En el Evangelio de este domingo nos acercamos a la parte final del discurso de la llanura, este discurso que venimos escuchando desde hace varios domingos, que comenzó proclamando las cuatro bienaventuranzas y los cuatro ayes de Lucas, una página de oro del Evangelio.
Ahora nos encontramos a Jesús haciendo tres advertencias: sobre los maestros de la comunidad, sobre los juicios a los demás, y sobre aquello que tenemos en nuestro interior. Como tantas veces hace, Jesús lo explica con parábolas o con imágenes: el ciego que quiere guiar, el que ve la paja en el ojo ajeno, los frutos que da un árbol. En este último caso Jesús recurre a la tradición sapiencial de Israel —por eso se lee el libro sapiencial del Eclesiástico como primera lectura— para presentarnos la vieja enseñanza de los dos caminos, a través del símil de los dos árboles: el árbol bueno da buenos frutos; el dañado, malos. La primera pregunta que nos podemos hacer surge casi inmediatamente, ¿y qué clase de árbol soy yo?, ¿qué frutos son los que da mi vida? Merece la pena dejar que por un momento pasen por nuestra mente los rostros de las personas con las que nos relacionamos, la vida que llevamos, nuestros quehaceres diarios, las preocupaciones del mundo…, ¿qué fruto da mi vida?, ¿qué árbol soy en este mundo?, ¿qué dicen mis frutos, mis obras o mis palabras de lo que hay en mi corazón? Pero no lo dejaremos aquí y nos preguntaremos, ¿pero y Jesús?, ¿qué fruto dio su vida?, ¿cuáles son los frutos del árbol de su vida? Inmediatamente tenemos que pensar en su vida, en su predicación y milagros por Galilea, sus visitas a Jerusalén y sus polémicas con sus adversarios, pero tenemos que imaginarlo inevitablemente en el final de su vida, al fin colgado del árbol de una cruz. ¿Y tú Jesús, tú que eres el Árbol Bueno, qué fruto dio tu vida? Si quiero iluminar mi vida con la tuya déjame que tu vida responda a la mía. ¿Qué frutos son los que tu diste? Si tengo que valorar tu vida desde la lucidez que da el final de la vida te encuentro sobre el calvario, abandonado de todos, apenas unos íntimos quedan contigo. Si entendiera que los frutos son una especie de éxito vital, o existencial, tendríamos que decir que tú no has dado ningún fruto, que al final de tu vida no encontramos ningún éxito, que pocos creyeron en ti, nada pareció quedar de todas tus palabras, al final de tu vida poco pudiste presentar como éxito. Si te miro con ojos muy terrenales, muy apegados a valorar los frutos como logros objetivos, diría que tú has sido un pobre árbol. Pero de ti Señor, sin embargo, nos viene la salvación, de ti, Árbol Bueno que saca de su corazón lo que tiene, nos ha venido la vida. En ti Señor, que colgaste solo y vacío al fin de tu vida, que te presentaste con las manos vacías, en ti Señor, somos, nos movemos y existimos. Si de ti nos viene la vida, la salvación, si tantos frutos ha dado tu vida a lo largo del tiempo, si tu vida ha inundado el tiempo de frutos de salvación, en cada hombre y en cada mujer, si también en la mía yo te tengo, es porque lo que hay en tu corazón es vida abundante más allá de nuestras muertes y de la tuya. Es lo que nos recuerda hoy la segunda lectura. Si tu vida ha dado tanta vida, hasta lo que parece el mayor fracaso, es porque la vida de Dios habita en ti, es porque la relación con el Padre llena tu corazón, es porque viviste hasta el silencio de la muerte, el mayor fracaso con la confianza puesta en Él, sabiendo que la misericordia del Dios que es padre bueno te sacaría de ahí. Esta misericordia del Padre es la que encontramos precisamente en el centro de este discurso de la llanura, el discurso de las bienaventuranzas, y que lo ilumina todo, también el evangelio que hoy proclamamos. La misericordia de Dios que lo sostiene todo se convierte en el horizonte verdadero de este discurso y por eso también en el horizonte de la vida, del hambre y la sed de toda persona. Jesús habla en todo este capítulo 6 de nuestras preocupaciones más reales, de nuestra existencia real y verdadera: el hambre, nuestros sufrimientos y lágrimas, el deseo de felicidad, las