Zacchaeus by Joel Whitehead “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”El encuentro de Jesús con Zaqueo ocurre en Jericó, a escasos kilómetros de Jerusalén, hacia donde Jesús camina para cumplir la Pascua que traerá la salvación. Este evangelio es como un anticipo de lo que está por venir. Es un anuncio del modo en el que el Hijo del hombre salva a los perdidos como Zaqueo, y un signo de que la Salvación ha comenzado ya en esta tierra, en cada vida, en cada historia particular de cada persona que se encuentra con Jesús. Hoy la salvación, para Zaqueo, es un encuentro. Él era recaudador de impuestos, es decir, cómplice del imperio opresor, que asfixia de impuestos al pueblo judío, y era rico a causa de este trabajo. Los demás lo consideran por eso despreciable, impuro y traidor. Ningún judío que se precie entraría en su casa y aún menos se sentaría a su mesa. Pero Zaqueo, pese a su apariencia de rico frívolo y despreocupado, quiere ver a Jesús. Lo que ha oído de Él ha despertado dentro de sí un deseo limpio, un deseo de una vida distinta y buena, una vida más plena. Por eso le busca desde la altura de un árbol que suple su baja estatura y le permite avistarle. Jesús, que no tiene sobre Zaqueo ninguno de los juicios que lo hacen un proscrito de la sociedad, advierte en seguida su mirada y, alzando los ojos, se encuentra con él. Le habla, le llama por su nombre, le trata con afecto y alegría. Quiere alojarse en su casa. Zaqueo no puede creerlo, ¡Jesús mismo en su casa! Todo su deseo se expande, la alegría le inunda, crece su esperanza. El encuentro con Jesús en la intimidad de su hogar, compartiendo mesa y pan, impulsa en Zaqueo un nuevo nacimiento. Su mirada resucita su identidad más auténtica; le recuerda su nombre, Zaqueo, que significa “justo”, “inocente”. Jesús ha mirado a Zaqueo por quién es realmente, ha visto en él su verdadero ser, que nada tiene que ver con su profesión, con su historia errada en tantos puntos, ni con su pecado, su mala fama o sus riquezas. La mirada de Jesús sobre Zaqueo le ha devuelto la verdadera imagen de sí mismo y, al hacerlo, le ha capacitado para vivir su más profunda verdad. Inmediatamente, Zaqueo espabila, despierta, se reconoce a sí mismo como un ser humano hecho para el bien y la verdad, para la justicia y el amor a sus semejantes. Y comienza, en ese instante, a vivir como tal. Se decide a abandonar sus riquezas, a veces ganadas injustamente, y socorrer a los pobres. El encuentro con Jesús, el contacto con Él, ha tocado el centro de su afecto y ha dado un nuevo sentido a su existencia. La salvación ha llegado para él, que estaba perdido en sus negocios, que no acertaba a deshacerse de los miedos, los límites y las bajezas que le impedían verse a sí mismo como quien es. La presencia de Jesús le ha fortalecido, le ha capacitado para vivir según su deseo profundo y no según la inercia de la historia y las circunstancias. El encuentro con Zaqueo ocurre hoy, se actualiza en tu vida. La salvación llega hoy para ti, que con frecuencia te reconoces de los perdidos. Seas rico o pobre, poderoso o sometido, sea la que sea la circunstancia que enmarca tu existencia hoy, también tú experimentas los límites, las fragilidades y las inercias que te impiden ser verdaderamente quién eres. Basta, entonces, buscar un lugar un poco más alto, que te permita ver un horizonte más amplio que la costumbre plana que te aplasta. Basta dejarte encontrar por Jesús, que espera para entrar en tu casa y hablarte, para liberarte de todo lo que te impide ser lo que estás llamado a ser, es decir, imagen de Cristo, semejanza de su rostro. También tú puedes experimentar la alegría de la presencia de Jesús que te dice: “hoy ya llegado para ti la salvación”. Lecturas:
Sab 11, 22–12, 2 Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14 2 Tes 1, 11–2, 2 Lc 19, 1-10 Lo primero que se nos viene a la mente con este evangelio es que Jesús nos quiere enseñar a rezar. El domingo pasado nos decía que era necesario rezar siempre, rezar sin cansarse y hoy nos dirá cuál es la disposición correcta, la actitud correcta para rezar. Pero…, en cuanto nos acercamos un poco nos damos cuenta que la enseñanza trasciende a la oración y que tocará el núcleo de nuestra fe, cuál es la imagen de Dios que tengo y con la que me relaciono.
