Santa Trinidad - Parroquia San Benito Menni, Madrid | Hna. Francis, o.s.a. evangelio
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les habla indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». COMENTARIO
Queridas hermanas, Entramos en la plenitud de la revelación gracias al don de la Pascua de la que vivimos y que acabamos de celebrar. Somos hijas de los tiempos definitivos y, por eso, en estos domingos siguientes al cierre del ciclo pascual celebramos litúrgicamente los misterios centrales de nuestra fe que son fruto y don de la Pascua, que no termina, sino que nos ha introducido en el tiempo definitivo, la vida de Dios y con Dios. La Pascua es el espacio, el ambiente, el oxígeno en el que vivimos los cristianos. Por esta luz, por este don, por la plenitud del amor de Dios dada a nuestros corazones hemos llegado a conocer, es decir, tener relación, intimidad, amistad con Dios y así saborear, gozar, reconocer quién es, cómo es. Todo esto es posible gracias a la relación abierta y plena que en Jesús se ha establecido para siempre entre la vida de Dios y los hombres. Por el don del Espíritu entramos en relación de amistad, de comunión, de intimidad con Dios que es relación de Personas, es Amor. El Espíritu Santo nos introduce en la vida de Cristo, no solo le actualiza y nos hace contemporáneas con Él sino que nos permite entrar en amistad con Él, teniendo una relación de tú a tú, de corazón a Corazón. Jesucristo, en esta relación de comunión, nos revela, nos cuenta, nos habla del Padre, nos conduce hacia Él. Si el Espíritu nos lleva a Cristo, el Hijo, Él nos lleva al Padre, revelándonos que somos verdaderas hijas en el Hijo. Así, somos introducidas en la vida trinitaria: el Espíritu que es el Dios en nosotros, nos pone en contacto con Cristo, el Dios con nosotros (“Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” Mt 28,20). El nos conduce hacia el seno del Padre, el Dios para nosotros, el Dios vertido sobre sus hijas, sobre su obra, el Padre. El Espíritu es el Amor de Dios dado, derrochado sobre nosotras, que se pierde, se gasta, se esconde para llevarnos al Hijo, a Jesucristo. El Espíritu no retiene nada para Sí, es total donación, Él nos enseña a decir “Jesús es el Señor”. El Hijo es el amado, es la gracia, es acogida total, recepción total. Vive recibiendo el amor del Padre. En Él aprendemos nuestra actitud ante el Padre: acogida plena, receptividad, dejarnos hacer. Con el Hijo reconocemos que el Origen de nuestra vida, de todo ser es una fuente inagotable de amor, el Padre, que es el Amante, el Principio, la Fuente, la Casa siempre abierta de la que partimos y a la que vamos, a pesar de todas nuestras pérdidas. Amante, Amado y Amor mismo, esta imagen trinitaria tan querida por san Agustín, nos desvela algo del Misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amor que da vida, Amor que recibe la vida, Amor que se da más allá, que es fecundidad de esta relación, que es la comunión perfecta de esta relación. Somos llamadas a vivir de esta comunión, entremos en ella, habitemos en ella, que nuestra vida personal y comunitaria esté envuelta en este amor: donación, acogida, comunión. Quisiera terminar con la parte final de la oración de santa Isabel de la Trinidad: “¡Oh, Verbo eterno, Palabra de mi Dios!, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz. ¡Oh, Astro mío querido!, fascíname para que no pueda ya salir de tu esplendor. ¡Oh, Fuego abrasador, Espíritu de Amor, «desciende sobre mí» para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo. Que yo sea para El una humanidad suplementaria en la que renueve todo su Misterio. Y Tú, ¡oh Padre Eterno!, inclínate sobre esta pequeña criatura tuya, «cúbrela con tu sombra», no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien has puesto todas tus complacencias. ¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo!, yo me entrego a Ti como una presa. Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas” Elevación a la Trinidad, de Santa Isabel de la Trinidad. Evangelio