alegrías y también los rencores que se meten en tantas relaciones, y hoy concretamente nos habla de nuestros juicios sobre los demás, de nuestras pretensiones de hacernos maestros de otros, y de los frutos que da nuestra vida. En el centro de todo eso, como explicándolo todo, la misericordia de un Dios que hoy, iluminando lo que vivimos, está Él. ¡Qué pobre sería la vida si la medimos desde nuestros criterios!, ¡qué duros seríamos los unos con los otros, qué raquítica se nos quedaría la vida!, pero en el corazón del mundo late una presencia que da una esperanza, una razón, un sentido, que lo siembra de vida, más allá de esta existencia que a veces experimentamos tan pobre. También para lo que hoy vivimos la misericordia del Padre es la luz que ilumina nuestro presente. Eres Tú Señor, Árbol Bueno que da frutos buenos, en quien ponemos nuestra confianza. Deja Señor que te abramos nuestra vida a ti, que tú expliques y des sentido a nuestras preocupaciones, deja Señor que tu amor también inunde nuestro corazón para que así podamos también dar muchos frutos de vida, deja Señor que no juzguemos a los demás con nuestros criterios tan a nuestra medida sino que los miremos tal como tú lo haces, deja Señor que tu voz en el mundo toque nuestra vida, este mundo que grita amenazado por tantos conflictos, deja Señor que en nuestra vida seas tú el que dé mucho fruto de paz, de bien para el mundo, para este mundo que llora y a mí también me reclama. Deja Señor que ponga mi vida ante Ti y a Ti te abra mi corazón para lo que me quieras dar. Queridas hermanas: Seguimos la lectura del evangelio de la misericordia: San Lucas. Se hace como cuesta arriba para nuestros corazones pegados al polvo de esta tierra, esta lectura del capítulo seis. La Iglesia como maestra, sabe que hay mucho que rumiar en este capítulo, por eso nos lo reparte en tres etapas, tres domingos diferentes. Así podremos ahondar en el mensaje del Señor para ensanchar nuestro espacio interior y dejar fecundar su palabra en nuestras vidas. El domingo anterior el Señor nos exhortó mediante las bienaventuranzas de Lucas, a apostar por este amor a los pobres, a los que tienen hambre y sed. Antes de escuchar este: ¡Alegraos! El Señor nos dejó esta última bienaventuranza: “Bienaventurados vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre.”1 ¿Quiénes son si no enemigos, los que odian, excluyen e insultan…? Si el Señor dijo: “La boca habla de lo que rebosa el corazón”,2 Es evidente que quien insulta, calumnia, o proscribe vuestro nombre como infame, tiene en su interior una enemistad, a ese mal estamos llamadas a responder con bien en el nombre del Señor. Y ese es el bien que estamos llamadas a custodiar desde la oración como mediación de paz y concordia entre los hombres de la tierra. Amad, haced el bien, bendecid, orad; ante la calumnia, ante la maldición, ante el odio, ante la enemistad. “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”3 No hay más vuelta que dar, este es el mensaje del Maestro, del hermano mayor que quiere que seamos como su Padre; misericordiosos, sin juzgar, sin condenar, perdonando ; así, solo así, seremos llamados Hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los malvados y desgraciados.4 Esto es lo que sí tiene mérito: “No dejarse vencer por el mal y en cambio, vencer al mal con el bien.”5 Busca en tu corazón este mérito, busca a tu alrededor, otea el horizonte y si lo encuentras, da gracias al Señor dador de todos los bienes. Unos minutos de silencio ¿Has encontrado algo? Yo he encontrado esto: “Lo que pasó fue que un oficial alemán vestido de las SS entró en el gueto una noche de lluvia. Mi madre le dijo: “Llévate a mi hija”. Levantó la alambrada y le entregó al bebé, yo, una niña judía de dos años y medio. Afligida, me puso en las manos de un maravilloso hombre con uniforme de las SS. Ahora sé que ese hombre, Aloïs Pleva, servía en el ejército alemán y vivía cerca de la frontera alemana. Ese hombre me cubrió con su abrigo. Me escondió con su abrigo y me llevó a la frontera entre Alemania y Polonia, a casa de sus