Comencemos por quitarle la etiqueta de hipócrita al fariseo. Si empezamos leyendo esta parábola pensando que el fariseo es un hipócrita que vive su fe con falsedad, no como nosotros, que buscamos a Dios sinceramente, entonces estaremos cayendo en la trampa, estaremos actuando como él, porque en el fondo estaremos diciendo: “te doy gracias Señor porque no me has hecho como el fariseo. Te doy gracias porque no me has hecho como él, sino que yo te busco sinceramente”. Ya está, ya nos pusimos en el primer banco de la fe, nos aprobamos secretamente a nosotros mismos. El parámetro religioso del fariseo era el de la ley, el nuestro otro, pero bajo distintos criterios en realidad los dos nos hemos aprobado. Tenemos así a este hombre que se aprobó a sí mismo, que se juzgó en conciencia bueno y ahí dio por terminado su juicio, por tanto se justificó a sí mismo. Puede que hasta se quedara satisfecho consigo mismo. ¿No nos pasa eso a nosotras alguna vez?, ¿que nuestra conciencia tranquila nos hace sentir que podemos presentarnos ante Dios más dignamente, que nos mirará con más alegría?, ¿no será eso en realidad que necesitamos íntimamente la aprobación de nuestras obras para relacionarnos con Él?, ¿no nos estamos midiendo a nosotros mismos con nuestras propias obras? “Lo hago bien, cumplo con las horas y los oficios, me preocupo por los demás, rezo, gracias Señor porque me has llamado a esta vida preciosa, no como los demás que están tan perdidos”. ¿No terminará el juicio sobre nosotros mismos en nuestras propias obras?, ¿no nos medimos a nosotros mismos según nuestra propia regla, y con ella aprobamos o suspendemos, y con este resultado pensamos que Dios nos mira?, ¿no será eso creer que Dios nos mira con nuestros propios ojos? Es decir, ¿bajo qué mirada nos ponemos frente a nuestro pecado o nuestras buenas obras?, ¿bajo la mirada de Dios o bajo la nuestra? Al contrario, el publicano tenía conciencia de ser lo peor. Y se sentó en el último banco de la sinagoga, como quien se sienta en el último banco de la vida, o del refectorio, o de la clase. Y no tenía valor para alzar la mirada, seguro que tampoco la voz. Tenía sobre sí el peso de quién era, y posiblemente un peso objetivo. Si se juzgó pecador quizás no se equivocó. Pero, misteriosamente, nos dice Jesús, ahí no se terminó el juicio. Porque este hombre aún en su pecado, aún en su lejanía, aún en su humillación, aún en la conciencia mala que tenía de sí mismo, se atrevió a rezar, a dirigirse a Dios. Quizás desconfió de él pero no de Aquel que escucha la oración del oprimido, como nos recuerda la primera lectura. Y misteriosamente la salvación de estos dos hombres, de ninguno de ellos, vino por sus obras sino por la relación con Dios con la que lo vivieron. El fariseo terminó el juicio en sí mismo, se colocó bien en la vida y eso le permitió juzgar con desprecio a los demás. En cambio, el publicano es el hombre que carga sobre sí el dolor por su pecado, a veces por la memoria insoportable, por el peso de la conciencia. Pero no quiso terminar su juicio en sí mismo sino que se atrevió a dirigirse a Dios desde su humillación y la mirada de Dios sobre él fue la valoración definitiva de la vida, es la palabra última sobre nuestros actos. Dios se convierte así en la esperanza última del hombre, hasta del pecador, hasta del que no se atreve a levantar la mirada ni la voz. Si el evangelio de la semana pasada nos exhortaba a rezar siempre, hoy precisa: “hasta cuando te creas indigno”. Por tanto, el evangelio de hoy empieza siendo una parábola sobre la oración, y en realidad termina siendo una parábola sobre la Gracia, sobre el don de Dios sobre este mundo y cada hombre, diario, cotidiano, gratuito, inmenso. La gracia que nos dará la salvación el último día y la que nos ofrece la salvación cotidiana. La gracia que nos restaura cada día y que nos ofrece un amor desbordante en las grandes crisis de la vida. Este amor suyo sí que nos hace levantarnos y ponernos en pie, alzar la voz, sabernos hijos como identidad más profunda y en definitiva, capaz también de mover nuestro corazón a él una y otra vez, a Aquel que nos mira aun cuando nosotros tenemos ganas de escondernos, a Aquel que escucha siempre la voz más humilde. Ven Espíritu, y recuérdanos siempre este amor de Dios. Que nunca dude de Él ni en los momentos en los que yo me crea incapaz. Que mi oración Señor, como la del humilde, esta tarde llegue hasta Ti. Que yo descanse sin temor en Ti. Da su gracia a los humildes. 