Adoración de los pastores. Lorenzo Lotto El evangelio de hoy nos presenta a dos tipos de personas alrededor del Niño Dios, recién nacido en la carne: los pastores y María, su madre. Los pastores son los primeros en acoger al Mesías en la tierra. Representan a los que Él ha venido a visitar y a redimir: a los más sencillos, más humildes, marginados por impuros en la sociedad judía. El evangelio de Lucas, evangelio de la misericordia, deja claro la predilección de Dios por ellos. Lo escondido a los sabios y entendidos se les revela a ellos. Los pastores reconocen el cumplimiento de las promesas en el nacimiento de Jesús. No piden más signos. Agradecen y alaban a Dios con corazón sencillo. María tiene otra actitud ante su Hijo. Ella custodia todo lo que ha oído en su corazón. Sabe que la encarnación encierra un misterio inabarcable. Su actitud es el asombro, la contemplación. María, la madre de Dios, es la única que desde el momento del alumbramiento, tiene ya experiencia de “lo traumático que viene después del asombroso nacimiento”. Ha vivido ya en su carne “la dolorosa interrupción, separación, distancia”. A partir de dar a luz, será modelo de custodiar a esta vida frágil, acompañar sus primeros pasos, proteger la vulnerabilidad con ternura… Y cuando se le confiará la misión de ser Madre de la Iglesia, madre nuestra, lo hará con todos nosotros. El nacimiento es cumplimiento. Ha llegado la plenitud de los tiempos (Gal 4, 4-7), pero es también inicio de un nuevo capítulo de la historia de la salvación que queda por escribir. ¡Cuántos nuevos nacimientos hemos de vivir hasta comprender lo que significa la adopción filial, nuestra filiación; hasta poder llamar a Dios de corazón “Abba, Padre”; vivir como hijos, confiados, sabernos custodiados; comprender que “tanto la esencia del cristianismo como la santidad cristiana o el discipulado, descansan en la Filiación”! Para este nuevo año que marca el calendario civil, pedimos aprender de María la actitud de asombro, la aceptación de la dolorosa separación, la maternidad que custodia y protege cada vida frágil, pequeña, vulnerable. Aprenderemos a bendecir a todos los que el Señor nos permite acompañar, con la bendición veterotestamentaria (Núm 6, 22-27). Y el Señor nos concederá, según su promesa, la PAZ. Lecturas:
Nm 6, 22-27 Sal 67:2-3, 5-6, 8 Gal 4, 4-7 Lc 2, 16-21 Jesús, el Príncipe de la Paz, ha venido a vivir entre nosotros El comienzo del prólogo de Juan nos remonta a lo más alto y sublime del misterio trinitario: "La Palabra, en el principio, estaba junto a Dios". La expresión es, a la vez, sobrecogedora y humilde: nosotros sabemos bien qué es eso de estar unos junto a otros; somos conscientes de necesitar el cobijo y el calor humano, la seguridad, el descanso que produce la cercanía de los otros en la vida. Sin emabargo, de lo que es y significa "estar junto a Dios" sabemos menos o más bien, en realidad, no sabemos apenas nada: es un nivel al que, si no fuera por Jesús, no tendríamos posiblidad de acceder. Pertenecemos a la noche, y por nosotros mismos no podemos llegar a adentrarnos en el ámbito de la Luz. Pero, un día como el que hoy celebramos, ese Dios a quien nadie ha visto nunca decidió rasgar las tinieblas de la noche, de la oscuridad, para habitar junto a nosotros. La palabra cambió la gloria de Dios por acampar aquí en la tierra, y el resplandor de la gloria de Dios habitó entre nosotros para siempre. El verbo que elige Juan en su prólogo evoca un mundo de imágenes muy concretas: acampar es muy distinto de instalarse, de residir, de asentarse. El que acampa no se protege con puertas blindadas ni con alarmas; su única defensa consiste en confiar en que su misma debilidad y pobreza le defenderán de cualquier ambición humana. Jesús, el Príncipe de la paz, ha venido a vivir así entre nosotros. No va a imponer nada por la fuerza, no va a ejercer su señorío ni a tomar posesión de nuestra tierra con soberbia, prepotencia, avaricia u orgullo; que es más bien el modo en el que lo haríamos nosotros. Le oiremos decir a lo largo de este año releyendo los Evangelios: "Si quieres"..., "si alguno se quiere venir conmigo...", "estoy a la puerta y llamo; si alguien me abre..." No gritará ni se impondrá con violencia, pero las fuerzas del mal se someterán bajo su autoridad, y los humildes y sencillos de corazón dirán con asombro al verle y escucharle: " Sólo tú tienes palabras de vida eterna". ¡Feliz y Santa Navidad para todos! Lecturas:
Is 52, 7-10 Sal 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6 Hb 1, 1-6 Jn 1, 1-18 “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo” En este cuarto Domingo de Adviento las lecturas nos hacen descubrir verdaderamente al Esperado de los pueblos, a Jesucristo. Es una especie de vigilia litúrgica de la Navidad. En él se anuncia la llegada inminente del Hijo de Dios. Se subraya que este niño que nacerá en Belén es el prometido por las Escrituras y constituye la plena realización de la Alianza entre Dios y los hombres. Son tres lecturas de densidad cristológica que nos hacen tocar con las manos y vivir con corazón sincero la densidad de lo que significa el que Dios "esté con nosotros" para siempre, es decir, que sea "Enmanuel". En esta última semana del Adviento seguimos acompañando a María, pero hoy la liturgia nos invita a contemplar de modo especial a san José. San Mateo, en este pasaje, da mayor relieve al padre putativo de Jesús, subrayando que, a través de él, el Niño resultaba legalmente insertado en la descendencia davídica y así daba cumplimiento a las Escrituras, en las que el Mesías había sido profetizado como "hijo de David". Desde luego, la función de san José no puede reducirse a este aspecto legal. Es modelo del hombre "justo" (Mt 1, 19), es decir, el hombre que cree en las promesas de Dios, incluso cuando estas promesas resultan extrañas e improbables y de cualquier modo, bastante incomodas. Él en perfecta sintonía con su esposa acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por eso, en los días que preceden a la Navidad, es muy oportuno entablar una especie de coloquio espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir en plenitud este gran misterio de la fe. ¿Qué aprender hoy de san José?