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». COMENTARIO
El fondo histórico de la celebración es la fiesta semanal judía llamada“shavuot” o fiesta de las semanas, durante la cual se celebra el día 50 de la aparición de Dios en el Monte Sinaí. Por lo tanto, en el día de Pentecostés también se celebra la entrega de la Ley al pueblo de Israel. Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías, y para celebrarlo gran cantidad de judíos subían a Jerusalén para dar gracias a Dios y adorarle en el Templo. A los 50 días de la Pascua, se celebraba la “Fiesta de las semanas”, que en sus orígenes tenía carácter agrícola. Se trataba de la festividad de la recolección, día de regocijo y de acción de gracias, en que se ofrecían las primicias de lo producido por la tierra. Los cristianos, en la Solemnidad de Pentecostés agradecemos la “nueva Ley” que es Cristo mismo y que nos entrega su Espíritu. Sólo el Espíritu puede dar Vida renovando y restaurando el corazón y toda nuestra existencia. De Él nos llegan los dones y frutos que nos hacen posible vivir a imagen del Hijo Único y testimoniarlo en el mundo. Así, lo que recibimos podemos devolverlo de nuestras manos al Padre como hombres nuevos, frágiles, pero recreados en su Aliento de Amor vivificante. Pentecostés destaca como Solemnidad de especial importancia porque realiza lo que Jesús anunció como su misión: ”He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y cuánto desearía que estuviera ya ardiendo” (Lc12, 49). 50 días después de la Resurrección este deseo se cumple de modo evidente en la fiesta judía de Pentecostés. Para la Iglesia es la fiesta por excelencia del Espíritu Santo. Los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-11) narran : “Se les aparecieron unas lenguas como de fuego…y se quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 3-4) Este Espíritu es el fuego verdadero que Cristo trajo a la tierra y que se hace mediador del “don de Dios” obtenido para nosotros a través del acto supremo de amor: su muerte en cruz. Y hoy, Dios, quiere seguir dándonos este Fuego que es su propio Hijo Jesús, encarnado, muerto y resucitado. En Pentecostés la Iglesia recibió el Bautismo. Me trae a la memoria lo que ya Juan Bautista anunció: “Yo os bautizo con agua, Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Mt. 3 ,11) El Espíritu de Jesús la hizo su Cuerpo místico para que prolongara su misión en la historia: “Recibid el Espíritu”, dijo el Señor a los apóstoles la tarde de la resurrección con un gesto elocuente: “Sopló sobre ellos” (Jn, 20-22) ¿Qué nos dice hoy a nosotros este día? Lucas describe que estaban reunidos en un mismo lugar. Este lugar era el “Cenáculo”, la sala grande en el piso superior en el que habían celebrado con Jesús la Última Cena. Esta sala se convierte en la sede de la Iglesia naciente. Allí los apóstoles oyeron de sus labios los deseos más íntimos: Amaos, sed uno como el Padre en Mí y yo en Él, que mi alegría esté en vosotros… Hay una intencionalidad que va más allá del lugar físico. “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo Espíritu”. El Espíritu vino ayer, vendrá hoy y siempre donde haya comunidad; la condición de posibilidad para que venga es que haya concordia y la concordia nace de la oración. La experiencia de Babel será destruida si nuestros corazones se unen para suplicar conversión, para pedir que nos invada iluminando nuestra más íntima oscuridad, para gemir que sin Él nada podemos y mucho menos amar. Con Él la concordia llegará a ser comunión en el seno trinitario. Lucas nos presenta con dos imágenes cómo es el Espíritu y lo que hizo y hace en nosotros. “La tempestad” y el “fuego”. Ambos eran en el Antiguo Testamento signos del poder divino y de la grandeza de Dios. El “viento impetuoso” que irrumpió en el “Cenáculo” descerrajando puertas y abriendo ventanas nos quiere sanear hoy aireando y vivificando nuestras muertes y podredumbres. Sacude nuestras cobardías para que nos embarquemos en la nave que sólo puede avanzar a impulsos