Jesús proclama bienaventurados a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los misericordiosos, a quienes tienen hambre de justicia, a los limpios de corazón, a los perseguidos(cf. Mt 5, 3-10). Es una enseñanza que viene de lo alto y toca la condición humana, la que quiso asumir, para salvarla. Comienza con bienaventurados, sigue con la condición para ser tales y concluye haciendo promesa. El motivo de las bienaventuranzas no está en la condición de pobres de espíritu, afligidos, hambrientos de justicia, perseguidos…sino en la promesa, que hay que acoger con fe como don de Dios. Se comienza con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, al Reino anunciado por Jesús. La realidad de miseria y aflicción es vista en una perspectiva nueva y vivida según la conversión que se lleve a cabo. No se es bienaventurado si no se convierte, para poder apreciar y vivir los dones de Dios. Las bienaventuranzas hablan de sufrimiento, de pobreza, de hambre, de persecución, de llanto, de falta de paz y de justicia, de mentira y de insultos. Hablan del sufrimiento del hombre en su vida terrena. Pero no se detienen ahí. Hablan de dicha, de alegría y de las razones, del porqué de esta dicha. “Porque de ellos es el Reino de los cielos”, porque de ellos es Dios mismo, amor sin límites, abismo sin fondo de misericordia, plenitud de vida, justicia y paz, bondad suprema, reconciliación y perdón para todos, fuente de luz. Las bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, trazó de sí mismo, Él fue pobre de espíritu, manso, misericordioso, perseguido; son la expresión de la vida que Él encarnó y vivió históricamente; la vida que sus discípulos vieron con sus propios ojos y palparon con sus manos. Su manera de vivir era provocativa. Ser cristiano es vivir como Él vivió. Jesús reveló el amor de Dios a los más desfavorecidos de la sociedad y manifiesta la voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad. Las bienaventuranzas nos introducen por el bautismo en la participación de la muerte y resurrección de Jesús. Se basan en el hecho de que existe una justicia divina, que enaltece a quien ha sido humillado injustamente y humilla a quien se ha enaltecido, para convertirlo. Nos abren un horizonte nuevo con relación a la vida y a la forma de vivirla. Nos invitan a purificar nuestro corazón, a poner en Dios la confianza plena, a no esperar de otro la salvación. Nos enseñan que la verdadera felicidad no reside en tener, ni en el éxito o el poder, ni en ninguna obra humana sino en la entrega y donación de nosotros mismos. Dios. Este es el camino del hombre nuevo y renovado que camina y vive en comunión con los demás. Jesús no quiere ni nos manda que vivamos en la miseria, que suframos, que lloremos, que pasemos hambre y sed. Quisiera para nosotros una vida digna y desde ella, preparar y empezar ya a vivir la eterna. Pero, la cruda y dura realidad es que existe el hambre, la sed, la pobreza, a veces extrema, la enfermedad, el sufrimiento, la soledad, la injusticia y la discriminación racial como acabamos de ver en la semana de oración por los cristianos. Pero, lo que Jesús dijo y prometió fue algo mucho más profundo, mucho más difícil, eterno: ¡Seréis dichosos, felices! Y esa dicha y felicidad nadie os la podrá arrebatar. San Agustín relacionó las bienaventuranzas con las siete etapas del progreso en la vida espiritual y, además, asociaba a cada una de ellas, a uno de los siete dones del Espíritu Santo: pobreza de espíritu y temor de Dios; la mansedumbre y el don de piedad; las lágrimas de la oración y el don de la ciencia; el hambre de la justicia con la fortaleza; misericordia y don de consejo; pureza de corazón e inteligencia; la paz de los hijos de Dios y el don de la sabiduría. La octava de las bienaventuranzas de Mateo (en Lucas son cuatro) expresa, según él, la perfección de todos los grados precedentes. La mejor manera de ir penetrando en el espíritu de las bienaventuranzas es orarlas: “Tú que eres el que tienes un corazón limpio, contágiame tu limpieza; tú que eres misericordioso, contágiame tu misericordia; tu que eres el que tienes hambre y ser de justicia…” Y así nos vamos convirtiendo y asemejando más a Jesús, “pobre y humilde.” Lecturas:
So 2,3; 3, 12 - 13 Sal 145, 7.8 - 9a.9bc- 10 Cor 1, 26 - 31 Mt 5, 1 - 12a La Palabra de Dios es Jesucristo Icono: Jesús como judío, Emaús-Nicópolis, Israel En este domingo III del Tiempo Ordinario, Domingo de la Palabra, los textos bíblicos elegidos para proclamar en la Eucaristía expresan con mucha fuerza que justamente el cristianismo no es una religión del libro y que la Biblia, por tanto, no es un mero relato ni un cuerpo de doctrina ni una memoria escrita sobre hechos importantes de la historia porque la Palabra se ha hecho acontecimiento, carne, persona. La Palabra de Dios es Jesucristo. No estamos ante una enseñanza sino ante una Presencia, un Rostro, un Tú, una Libertad que nos provoca, nos atrae, nos zarandea, nos apasiona y conmueve