¡Qué gran testimonio el de José!, vive abierto a las inspiraciones que vienen de Dios. Lo que Dios quiere de cada uno, nos lo va descubriendo mediante los acontecimientos más sencillos de la vida. Necesitamos esa mirada de fe, de confianza en Dios para buscar siempre su voluntad. Miremos hoy a José: él no buscó aparecer ni brillar. Al contrario, quiso huir en secreto. Pero obedeció a Dios. Y su pequeñez se convirtió en algo muy grande en manos del Altísimo. Como él, como María, como Jesús: pongámonos cada día incondicionalmente en manos de Dios para asumir y realizar nuestro papel en la historia de la Salvación. Lecturas:
Is 7, 10-14 Sal 23,1-2.3-4ab.5-6 Rom 1, 1-7 Mt 1, 18-24 María, la humildad del Gran SignoEn este nuevo año litúrgico hemos recorrido con María y con toda la Iglesia un breve tiempo de preparación para la Venida del Señor. con Ella y como Ella, somos peregrinos en la fe, caminamos en esperanza, en busca de ese hilo de oro que mantiene todo unido e iluminado: el Mesías. Hoy, vísperas del tercer domingo de Adviento o Domingo Gaudete, la liturgia nos invita a “Alegrarnos en el Señor” (Flp 4,4), más aún a “regocijarnos” en el Señor, que está cerca. Es una alegría desbordante, profunda, plena, sin medida. Es difícil pensar en un estado sincero de alegría cuando sabemos que millones de personas son víctimas de conflictos en distintas partes del mundo. Las armas, la represión, las violaciones de los derechos humanos, la explotación de niños y mujeres, tienen lugar hoy en nuestro mundo. ¿Podemos alegrarnos plenamente? Miles de hermanos y hermanas nuestros no saben lo que es la alegría, ni han experimentado el consuelo de un amor verdadero, sufren desde la infancia, mueren, quizá, sin una presencia amable a su lado, habiendo experimentado solo dolor, soledad, vejación, odio, miedo… ¿Cómo es posible experimentar alegría frente a este mundo herido? ¿Debe entristecerse nuestro corazón y apagarse nuestra fe? ¿Quiere Dios la alegría de unos pocos que pueden disfrutar de ella?... nos surge esta duda como a Juan Bautista: ¿Eres tú el que había de venir, a quien hemos esperado desde siglos, el Mesías prometido por las profecías?, ¿en quién debemos alegrarnos? Y Jesús nos responde que estos son los signos: “los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11, 5). ¿Qué más signo podemos esperar? Pues hay un signo mayor que el Señor nos ha dejado. María es el Gran Signo, es la humildad del Gran Signo. Y en este Don que Dios hace a la humanidad herida, la primera palabra que dirige a María es: “Alégrate” (Lc 1, 28). Esta es la primera palabra que recibió María en la Anunciación. Sé feliz, es la alegre invitación que recibe María, que se convierte en danza y canto en el Magníficat, hace que la fe sea hospitalidad de un Dios enamorado en el que se puede confiar, a pesar de nuestras cargas, es profecía de felicidad para nuestra vida, como una consoladora bendición de esperanza que desciende sobre nuestro mal, sobre nuestras soledades y violencias, que vence oscuras tinieblas y restaura el orden cósmico, sana heridas, consuela, da visión a los ciegos, da salud a los enfermos. “Os anuncio una gran alegría” (Lc 2, 10) es la palabra que recibieron los pastores aquella noche santa de la Encarnación. “Alegraos” (Mt 28,9) es la palabra que les dice a las mujeres que buscaban su cuerpo en el sepulcro, una vez resucitado. Nuestro Dios es el Dios de la alegría: “Alégrate, exulta, goza, Hija de Sión” (Zac 9,9). Dios sigue seduciendo porque habla el lenguaje de la alegría. “¿Eres tú aquel que había de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3) le pregunta Juan a Jesús a través de sus discípulos. La respuesta de Jesús se podría decir este modo: no hay nada que esperar; “este es el tiempo.” Las lecturas de hoy nos hablan de eternidad, de una promesa cumplida, de una pertenencia, de una paz sin límites. Nos hablan de este Dios enamorado que se inclina, que desciende hasta nuestra pequeñez y se quiere hacer niño, inocente, indefenso, vulnerable. “Viene en persona” (Is 35, 4) para salvarnos, como nos recuerda Isaías en la primera lectura. La entrada de Cristo en el mundo, en la historia humana, es nuestra verdadera alegría, germen de