del Soplo del Espíritu en una travesía sin retorno. Nos remueve, nos arranca de nuestro infértil suelo como descuajó los “cedros del “Líbano” Nos zarandea como zarandeó a aquellos hombres encerrados en sí mismos por el miedo y la amenaza. Sostenidos por la Mano del Fuerte no pudieron hacer otra labor que anunciarle y testimoniarle hasta la muerte. La imagen del “fuego” deja ver que Lucas tiene en su mente el libro del Éxodo (Ex19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt10, 12.36) A mí la “Zarza ardiente” de Moisés que nunca se consumía me sugiere que el Fuego de Dios quiere consagrarnos en Él eternamente, la Columna de Fuego que acompañaba al pueblo de Israel día tras día me habla de su Omnipotencia de Amor hacia nosotras. Que es consuelo y compañía, luz y calor en la noche, fiel permanencia en cada una. No puedo terminar sin nombrar a María, Esposa del Espíritu Santo. La “habitada” por entero de Él, la que hizo de su existencia escucha atenta y silenciosa, acogida y disponibilidad plenas. A Ella, Madre de la Iglesia, le pedimos su intercesión y fiel compañía. EVANGELIO
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban. COMENTARIO
Celebramos la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Revivimos el momento en que Cristo, cumplida su misión terrena, vuelve al Padre. Cristo vuelve a la gloria que le pertenece desde siempre, como Hijo de Dios consubstancial con el Padre. Pero vuelve con la naturaleza humana que asumió de María, llevando consigo los signos gloriosos de la pasión. La Ascensión es la fiesta de Cristo glorificado, exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de esta majestad infinita de Cristo. Jesús es elevado a la gloria de Dios. Comparte en su naturaleza humana el mismo poder de Dios. Ese poder salvífico es un poder de intercesión, un poder de misión apostólica: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos…”Es un poder de conversión, como lo indica el resultado del primer discurso de Pedro, el día de Pentecostés; las conversiones atestiguan la eficacia de ese poder. La Ascensión es también la fiesta de la Iglesia. Aparentemente su Esposo le ha sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente por su Ascensión, Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y la belleza de la Iglesia: «Yo estaré con vosotros todos los días». «Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón…Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él” dice nuestro Padre san Agustín en el Sermón 98. Empieza un nuevo tipo de relación con sus discípulos. Aunque desde el punto de vista físico y terreno ya no está presente como antes, en realidad su presencia invisible se intensifica, alcanzando una profundidad y una extensión absolutamente nuevas. Gracias a la acción del Espíritu Santo prometido, Jesús estará presente donde enseñó a los discípulos a reconocerlo: en la palabra del Evangelio, en los sacramentos y en la Iglesia, comunidad de cuantos creerán en él, llamada a cumplir una incesante misión evangelizadora a lo largo de los siglos. «Id y haced discípulos de todos los pueblos». La Ascensión es también fiesta y compromiso de evangelización. En el evangelio de Marcos, la ascensión de Cristo está estrechamente ligada a la misión de la Iglesia. Pero entendiendo este mandato de Jesús desde su poder y presencia–«se me ha dado pleno poder» – «yo estaré con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento de un Cristo presente y todopoderoso que quiere servirse de nosotros para dar a conocer el amor del Padre a todos los hombres. El que actúa es Él y la eficacia es suya (Mc 16,20); de lo contrario, no hay eficacia alguna. La Ascensión es un gran mensaje de esperanza. El hombre encuentra en este misterio la indicación de su destino, el sentido último de su existencia. La humanidad glorificada de Cristo es también nuestra humanidad: Jesús, en su persona, ha unido para siempre a Dios con la historia del hombre, y al hombre con el corazón del Padre celestial. El Misterio de la Ascensión nos invita