El designio de Dios se cumple. Él nos va habituando poco a poco a su modo de hablar suave. Nos enseña que tenemos que salir a la intemperie, desprovistas de nuestras seguridades para tener un encuentro con Él. En medio de la tormenta, de cualquier tormenta de la vida, nos pide confianza, tener los ojos fijos en Él; pero cuenta con nuestra humanidad, con nuestra fragilidad cuando nos confía una misión. En el momento que esta parece superar nuestras fuerzas, nos tiende la mano y nos rescata, nos salva. Lo ha hecho ya una vez para siempre. ¡Señor del universo, dichoso el hombre | que confía en ti! (Sal 84) Lecturas
1 Reyes 19, 9a. 11-13a Rom 9, 1-5 Mt 14, 22-33 Transfiguración de Cristo (Giovanni Bellini Nápoles) Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6 de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento en el cual tres discípulos pudieron ver al Señor resplandeciente, un acontecimiento que ya nunca jamás más olvidarían. San Pedro, ya muy anciano, así lo recuerda en su carta que hoy leemos en la segunda lectura "Y nosotros escuchamos esta voz, venida del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo”. Vivir la alegría y la luz de la fe La Transfiguración confirmó la fe de los apóstoles y fue para ellos la luz "que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones". La Transfiguración del Señor plantea una cuestión que es vital en el cristianismo de todos los tiempos: la fe es para los apóstoles algo luminoso, como una inmensa alegría, que nadie les podrá arrebatar; lo mismo debería sucedernos también hoy a nosotros, a cualquier persona, joven o mayor, que experimenta la verdadera alegría de la fe, que nunca jamás podrá serle arrebatada. Entonces el reto que se nos plantea hoy es el siguiente, ¿Cómo puedo yo ayudar a otros a descubrir este aspecto de la fe?, ¿Cómo puedo yo dejar transfigurar mi vida? Buscando y propiciando momentos de oración, de contemplación, de descanso en el Señor, de celebraciones Eucarísticas bien vividas y celebradas. Los apóstoles lo descubrieron en un momento vital de sus vidas, que compensaba todos los sufrimientos y cansancios vividos hasta entonces. Los discípulos ven al Señor transfigurado y este acontecimiento acentuó el gozo de la fe, la alegría de saberse salvados y amados por Jesucristo. También en nosotros debería suceder lo mismo, tendríamos que dejarnos encontrar por la gracia para experimentar al Señor de tal modo que hubiera un antes y un después en nuestras vidas, en nuestra trayectoria vital y existencial. Me refiero a la Eucaristía de cada día, que está llamada a ser luz viva que transfigure nuestra existencia, porque la gloria de Dios, aunque escondida, está presente en ella. En medio de nuestra historia humana se nos revela Dios cada día. En nuestro mundo tan complicado e incierto, en las preocupaciones de nuestra familia que tanto nos hacen sufrir, en los problemas cotidianos, en una sociedad tan a menudo enemistada, estamos llamados a caminar con la esperanza renovada. Mirar la vida con ojos nuevos La oración no sólo nos ayuda a amar a Dios sino que también nos predispone a contemplar la naturaleza con ojos nuevos. El pintor Giovanni Bellini en su cuadro “La transfiguración”, que acompaña este comentario, nos muestra la figura de Cristo transfigurado ante sus discípulos. El Salvador resplandece en medio de la escena, acompañado por Moisés y Elías, con los discípulos a sus pies. Pero toda la naturaleza se diría que despierta como atraída por la blancura de la túnica del transfigurado: montañas y valles, prados y flores, animales y personas que en la perspectiva aparecen encaminándose hacia sus respectivos trabajos. Todo está iluminado por la luz de Cristo. Y es que, quien reza de verdad cada día, no encuentra tanta desesperación y desánimo a su alrededor, no vive con tanto pesimismo las contradicciones, no ve siempre tan malos a los demás. Cada vez que salimos de cada Eucaristía debiéramos mirar las cosas y, sobre todo las personas, con una mirada nueva. Como los discípulos al bajar de la montaña del Tabor. Los discípulos en la cima de aquella montaña se desprendieron de sus envidias pero no prescindieron de los problemas de la vida, del camino hacia la cruz hacia el cual encaminaban sus vidas. Esto es, la oración no consiste en desentendernos de los problemas de la vida, sino que proyecta sobre ellos una luz nueva. ¿Acaso no nos ha ocurrido alguna vez que ante una dificultad aparentemente insalvable, después de retiraros a rezar unos momentos, hemos encontrado una luz que nos ha ayudado a superar aquella oscuridad? La oración nos abre los ojos hacia una nueva realidad, que nos ayuda a empezar a descubrir el rostro escondido de Dios en todo lo que nos rodea: acontecimientos, personas, situaciones, vivencias, encuentros, circunstancias; y eso nos ayuda a afrontar la vida con una mirada más libre y decidida, alegre y gozosa porque la presencia escondida de Dios lo abarca todo, lo envuelve todo con su presencia luminosa. Sintámonos hoy unidos, de forma muy especial, a nuestros hermanos de la Iglesia ortodoxa, con quienes compartimos la luminosidad de esta fiesta. Ellos la celebran muy solemnemente. Que este recuerdo nos mueve a rezar para que, muy pronto, podamos compartir con ellos el Pan sagrado y el Cáliz de la salvación. Lecturas
Dn 7, 9-10. 13-14 2 Pedro 1, 16-19 Mt 17, 1-9 |
TodosMateo1, 18-24
3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 24, 37-44 27, 11-54 28, 16-20 Marcos1, 12-15 Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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