padres. Me hicieron pasar por su hija, me criaron en la más pura tradición católica hasta el final de la guerra ¡Qué gesto! ¡Qué magia,esa mano tendida! Son destellos de luz en lo que llamamos locura humana.” HUMAN - vídeo #1: La amabilidad puede venir de cualquier parte “Recuerdo que mi padrastro me pegaba con alargadores eléctricos y perchas, con trozos de madera o lo que fuera. Me decía: “Me ha dolido más que a ti, lo he hecho porque te quiero.” Me transmitía una idea errónea sobre lo que era el amor. Durante muchos años pensé que el amor tenía que hacer daño. Hacía daño a mis seres queridos. Medía el amor según el daño que hacía al otro. Fue al entrar en la cárcel, un entorno desprovisto de amor, cuando comencé a comprender lo que era el amor y lo que no. Conocí a alguien, y ella me hizo ver por vez primera lo que era el amor. Supo ver más allá de mi situación y de mi condena a cadena perpetua por el peor crimen que un hombre puede cometer: Matar a una mujer y a un niño. Fue Agnes, la madre y abuela de Patricia y Chris, a los que maté, quien me dio la mejor lección sobre el amor. Porque ella tenía todo el derecho de odiarme, pero no me odiaba. Y con el tiempo y el camino que hemos recorrido, que ha sido increíble, me ha dado amor. Y me ha enseñado lo que era.” HUMAN - vídeo #13: Amor del lugar más insospechado. Las palabras del Señor se cumplen en las vidas de tantos hombres y mujeres que dan pasos firmes ante el mal para ofrecer el bien. Custodiémos estos pasos con la oración, con la ofrenda, con la vida hecha comunión en un pacto por obrar, cueste lo que cueste, siempre el bien. Allanemos los caminos de muchos hombres y mujeres para que puedan responder a esta llamada : “Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo.6 1 Lc. 6,22. 2 Lc. 6,45b. 3 Lc 6, 31. 4 Lc.6, 35. 5 Rom.12,21. 6 Lc. 6, 32-35.
Jesús comienza la predicación de su Reino con un gran mensaje centrado en el gran anhelo que tiene toda la humanidad: LA FELICIDAD. Este es un deseo fundamental que se haya en todo hombre. Pero la felicidad que anuncia y promete Jesús no la coloca en el poseer, en el dominar, en el triunfar, en el gozar; sino en la experiencia personal de amar y ser amado.
¿Quiénes son los realmente felices? Jeremías nos dice en la primera lectura: “bendito quién confía en el Señor”. El salmo refuerza esta misma idea: “dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni se sienta en reunión con los cínicos”. Para Jesús, los dichosos, los bienaventurados son: los pobres, los que pasan hambre, los que lloran, los perseguidos. En definitiva, los que, no teniendo donde agarrarse y confían verdaderamente sólo en el Señor. Esos son los dichosos. Esos son el árbol que sobrevive a los desastres porque, como dice Jeremías, están arraigados en el Señor. Todos esos, en su pobreza, son dichosos porque conociendo sus limitaciones, pueden luchar para superarlas; por el contrario, los ricos, los hartos, los que siempre reciben alabanzas, son, en realidad, unos desgraciados, porque creen que ya lo tienen todo; pero en el fondo cuando sobrevienen las dificultades se dan cuenta de que no tienen nada firme que les sostenga en la vida. Confiando en sí mismos son como el árbol en el desierto, al que, a pesar de tener mucho espacio, le falta lo importante: el agua, el Señor. En todas estas bienaventuranzas que va relatando Jesús, la felicidad está en querer a Dios y ser queridos por él. Jesús nos quiere lanzar a vivir una plenitud que está lejos de los ideales de este mundo. Este amor de Dios no consistirá en la abundancia, ni en el triunfo, ni en la gloria, sino que se descubrirá en la pobreza, en el hambre y en la persecución. Es una locura evangélica que produce el desprendimiento, el compartir, el estar pendiente del otro. Es el verdadero camino de la felicidad ¡Dichoso tú, yo y el otro! Lucas presenta la contrapartida de las bienaventuranzas terminando con las malaventuranzas. Nos hemos quedado con las de Mateo y las hemos dulcificado dejando a un lado la versión de Lucas. En el fondo, si somos sinceros, tenemos que reconocer que nos