a asumir dos actitudes espirituales fundamentales: la alegría y el deseo. Son actitudes “espirituales” porque son un don del Espíritu Santo y, por tanto, están profundamente enraizadas en la relación con Cristo y requieren de nuestra continua petición en la oración, para poder acogerlos y vivir nuestra vida cristiana. Oramos en la oración colecta y en la de post comunión: «Exulte de alegría la Iglesia, oh Padre, porque en tu Hijo que ha ascendido al Cielo, nuestra humanidad es elevada junto a Ti en la gloria ». «Dios Omnipotente y Misericordioso […] despierta en nosotros el deseo de la patria eterna» Estamos llamados a la alegría porque ahora toda nuestra humanidad es “elevada”, en Cristo, junto al Padre. Hemos sido hechos para el Cielo, para estar en la presencia del Altísimo, como hijos amados desde la eternidad: allí hay un lugar preparado para nosotros, que nos espera y hacia el cual debemos orientar nuestras fuerzas y nuestro tiempo. La familiaridad con Cristo se alimenta con el deseo de Él, y la oración es el ejercicio para practicarla. La Eucaristía es el horno ardiente de este deseo. COMENTARIO
Dios es Amor Queridas hermanas y queridos amigos, Os invito a leer, rumiar y profundizar en el Evangelio de este VI Domingo de Pascua (Jn 15, 9-17), que es invitación a entrar en la vida nueva que nos ha traído Cristo, junto a la segunda lectura del domingo de hoy (1 Jn 4, 7-10). Todo nos habla del Amor de Dios, mejor aún, del Dios que se ha manifestado como Amor. Nos estamos adentrando en el corazón de la Pascua, en el corazón de la vida cristiana: la llamada, la invitación a cada hombre y mujer a entrar en la intimidad de Dios que se nos ha manifestado, regalado, ofrecido en Cristo Jesús: “Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo, permaneced en mi Amor” (Jn 15, 9). Lo que hace posible esta intimidad, esta comunión entre el Padre y cada uno de nosotros es la total donación, desposesión, entrega y ofrecimiento que Él nos ha hecho de Sí a través del Hijo que llega hasta nosotras, hoy, 9 de mayo de 2021, por la acción del Espíritu. La máxima donación permite, hace posible la máxima comunión. Porque el Amor de Dios se ha consumado, realizado en plenitud en nosotros perdiéndose, consumiéndose. La total kénosis ha hecho posible la total koinonía. “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envío al mundo a su Hijo para que vivamos por medio de Él” (1 Jn 4, 9). La vida del Hijo en la tierra, su encarnación, su predicación y ministerio, su entrega en la cruz, su muerte y resurrección… todos los misterios de la vida de Cristo nos anuncian que somos amados por el Padre: “En esto consiste el amor: en que él nos amó y envío a su Hijo” ( 1Jn 4, 10). El Espíritu en nuestro interior nos susurra las palabras de Cristo que son las palabras del Padre sobre cada una de nosotras: “Amiga mía, amada mía, ven” (cf. Jn 15, 15). Esta es la verdad de nuestra vida, de mi vida: Dios Padre en Cristo por el Espíritu me ama y me llama amiga, amada; me llama hija. Esta es la verdadera alegría (Jn 15, 11). La permanencia en este Amor es la fuente del gozo, de aquí nace una vida en obediencia, es decir, en la escucha admirada y dichosa de tanto Amor de Dios que nos mueve a desplegar la vida en el Amor derrochado, recibido y entregado: amaos unos a otros como Yo os he amado (Jn 15, 17). Espíritu Santo, Amor de todo Amor, concédeme permanecer y vivir en la memoria del Amor de Dios Padre manifestado en Cristo hasta el extremo. Que esta memoria sea el suelo y fundamento de mi identidad, de mi pensamiento, de mi obrar, de mi estar en el mundo a cada instante, en cada decisión, en cada palabra y gesto, para que con tanto Amor recibido, derramado, derrochado sobre mí, mi vida se convierta en irradiación de este Amor para el mundo. Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos». COMENTARIO
