Pergamino con texto hebreo | Primera mitad del s. I | Manuscritos de Qumran ¿Qué mandamiento es el primero de todos?EVANGELIO
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?». Respondió Jesús: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos». El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios». Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas. COMENTARIO
La Palabra de este domingo, nos regala uno de los pasajes evangélicos que mejor describen la novedad que nos llega con la revelación de Jesús. Al ser humano se nos ofrece la posibilidad de poner en práctica la buena noticia que nos encamina hacia la plenitud de la Ley. Un escriba se acerca a Jesús, se coloca frente a Él. Es posible que le interrogue con sincero corazón porque Jesús posteriormente alaba su respuesta. También cada una de nosotras podemos tener el coraje de acercarnos a Él, mirada con mirada, y hacerle la misma pregunta con un profundo y sincero deseo de escuchar su respuesta. Es un pasaje de singular importancia porque recoge la célebre oración recitada durante siglos por los israelitas: El “Shem” (escucha). Nuestros primeros hermanos en la fe cuando acogieron el monoteísmo cincelaron en el corazón la llamada a vivir el amor radical a Dios. Un amor que era posible llevarlo a la vida porque Yavheh antes les había mostrado el Suyo. Amor de madre y padre, amor de ternura, misericordia y fidelidad inquebrantables. Amor paciente y de perdón constante ante la contínua infidelidad e ingratitud, amor de predilección por su pueblo. Hoy Jesús, como buen judío, rememora la raíz, el corazón, la esencia del Decálogo. Escucha lo que responde el escriba desde su condición de Hijo de Dios y hermano de los hombres.“Escucha Israel: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todatu alma, con toda tu mente con todo tu ser.” Puede ser éste un momento propicio para acoger en nuestro interior esta Palabra. Estamos intentando renovar con fuerza nuestra llamada a la escucha. Quizás el “Shem” recoja la primera experiencia, la primera actitud, la primera oración a la que se nos invita a volver. El amor a Dios, más que mandamiento, es un modo de vivir que nos nace del afecto y la voluntad de querer amarle. Vuelca toda nuestra persona en el que amamos. Nuestros deseos más íntimos, nuestros pensamientos, nuestros proyectos, nuestra entrega diaria pasan por vivirlos desde el Hijo y desde Él para Dios. Este es nuestro monoteísmo, nuestro modo de reconocer al Único que merece la primacía de nuestro amor completo y del que anhelamos recibir el amor completo y rotundo. Esta gracia es posible en la medida que tomamos conciencia de que “Él nos amó primero” y nos va conformando con su corazón. Irremediablemente nace de aquí el segundo mandamiento “amarás a tu prójimo como a ti mismo” Ambos son equiparables y se viven de manera recíproca, son indisociables para Jesús. “Nadie puede amar a quien no ve si no ama al hermano a quien ve”. Por tanto nuestro “Shemá” pasará también por la escucha de mi prójimo, el que tengo más lejos y de modo concreto el más cercano: las hermanas. Su vida, su corazón, sus deseos... son llamadas que golpean nuestra puerta y que posibilitan vivir lo que deseábamos y nos propusimos hace meses: Grabar en nuestro corazón ¡Oh, Tú, oh tú”...! Sólo podremos interpretar la Ley desde este doble y único mandato: El de la caridad, el del amor. El único que impulsó a Jesús a ofrecer su vida al Padre para que todos, injustos y pecadores, pudiéramos retornar con Él al Padre. Podemos suplicar “colarnos” en el mismo impulso de Su Corazón y así aprender a dar la vida. Intentando vivir de este modo, posiblemente escuchemos cada día una Voz que nos diga como al escriba: “no estás lejos del Reino”. Jesús curando al ciego | Brian Jewel Artist | Óleo sobre lienzo | 2008 Evangelio
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le contestó: «“Rabbuní”, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino. COMENTARIO
En este domingo XXX del tiempo ordinario, en que se celebra la jornada mundial de la evangelización de los pueblos, la liturgia de hoy nos habla de la promesa de salvación de Dios dirigida a cada ser humano y, por consiguiente, de la responsabilidad de todos los creyentes a caminar unidos en esta misión durante este tiempo de sinodalidad abierto en la Iglesia. La profecía que anuncia esta promesa de salvación que se dirige a todos los pueblos es el grito de parte de Dios que siempre es causa de regocijo por su llegada y su cumplimiento. En nuestro evangelio de Marcos hoy, el grito del ciego sentado al borde del camino es también un deseo proclamado a los cuatro vientos de que la promesa de salvación se cumpla en él, de modo concreto y personal. Un grito no puede dejar de ser atendido. De este modo, el grito de Dios y el grito del hombre se unen en este doble movimiento de quien regala la salvación y de quien se reconoce necesitado de ella. Bartimeo responde con un brinco a esta sed interior y con un cambio radical de vida, un alzarse y ponerse en camino. La salvación de Dios no es algo impersonal y abstracto, ya que brota del misterio de la Encarnación en la tierra, en la existencia misma, en un ser concreto y en un momento preciso de la historia, es un Dios encarnado en el tiempo y en el espacio y así desea ser conocido por todos. Se puede carecer de la vista