cuesta escucharlas porque nos resultan duras. Es como el aguijón que se introduce en nuestro ser y remueve nuestras conciencias. Y es que las bienaventuranzas de Jesús distan mucho de ser una bella historia sentimental y dulce. No son una especie de prólogo brillante y literario del sermón de la montaña. Son el punto central de su mensaje. Son ocho fórmulas (en Mateo) o cuatro (en Lucas), que resumen todo el nuevo espíritu que se anuncia; son la apuesta del hombre entre dos caminos. La apuesta es radical, y sin intermedios: o la bienaventuranza o bien ¡ay de vosotros…! Si comprendemos la novedad que el mensaje de Jesús quiere traer a nuestra vida, seremos capaces de situarnos en la vida con otra mirada. Para Jesús es una actitud de vida: la vida es el objetivo de sus bienaventuranzas no hay otro camino por el que avanzar. Pero si nos preocupamos de nosotros mismos el camino se hace difícil. Sólo hay dos alternativas, o emprendemos el camino de la felicidad o lo dejamos, eso depende de nosotros y de nuestra libertad. Jesús es el primer “bienaventurado”. Las bienaventuranzas son el retrato de su vida. Ajustar la vida a las bienaventuranzas es seguir a Jesús, comprometerse con su persona y su causa; asumir su proyecto de salvación y felicidad. En la medida que lo hagamos podemos alegrarnos y saltar de gozo ya en este día, adelantando la felicidad que será plena en el cielo. Convirtamos juntos esta pequeña reflexión en una sencilla plegaria que pida al Señor que nos ayude a avanzar por el Camino de las Bienaventuranzas, que Él nos haga descubrir lo que más necesitamos, y nos mantenga los ojos y el corazón bien abiertos para seguir caminando junto a Él por este camino que conduce a la VIDA. La pesca milagrosa. Nerina Canzi La liturgia de este Domingo, nos invita a pararnos y preguntarnos por la realidad de nuestra vida. Porque todos nosotros tenemos la certeza de que nuestra vida tiene sentido . Que el ser humano está llamado a VIVIR de verdad. A llenar sus años de vida y no sólo su vida de años. Dios nos ha creado a cada uno de nosotros personalmente para darnos vida y sentido. Preguntarse por algo más que el trabajo, la comodidad, las apetencias, los deseos o las necesidades, nos abre a la búsqueda de la verdadera identidad: ¿Quién soy yo? ¿Qué hago aquí? ¿Para qué estoy vivo?... Es la pregunta por el fin de la vida.
Las lecturas de este día nos vienen a lanzar esa pregunta en clave de Dios. Dios tiene un proyecto y un plan, un sueño, para cada uno de nosotros. Planes, proyectos y sueños que cargan de sentido nuestro tiempo, nuestros esfuerzos, nuestro proyecto vital y nuestro día a día. Planes que nos hacen sus colaboradores para que su presencia llegue tanto a los que buscan como a los que se han olvidado de buscar: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?”. Hoy las lecturas nos presentan: la vocación de Isaías y la elección de Simón Pedro como “pescador de hombres”. El evangelio nos muestra la llamada de los primeros discípulos. En estos textos se narra la respuesta a la que cada uno en nuestro propio ámbito estamos llamados a responder. Dios nos pregunta personalmente: “¿Quién será mi voz en el mundo?” Espera nuestra respuesta. En este día nos sentimos llamados por Jesús a ir al mar de nuestra existencia. A nuestro mar profundo. Al centro de nuestra vida, de nuestro corazón. Animarnos a hacernos las grandes preguntas. Se podría decir: animarse a ir a un “más allá” pero desde un “más adentro” La pregunta es libre, Dios jamás se impone, aunque Él sabe cuál sería lo mejor para cada uno de nosotros, cómo realmente nuestra vida se llenaría de vida y de sentido. Lo sabe incluso conociendo nuestras limitaciones y pecados, (en las lecturas, tanto Isaías como Simón Pedro se reconocen pecadores, limitados, débiles), Dios cuenta con ello. Él se encargará que nuestros errores convivan con nuestros aciertos… siempre que echemos las redes en su nombre, es decir, siempre que en el centro de nuestro servicio, de nuestra misión, de nuestra solidaridad o nuestra predicación, le pongamos a Él, no a nosotros