nuestra bienaventuranza, fuente de gozo y descanso, restaurador de brechas, Él es el Príncipe de la Paz. Nos atrae hacia sí para ser uno con Él. El Cristo total. Como hoy nos recordaba el abad Isaac, en la segunda lectura del Oficio: “Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos.” Nosotras, como vasos comunicantes, vivimos, oramos, queremos abrirnos a esta gracia del Espíritu Santo, como María. Queremos vivir una comunión sincera con aquellos que sufren, siendo voz de los que no la tienen, haciendo nuestros los sentimientos, las circunstancias, los horrores, alegrías y pasiones de cada ser humano, ser portavoces de este grito de la humanidad: “¿dónde está muerte tu victoria?” y desde las entrañas de la creación necesitamos decir con voz unánime: Maranatha, Ven, Señor Jesús. Acompañemos a María en esta espera alegre, viviendo este gran misterio del tiempo presente, de la promesa cumplida en Belén. Que Ella nos revele la belleza del Rostro de este Dios enamorado: Jesús. ¡Ya viene, ya está cerca! Lecturas:
Is 35, 1-6a. 10 Sal 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10 Sant 5, 7-10 Mt 11, 2-11 En este segundo domingo de Adviento, el profeta Isaías anuncia la plenitud del Reino mucho antes de los evangelios, que es armonía y belleza de una nueva creación. El Salmista describe ese reino que está por llegar, el Mesías anhelado, como estandarte de justicia y de paz para todos los pueblos de la tierra. Y el evangelista San Mateo inicia un paso lento de preparación para esa llegada, ante el misterio de la Encarnación a punto de realizarse en el tiempo, la venida de Aquel al que San Juan Bautista es indigno de desatar las sandalias, primero y verdadero discípulo del Señor, porque sabe quién es él en su pequeñez y a quién señala sin buscar honores para sí. El grito de Juan se hace imperativo, condición indispensable para que el Mesías venga. Su grito en el desierto es el eco de la voz del profeta Isaías, que teje el hilo de la historia de la salvación. Preparar el camino, abrirle la puerta para que entre, es el paso indiscutible de quien espera ese cielo nuevo y esa tierra nueva prometidos. Allanar el sendero es abajar el orgullo que nos impide reconocer su venida en todo lo que nos rodea, escuchar su voz en el grito de los que sufren, de los que reclaman justicia y trabajan por la paz, de los humildes de la tierra. Buscar el camino recto, sin doblez, es sumergir la vida en el agua del Jordán, para emerger vestidos de su gloria con limpieza de corazón, para dar frutos de conversión, para volver el corazón a Dios, reconociéndole como Señor y Mesías, y ver su rostro en el hermano que camina a nuestro lado. El bautismo de Juan nos lava los ojos de la fe para caminar en la esperanza. Nos anuncia el bautismo de Jesús, que viene, para dejarnos abrasar en el fuego del Espíritu y ser dóciles a su voz. Fuego y Espíritu que nos llevan, como la semilla enterrada, a morir por amor para dar el fruto verdadero, la cosecha nueva, la vida en plenitud, Encarnación de Jesús que viene por el sí de María. Bautismo que nos dará un nombre nuevo, que nos invita a identificarnos con el Maestro desde el primer momento de su venida, en la vulnerabilidad y en la precariedad de una existencia necesitada de asistencia, cuidado y protección. Este será el verdadero camino de conversión que anuncia Juan para preparar la llegada del Mesías, para que sea acogido y no rechazado, en su misteriosa identidad de Siervo humilde y no de juez poderoso, para darle cabida en la tierra, de la que es Creador, para hacerse peregrino con la humanidad que vive perdida y sin sentido, para dejarle ser Dios en la historia, de nuestro tiempo, del que es dueño y Señor, para ofrecerle los mejores frutos cuando llegue como viñador a recoger sus racimos, porque Él plantó, cuidó, regó e hizo germinar, y solo Él convertirá el trigo en Pan partido en la mesa de su reino, que está por llegar, porque viene para darnos la vida y vida en abundancia y desea nuestra espera vigilante para ese encuentro anhelado. Lecturas:
Is 11, 1-10 Sal 71,1-2.7-8.12-13.17 Rom 15, 4-9 Mt 3, 1-12 |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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