de lo temporal, de la visión corporal, pero el corazón de Bartimeo está atento para escuchar la voz de Dios que le grita en su interior: “Sí, vengo pronto”, y se muestra disponible para acoger su salvación. Y, cuando se da el encuentro de la sed de Dios de salvar al hombre con la sed del hombre de encontrarse con Dios, lo que prevalece, o nace de ahí, es la fe, la verdadera visión, la capacidad de abrazar el don de Dios: “Anda, tu fe te ha salvado”. El salto de Bartimeo, que se levanta dejando su manto para ir hacia Jesús, sin ver, es la disponibilidad interior que responde al grito de Aquel que tomó la iniciativa al llamarle, para devolverle la vista y así acercarse a él, sin poder verle, siendo capaz de orientar, en su ceguera, su corazón al de Dios, para recibir la auténtica visión, la que transforma su vida y le conduce al seguimiento del único que salva, Jesús. Contemplemos en esta bella escena cómo el hijo de Timeo grita al Hijo de David, reconociendo la filiación de ambos, el “altamente estimado”, el “honorable” levanta su voz para ser escuchado por el Ungido de Dios, el que vino a “anunciar la Buena Nueva a los pobres, a vendar los corazones destrozados, a dar la vista a los ciegos y a los oprimidos la libertad y a proclamar un año de gracia del Señor” (Is 61, 1; Lc 4, 19). Bartimeo confiesa, con su grito, la paternidad de Dios, que salva al mendigo a través del Hijo amado. Bartimeo, hijo de Timeo, hijo de Dios, como cada uno de nosotros, con su historia y circunstancias, con una identidad concreta, ya no temerá perderse a causa de su ceguera, ni permanecerá más sentado al borde del camino. A partir de este encuentro adquirió una brújula que le orienta en la vida incluso en la noche y por encima de toda oscuridad, más que la luz natural. Aquello que le señala siempre su norte para ponerse en camino es la luz de la fe, la presencia de Jesús que le llama a seguirle y va por delante. Goza ya de una fuerza que le impulsa a caminar en pos de Aquel que da sentido a la historia y a cada ser humano, al saberse hijo en el Hijo. Quien gritó al Hijo de David ahora escucha del Padre de los cielos esta promesa de salvación, que se dirige a él como a nosotros: “Tú eres mi hijo”. La luz de sus ojos, el milagro de la sanación de su ceguera, que le hace percibir la belleza de lo creado, ahora le abre a una realidad interior más profunda y permanente: la presencia salvadora de Dios que actúa en la historia, en el mundo y en cada corazón inquieto, en búsqueda incesante de Aquel del que habla el profeta diciendo: “proclamad, alabad, anunciad, el Señor ha salvado a su pueblo, regocijaos”. Que este grito profético, que se eleva en nombre de Dios en la liturgia de hoy, sea el eco que responde al grito desgarrador de una humanidad que sufre y que suplica del mismo Dios la salvación que tanto ansía nuestro mundo, tantas veces ciego, estancado en el camino, sin ver el horizonte de plenitud que le espera, perdido o buscando en otras direcciones, y sin poder encaminarse hacia él. Dejemos resonar este grito de su promesa de salvación en todos los gritos de la humanidad, postrada al borde del camino, esperando un Salvador y clamemos a una sola voz con la voz de la Iglesia: “ven, Señor, Jesús”. evangelio
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna». COMENTARIO
Los “imposibles” de Dios “La Palabra de Dios es viva y eficaz” (Heb 4,12). La carta a los Hebreos nos recuerda que cuando acogemos la Palabra en nuestra vida siempre nos interpela, nos moviliza, nos incomoda, nos toca por dentro hasta penetrarnos en lo más profundo porque es una palabra viva. Y esto ocurre porque en la Palabra está la verdadera sabiduría, riqueza, belleza, plenitud… (Sab 7, 7-11), así se nos dice en la primera lectura de hoy. El Evangelio de este domingo es el conocido Evangelio del joven rico y nos recuerda que la Palabra de Dios está viva y nos cuestiona. Escuchamos de boca de Jesús palabras exigentes que dice a este joven: “Vende lo que tienes y dale el dinero a los pobres; luego, sígueme” (Mc 10,21). Palabras que Jesús dirige también hoy a nosotros. Quiero fijarme en algunos detalles que nos ayuden a hacer nuestra esta Palabra:
Este personaje podríamos ser perfectamente tú y yo, los que estamos escuchando esta Palabra. Jesús hoy nos recuerda qué nos falta, cuál es la raíz de mi falta de generosidad, de entrega. ¿Por qué no puedo dar lo que Él me está pidiendo? Y solo hay una respuesta, porque te falta dejarte amar por Dios completamente y amarle a Él, abandonarte, creer en su Palabra, confiar... “Solo hay una cosa importante” (Lc 10, 42). Pregúntate en este día:
Hay mucha más alegría en dar que en recibir. Pidamos a Jesús este don del desprendimiento, este don del abandono a su Amor. “Esto es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo” (Mc 10, 27). San Agustín creyó en los “imposibles” de Dios, por eso se dirigía a Él diciendo: “pídeme lo que quieras, pero dame lo que me pides”. Hoy vamos a pedirle al Señor, que no nos deje marchar con nuestras riquezas, con nuestros miedos, con nuestras desconfianzas, con nuestras dudas, con nuestros “falsos” tesoros, sino que Él nos dé su gracia para seguirle renovados. Amén.
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TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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