1987. Isabel Guerra Óleo sobre tela, 75 x 100 cm. “Orar siempre, sin desfallecer”La gran enseñanza de Jesús en este evangelio es “Orar siempre, sin desfallecer”. Orar siempre y sin desfallecer. Dice el evangelista que el Señor contó esta parábola para enseñarles que esta actitud en la oración es necesaria. Tanto la continuidad y la permanencia como el corazón que vive desde la fe y con ella suplica a su Dios. “Mi alma está sedienta de ti como tierra, reseca, agostada, sin agua”, esta imagen de un alma sedienta, estas palabras del salmista que hablan de la sequedad en el Espíritu, son un ejemplo de aquel que ora en medio del desfallecimiento que es estar sin fuerzas, sin energía física, moral o como con el alma desgastada. También el cántico de Jeremías en el capítulo 14 expresa “Desfallecidos de hambre... vagan sin sentido por el país” esta es la situación de un pueblo perdido que en medio de la guerra y la devastación, eleva su oración a Dios, suplica que Él no rompa su alianza con su pueblo. Estos son algunos ejemplos para situarnos en cómo en medio de la flaqueza física o espiritual otros han orado siempre a un Dios que acaso, no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche? Pero nos cansamos, nos falta firmeza en la fe y tantas veces la dureza del pecado, del misterio del mal nos alcanza, nuestra finitud como seres humanos, la enfermedad nos apartan del deseo puesto en Él, quien es nuestra ESPERANZA. Por ello la palabra de este domingo nos alienta a que, incluso, en medio de la injusticia, perseveremos en la oración, como esta viuda y además como Aarón y Jur, “sujetemos” con nuestros brazos la oración de otros que desfallecen y ya no pueden seguir elevando su plegaria al Señor. Este evangelio nos pone ante dos pregunta: ¿Cuándo desfallecemos en la oración.? y ¿Cómo oramos en esos momentos? Es importante responder a estas preguntas para luego escuchar la enseñanza del maestro. San Agustín dice: “Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? Hay que vaciar primero el recipiente, hay que limpiarlo y lavarlo, aunque cueste fatiga, aunque haya que frotarlo, para que sea capaz de recibir algo.” Si no reconocemos qué nos produce dejar la oración continua, no podemos, a lo mejor, aplicar la enseñanza del maestro en esta parábola. ¿Cuándo desfalleces? O mejor dicho, Cuando desfalleces ¿Oras?, ¿Cómo oras?; Cuando desfallecen tus hermanos, eres tú como Aarón y Jur y les sostienes para que continúe la intercesión? “Pero nos cansamos, nos falta firmeza en la fe” ¡Levántate, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahvé sobre Ti ha amanecido! “La dureza del pecado y del misterio mal nos alcanza” ¡Mira como la oscuridad cubre la tierra, más sobre ti amanece Yahvé y su gloria sobre ti, aparece”! “Nuestra finitud como seres humanos, la enfermedad” ¡Tú entonces al verlo te verás radiante, se estremecerá y se ensanchará tu corazón! ¡Caminarán las naciones a tu luz! ¡ No se oirá más hablar de violencia en tu tierra! Con estas frases respondemos al desfallecimiento de nuestra condición, porque Él nos ha dejado esta enseñanza y esta promesa “ Hará justicia a sus elegidos que claman ante Él” Por ello, como le dijo San Pablo a Timoteo: “Permanece en lo que has aprendido y sé consciente de quién lo has recibido.” Lecturas:
Ex 17, 8-13 Sal 120, 1- 2.3. 4-5. 7-8 2 Tm 3, 14–4, 2 Lc 18, 1-8 “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”La curación de un leproso por parte de Jesús es común a los evangelios sinópticos: lo encontramos en Mt 8,1-4; en Mc 1,40-45; y en Lc 5,12-15. En todos ellos hay una confesión de fe, previa a la curación. Las palabras que pronuncian los leprosos al acercarse a Jesús, el modo como le piden, demuestra su confianza en Él: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.