mismos. Eso nos lleva a pensar que sus planes no son nuestros planes, que no saldrán las cosas como nosotros pensamos o proyectamos, que a nuestros ojos puede aparecer el fracaso, el error, la muerte, y que necesitamos tener una mirada de fe, de esperanza y de amor. Se trata de confiar que aunque nosotros nos sintamos fracasados, no es a nosotros mismos a quienes hay que poner en el centro, sino a Dios. Como el evangelista Lucas nos muestra, la llamada, está precedida por la enseñanza de Jesús a la multitud y por una pesca milagrosa, realizada por voluntad del Señor (Lc 5, 1-6). De hecho, mientras la muchedumbre se agolpa en la orilla del lago de Genesaret para escuchar a Jesús, Él ve a Simón desanimado por no haber pescado nada durante toda la noche. En primer lugar le pregunta si puede subir a la barca para predicar a la gente, ya que estaba a poca distancia de la orilla. Después, terminada la predicación, le pide que se dirija mar adentro con sus compañeros y que eche las redes (cf. v. 5). Simón obedece, y pescan una cantidad increíble de peces. De este modo, el evangelista hace ver que los primeros discípulos siguieron a Jesús confiando en Él, apoyándose en su Palabra, acompañada también por signos prodigiosos. Puede llamar nuestra atención que antes de este signo, Simón se dirige a Jesús llamándole «Maestro» (v. 5), y después le llama «Señor» (v. 7). Es la pedagogía de la llamada de Dios, que no mira tanto la calidad de los elegidos, sino su fe, como la de Simón que dice: «Por tu palabra, echaré las redes» (v. 5). Simón tiene miedo, pero Jesús le quita dramatismo a la situación, lo invita a una gran aventura, y le pide una entrega total, un seguimiento sin condiciones. La respuesta de Simón y de los que estaban con él no se hizo esperar: dejadas todas las cosas, le siguieron. La experiencia de las propias limitaciones y de la personal debilidad no es obstáculo alguno. Simón Pedro era consciente de todo eso y, a pesar del miedo inicial, no dudó en seguir a Jesús Por último señalar que la imagen de la pesca remite a la misión de la Iglesia. Comenta al respecto san Agustín: “Dos veces los discípulos se pusieron a pescar por orden del Señor: una vez antes de la pasión y otra después de la resurrección. En las dos pescas está representada toda la Iglesia: la Iglesia como es ahora y como será después de la resurrección de los muertos. Ahora acoge a una multitud imposible de enumerar, que comprende a los buenos y a los malos; después de la resurrección comprenderá sólo a los buenos” (Discurso 248, 1). La experiencia de Pedro, ciertamente singular, también es representativa de la llamada de todo apóstol del Evangelio, que jamás debe desanimarse al anunciar a Cristo a todos los hombres, hasta los confines del mundo. La vocación es obra de Dios. El hombre no es autor de su propia vocación, sino que da respuesta a la propuesta divina; y la debilidad humana no debe causar miedo si Dios llama. Es necesario tener confianza en su fuerza que actúa precisamente en nuestra pobreza; es necesario confiar cada vez más en el poder de su misericordia, que transforma y renueva. Todos nosotros estamos llamados a ser colaboradores de Dios, a echar las redes en su nombre para transformar nuestro mundo con el mensaje del Evangelio, es la paradoja del Señor, por el que, saliendo de nosotros mismos, poniéndole a Él y su presencia en el centro de nuestra vida, nosotros seremos más auténticos y nuestra vida tendrá sentido. Os invitamos a que esta Palabra de Dios reavive también en nosotros y en nuestras comunidades cristianas la valentía, la confianza y el impulso para anunciar y testimoniar el Evangelio. Que los fracasos y las dificultades no induzcan al desánimo. Confiamos también en la intercesión de la Virgen María, Reina de los Apóstoles. Ella, bien consciente de su pequeñez, respondió a la llamada del Señor con total entrega: «Heme aquí». Con su ayuda maternal, renovemos nuestra disponibilidad a seguir a Jesús, Maestro y Señor. |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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