Jesús curando al ciego | Brian Jewel Artist | Óleo sobre lienzo | 2008 Evangelio
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le contestó: «“Rabbuní”, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino. COMENTARIO
En este domingo XXX del tiempo ordinario, en que se celebra la jornada mundial de la evangelización de los pueblos, la liturgia de hoy nos habla de la promesa de salvación de Dios dirigida a cada ser humano y, por consiguiente, de la responsabilidad de todos los creyentes a caminar unidos en esta misión durante este tiempo de sinodalidad abierto en la Iglesia. La profecía que anuncia esta promesa de salvación que se dirige a todos los pueblos es el grito de parte de Dios que siempre es causa de regocijo por su llegada y su cumplimiento. En nuestro evangelio de Marcos hoy, el grito del ciego sentado al borde del camino es también un deseo proclamado a los cuatro vientos de que la promesa de salvación se cumpla en él, de modo concreto y personal. Un grito no puede dejar de ser atendido. De este modo, el grito de Dios y el grito del hombre se unen en este doble movimiento de quien regala la salvación y de quien se reconoce necesitado de ella. Bartimeo responde con un brinco a esta sed interior y con un cambio radical de vida, un alzarse y ponerse en camino. La salvación de Dios no es algo impersonal y abstracto, ya que brota del misterio de la Encarnación en la tierra, en la existencia misma, en un ser concreto y en un momento preciso de la historia, es un Dios encarnado en el tiempo y en el espacio y así desea ser conocido por todos. Se puede carecer de la vista de lo temporal, de la visión corporal, pero el corazón de Bartimeo está atento para escuchar la voz de Dios que le grita en su interior: “Sí, vengo pronto”, y se muestra disponible para acoger su salvación. Y, cuando se da el encuentro de la sed de Dios de salvar al hombre con la sed del hombre de encontrarse con Dios, lo que prevalece, o nace de ahí, es la fe, la verdadera visión, la capacidad de abrazar el don de Dios: “Anda, tu fe te ha salvado”. El salto de Bartimeo, que se levanta dejando su manto para ir hacia Jesús, sin ver, es la disponibilidad interior que responde al grito de Aquel que tomó la iniciativa al llamarle, para devolverle la vista y así acercarse a él, sin poder verle, siendo capaz de orientar, en su ceguera, su corazón al de Dios, para recibir la auténtica visión, la que transforma su vida y le conduce al seguimiento del único que salva, Jesús. Contemplemos en esta bella escena cómo el hijo de Timeo grita al Hijo de David, reconociendo la filiación de ambos, el “altamente estimado”, el “honorable” levanta su voz para ser escuchado por el Ungido de Dios, el que vino a “anunciar la Buena Nueva a los pobres, a vendar los corazones destrozados, a dar la vista a los ciegos y a los oprimidos la libertad y a proclamar un año de gracia del Señor” (Is 61, 1; Lc 4, 19). Bartimeo confiesa, con su grito, la paternidad de Dios, que salva al mendigo a través del Hijo amado. Bartimeo, hijo de Timeo, hijo de Dios, como cada uno de nosotros, con su historia y circunstancias, con una identidad concreta, ya no temerá perderse a causa de su ceguera, ni permanecerá más sentado al borde del camino. A partir de este encuentro adquirió una brújula que le orienta en la vida incluso en la noche y por encima de toda oscuridad, más que la luz natural. Aquello que le señala siempre su norte para ponerse en camino es la luz de la fe, la presencia de Jesús que le llama a seguirle y va por delante. Goza ya de una fuerza que le impulsa a caminar en pos de Aquel que da sentido a la historia y a cada ser humano, al saberse hijo en el Hijo. Quien gritó al Hijo de David ahora escucha del Padre de los cielos esta promesa de salvación, que se dirige a él como a nosotros: “Tú eres mi hijo”. La luz de sus ojos, el milagro de la sanación de su ceguera, que le hace percibir la belleza de lo creado, ahora le abre a una realidad interior más profunda y permanente: la presencia salvadora de Dios que actúa en la historia, en el mundo y en cada corazón inquieto, en búsqueda incesante de Aquel del que habla el profeta diciendo: “proclamad, alabad, anunciad, el Señor ha salvado a su pueblo, regocijaos”. Que este grito profético, que se eleva en nombre de Dios en la liturgia de hoy, sea el eco que responde al grito desgarrador de una humanidad que sufre y que suplica del mismo Dios la salvación que tanto ansía nuestro mundo, tantas veces ciego, estancado en el camino, sin ver el horizonte de plenitud que le espera, perdido o buscando en otras direcciones, y sin poder encaminarse hacia él. Dejemos resonar este grito de su promesa de salvación en todos los gritos de la humanidad, postrada al borde del camino, esperando un Salvador y clamemos a una sola voz con la voz de la Iglesia: “ven, Señor, Jesús”. Los comentarios están cerrados.
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