Queridas hermanas: En el V Domingo de Pascua, nos encontramos con este precioso evangelio de San Juan, donde Jesús nos anuncia uno de sus nombres : “Yo soy la vid verdadera”, dice; “Si permanecéis en mi amor, daréis fruto abundante” (Jn15.1.5a) San Agustín, nuestro Padre, comentando este evangelio dice que efectivamente Jesús habla de sí mismo: “Yo soy la vid” y habla también de sus discípulos: “Y vosotros sois los sarmientos”. después Agustín añade: “Ellos en Él no de ese modo como Él en ellos. Pues bien, una y otra cosa aprovechan no a Él, sino a ellos. Los sarmientos están en la vid de forma que no son útiles a la vid, sino que de ahí reciben con qué vivan. De hecho, la vid está en los sarmientos de forma que les suministra el vital alimento, no de forma que lo tome de ellos. Y, por eso, una y otra cosa, tener a Cristo que permanece en ellos y permanecer en Cristo, aprovecha a los discípulos, no a Cristo, porque, cortado un sarmiento, otro puede retoñar de la raíz viva; en cambio, el que ha sido cortado no puede vivir sin la raíz. (San Agustín, Tratados sobre el evangelio de San Juan, 36-124.) He aquí la fuerza y la verdad de las palabras de Cristo: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5b). Por ello, este permaneced en mi amor, es una imagen poderosa, es la imagen de un pueblo que está unido a su raíz, a su Señor. (Madre Prado. Charla "Permaneced en mi amor", Semana de Oración por la unidad de los cristianos) Además, es una imagen real en cuanto que es identitaria, no evoca solamente una estampa bucólica del campo, sino que posee también connotaciones de rivalidad y enfrentamiento. El judaísmo tenía como emblema del templo una inmensa vid de oro que fue uno de sus símbolos más conocidos. En este contexto, Jesucristo como la vid verdadera, se halla en relación de oposición y superación a esta representación descrita en el Antiguo Testamento. Por ello decimos que es una imagen poderosa y de enfrentamiento, porque Jesús anuncia al judaísmo que Él es la VERDADERA VID, que Él es el templo sagrado y lo ha repetido en varias ocasiones. Recordemos así otro pasaje de Juan cuando el Evangelista apunta diciendo: “Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,21). Que sería entregado y resucitaría al tercer día ¡He aquí el fruto abundante que la vid nos ha prometido! ¡Esta Resucitaría al tercer día! Otras vides no han sido fructíferas ni eficaces; en cambio, esta VID VERDADERA, la que le pertenece al Padre, al labrador, al dueño de la vida, es la que ha resucitado, la que ha sufrido la poda para dar fruto abundante. En esta tarde en la que iniciamos el día de su resurrección os invito a contemplar esta vid verdadera. Recordad que la imagen que tenéis en vuestras manos nos acompañó en la oración por la unidad de los cristianos. Este icono de la vid nos recuerda que permanecer es morar y a su vez, morar es conocer quién es Él. Emprende una relación íntima con la vid y con el labrador. “ Esta es la vida eterna: Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Jn 17, 3) Jesús es la vid, todos los discípulos le miran, y a su vez, Jesús nos mira, te mira. Por ello, permanecer es mirarle a Él y gracias a que le miramos, permanecemos. ¿Recuerdas lo que le pasó a Pedro cuándo se lanzó al mar en medio de la tormenta y caminando sobre las aguas se dirigió hacia Jesús? ¡Cuántas veces nos han indicado que Pedro tuvo miedo, porque notando la fuerza del viento de aquella tormenta, se dio cuenta que caminaba sobre el mar y prestó más atención a la tormenta que a quién le decía ¡Ven! “Hombre de poca fe”, le dijo Jesús y sin dejar de tenderle la mano ni de mirarle, provocó en Pedro una confesión: “En verdad, tú eres el Hijo de Dios” (Mt. 14,32) Hoy es el día para reconocerle como nuestra vid verdadera, confesar unidas a Él, que sin Él no podemos hacer nada y que deseamos que muchos más sarmientos crezcan en torno a Él, permaneciendo todos en su amor para dar mucho fruto en abundancia. |
TodosMateo1, 18-24
3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 11, 2-11 17, 1-9 24, 37-44 27, 11-54 28, 16-20 Marcos1, 12-15 Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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