Jesús les toca y pronuncia la Palabra que obra la curación en ellos; la Palabra que es su voluntad y la voluntad del Padre para cada hombre: “Quiero; sé limpio”. El episodio de los diez leprosos que se proclama en el evangelio de hoy (Lc 17, 11-19), sin embargo, solo aparece en Lucas. Aquí la petición es la misma, pero se formula de otra manera: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Se reconoce a Jesús como maestro - pero no como Señor. Se le reconoce como alguien que me puede hacer un bien, porque tiene poder. Como alguien a quien le puedo pedir algo cuando necesito su compasión, pero no le considero el Señor de mi vida. No obstante, Jesús también responde a esta petición: todos los que lo piden, son purificados. Y solo uno de ellos se vuelve, para darle las gracias. Si nos quedamos con este detalle, el pasaje nos enseña la virtud de la gratitud. Pero nos queda la pregunta: ¿Cuántos se curan? Tiene que ser esta la pregunta clave, por eso la primera lectura nos narra también la curación de Naamán (Re 5,14-17). Se quedan purificados los diez, pero al final, igual que en los otros pasajes, solo a uno se le dice: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (Lc 17,19). Todos han sido purificados, pero uno solo se ha salvado por la fe. No se trata aquí meramente del elogio de la virtud de aquel único (por cierto, samaritano, extranjero) que se ha dado la vuelta para darle las gracias a Jesús. Se trata de una lección de fe. De pedir con fe lo que le pedimos al Señor; pedir desde la confesión de nuestra confianza en Él y vivir con la conciencia de haber sido salvados. A esto nos exhorta el apóstol San Pablo en la segunda lectura (Tim 2,8-13). Todos los leprosos son purificados. Todos han quedado limpios. Pero solo el que en el camino se ve curado, el que camina sabiéndose salvado, vuelve a Jesús alabando a Dios. Al leer el evangelio de hoy, nos ha de brotar esta misma alabanza en el corazón, junto con la gratitud. Hemos sido salvados; por el bautismo somos hijos de Dios. Lo que pidamos al Padre, lo hemos de pedir con fe, con la confianza de que la salvación está cumplida ya – porque Dios nos ha querido mirar con compasión y ha querido que nos quedemos limpios. Esta es la fe que nos salva. Y con esta fe escuchamos hoy de la boca de Jesús el lema de nuestra próxima Asamblea Federal: LEVÁNTATE. Auméntanos la fe (Lc 17, 5-10) El evangelio de Lucas nos invita a hacer el camino con Jesús hacia Jerusalén. El texto que leemos este Domingo XXVII del tiempo ordinario, marca el término de la segunda etapa de ese camino. Tiempo oportuno para hacer balance y retomar fuerzas para seguir caminando. Para el creyente caminar no es solo un desplazamiento físico sino sobre todo una experiencia de vida. Caminar implica tener una meta, pero una vez puestos en marcha es necesario tomar una dirección. Hay diversas formas de alcanzar esa meta. Hoy las prisas y la inmediatez que tiene el ritmo de nuestra vida nos hacen vivir acelerados. Buscamos la eficiencia y practicidad entre otras cosas… El camino de la fe tiene otros parámetros, es necesario adquirir otras dinámicas, buscar otras formas. Jesús, nos propone recorrer el camino de la vida saboreando los encuentros, profundizando las motivaciones y nos abre al crecimiento. Para el Señor la fe no es cuestión de cantidad sino de calidad. Se trata de ser conscientes y abrirnos a una nueva sabiduría de las personas y las realidades. Vivir la vida desde la óptica de la fe es tener la certeza de que nunca hacemos este camino solos, sino que Dios camina a nuestro lado: Es renovar la esperanza asumiendo la vulnerabilidad y la fragilidad; Es descubrir la oportunidad que nos ofrece el momento que vivimos; Es afrontar las circunstancias actuales desde la confianza y el discernimiento; Es redescubrir la fuerza de la fe que nos mueve a la acción y el servicio en el compromiso de transformar la realidad. En este pasaje del evangelio se distinguen claramente dos partes. En la primera parte, Jesús habla de la fuerza eficaz que tiene la fe. Los discípulos son conscientes de las exigencias y dificultades que hay que enfrentar en la vida. Sienten que su fe es pequeña y débil. Por eso le piden al Maestro: “Auméntanos la fe”. Las palabras de Jesús acerca de la fe en esta parte, son análogas a las recordadas por Mateo y Marcos en sus evangelios. Allí se dice que quien tenga fe podrá decir a un monte: “Arráncate y échate al mar”, y la montaña le obedecería (cf. Mt 21,21 y Mc 11,22-24). Aquí se expresa, de modo muy gráfico, que bastaría una fe “Como un grano de mostaza”, una semilla pequeñísima, de apenas un milímetro de diámetro, para decirle a una morera: “Arráncate y plántate en el mar”, y que obedeciese. A través de la imagen de la semilla de mostaza, el Señor, nos ayuda a percibir la potencialidad y el valor que encierra lo pequeño. La fe no es algo mágico como un hechizo de Harry Potter, sino que es la confianza radical en Aquel que nos ha convocado y nos envía. La fe es tener la certeza y la confianza, aún en medio de las dificultades, de que Dios quiere siempre lo mejor para sus hijos. Sus proyectos son mejores que los nuestros; lo que Él quiere para cada uno de nosotros supera con creces lo que nosotros mismos estamos aspirando. La confianza en Dios y en su Palabra es fundamental en nuestra vida cristiana. Como nos lo recuerda el profeta Habacuc en la primera lectura: "El justo vivirá por su fe." En ese sentido debemos recordar que la fe es un don, el principal de los dones. Por otra parte, la morera es un árbol grande, con raíces poderosas y extendidas, muy difícil de arrancar, y, además, imposible de hacerlo crecer en el agua. El ejemplo de la morera, firmemente sostenida con fuertes raíces, está muy en consonancia con el modo en que Jesús comienza su respuesta: “Si tuvierais fe…”. La palabra “fe”, en hebreo (emunah), tiene la misma raíz que el verbo “creer” (he’emin) que también significa “estar bien afianzado”, “tener fortaleza”. Lo que Jesús quiere expresar está bastante claro: La fe proporciona un APOYO SÓLIDO que permite afrontar retos impensables, tareas grandiosas, humanamente imposibles. A quien tiene fe, esto es, al que SE APOYA CONFIADAMENTE EN DIOS, no hay nada que se le resista. Por eso dirá Jesús en otra ocasión que “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23). La fe es gracia, viene de Dios. Al igual que los discípulos debemos pedirla; rogar siempre con insistencia para que se nos aumente la fe, y poder vivir en armonía con Dios, enfrentando las crisis que se puedan presentar. En la segunda parte del Evangelio, Jesús ilustra con un ejemplo el hecho de que la fe, si es verdadera, ha de manifestarse en una actitud de servicio desinteresado. Aquí Jesús nos enseña que fe y servicio no se pueden separar, sino que están íntimamente unidos. Un servicio intenso y sacrificado, como el de aquel servidor que trabajó toda la jornada y al regresar a casa, cansado y hambriento, todavía se puso a preparar la cena a su amo, sin quejarse y sin pensar que hacía nada extraordinario. El ejemplo que propone Jesús es muy exigente. Según los parámetros del mundo, podríamos pensar que aquel hombre necesitaría de los buenos consejos de un abogado sobre cómo reivindicar sus derechos frente a un patrón así. Pero ese servicio total que reclama Jesús es el mismo que él realizó: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos” (Mc 10,45). La fe hace milagros, pero cuando se manifiesta en hechos de servicio, siguiendo el ejemplo de Jesús. Por tanto, no estamos llamados a servir para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro. Un requisito básico de la fe, que proporciona fortaleza con el apoyo de Dios, es la humildad. Esta virtud la tiene el siervo que ha alcanzado alguna madurez de su fe e implica el reconocimiento de la propia debilidad. Dios es el protagonista de la historia de la salvación y nos invita a colaborar en ella como buenos servidores suyos. De eso también habla la segunda parte de este pasaje evangélico. La consigna es ser conscientes de que quien obra es el Señor; cuando hayamos obrado bien debemos decir con sencillez: "Somos unos pobres siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer." Es la recompensa de quien sirve desinteresadamente a los demás por amor a Dios, “le aliviará saber, que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo... Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas” (Benedicto XVI “Deus Caritas Est”). Como conclusión podemos decir que Jesús nos propone desplegar nuestros dones y cualidades al servicio del Reino. La fe vivida y compartida transforma la realidad y nos hace abrir caminos de vida y esperanza. Jesús vivió esa confianza con el Padre, dando su vida, compartiendo, alentando y ayudando a que nuestra mirada siempre tenga un horizonte más amplio. Por eso como los discípulos, hoy nosotros le pedimos: “Señor, Auméntanos la fe”. |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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