toda nuestra existencia y todas las dimensiones de nuestro ser. La Palabra de Dios, Jesucristo, ha salido a recorrer la faz de la tierra, ha salido a nuestro encuentro, se dirige a nosotros y nos invita a una relación. Cuando Jesús aparece se rompe el curso establecido de los acontecimientos, porque Él introduce una novedad radical, una discontinuidad con el ritmo previsto de las cosas. Lo oscuro se ilumina, los alejados se avecinan, los gentiles son invitados a la mesa de los hijos y los hijos de los pescadores ya no tendrán que ser más pescadores, como lo fueron sus padres y los padres de sus padres. Saldrán de esa línea marcada de sucesión, de destino, de imposición, para libremente romper filas, iniciar una nueva existencia y seguirle. Pedro, Andrés, Juan y Santiago dejan lo que se preveía que debían hacer, pasar sus vidas repasando redes, y se ponen en camino, se van con Él: “Y lo siguieron”. Así es la irrupción de Cristo en la historia, catalizando toda la atención, porque Él es el principio de verificación de la autenticidad de una vida. En Él se reconoce la razón primera y última de la existencia, de mi pequeña vida. La Escritura habla de Él. Todo en ella está orientado hacia Él. Todo lo que en ella se narra, todos aquellos que en ella aparecen lo esperan. Todo se cumple ante su Presencia. Sí, el Reino ha llegado, lo hace presente Él, que está aquí, que está entre nosotros, que está vivo y sigue pasando por la orilla de nuestras vidas y nos llama, se fija en nosotros, nos conoce, viene a buscarnos, hasta los confines de la tierra, “allende el Jordán”. Ante Él se despiertan los anhelos profundos del corazón que ya habíamos dado por perdidos… porque Aquel al que admiran el sol, la luna y las estrellas, el deseado de las naciones y el esperado de los pueblos, el cumplimiento de las promesas está aquí, ante Mí y me llama. Lecturas:
Is 8, 23b–9, 3 Sal 26,1.4.13-14 1 Co 1, 10-13. 17 Mt 4, 12-23 Cordero de Dios, de Francisco de Zurbarán El evangelio de hoy es de una densidad tremenda. El primero que aparece es Juan. Si tenemos en la mente la primera lectura, que es del profeta Isaías, Juan se nos puede presentar como el último de una larga historia de profetas. Lo encontramos como el último eslabón de una cadena de profetas, en esa cadena de hombres y mujeres que a lo largo de la historia lo han deseado, han intuido su venida y lo han hecho esperar a los demás hombres. En el fondo, en los profetas estamos todos, en su voz se escucha la voz de la humanidad entera, que espera una plenitud de la vida, una paz y una justicia, y que confiesa que solo de ti, Señor, nos viene la salvación. Y así tenemos a Juan, que al final del hilo del Antiguo Testamento levanta su dedo para señalar a otro. Ahí está Jesús, Él es el Cordero de Dios. En Él se cumple la promesa hecha desde muy antiguo, la que anunciaba Isaías. Poca cosa, dirá el profeta, es que Dios mande una salvación para unos pocos, para un grupito selecto. Tiene más valor estas palabras cuando recordamos el contexto en el que lo escribía. Israel vivía entonces el exilio, o apenas estaba volviendo de él. Habían vivido el destierro de su tierra y de sus costumbres, una tremenda desgracia. Que Dios quisiera hacerles volver a su tierra y rescatarles era ya una grandísima alegría. Tendría entonces Israel la experiencia que podemos tener nosotros cuando Dios nos ha salvado de nuestra propia problemática, de nuestra propio destierro, la alegría de un Dios que nos ayudado y salvado en un momento dificílisimo. Pero es entonces cuando Israel conoce el amor de Dios que le hace decir que este Dios no es señor solo de mi historia y mis problemas, sino que de Él esperaran la salvación todos los hombres, y que Él la traerá hasta los confines de la tierra. Esta fe nace en Israel de la experiencia de un Dios cuya fuerza es misericordia con cada hombre, con cada mujer, con cada pueblo. Éste es en quien se cumplirán las promesas, dirá Juan. Y el texto se llena entonces de títulos sobre Jesús con los que entrar en este misterio. Este, Jesús de Nazaret, es el Cordero de Dios, es Ungido por el Espíritu, y el Hijo de Dios. Tú eres, Señor Jesús, la esperanza de todos los hombres, tú eres la esperanza mía, salvación de mis días. Tú has que venido a restaurar la paz y la justicia con tu sangre, con tus días, con tu piel. Eres Tú, corderillo de Dios, la luz que alumbra nuestros pasos, a Ti te confesamos lleno del Espíritu y el Hijo de Dios esperado desde siempre, y esperado ahora también por tantos hombres que anhelan la paz, el bien, la justicia. Ven, Jesús, llena nuestras vidas, sé salvación de nuestras horas y déjanos, si Tú quieres, que también nosotros podamos reconocerte en nuestra vida, alzar los ojos como Juan para verte en nuestras vidas y señalarte a los demás: “Ahí está, es Jesús, el que quita el pecado del mundo”. Lecturas:
Is 49, 3. 5-6 Sal 39,2.4ab.7-8a.b-9.10 1 Co 1, 1-3 Jn 1, 29-34 Bautismo de Jesús. Sieger Koder “Este es mi Hijo amado, escuchadle”Con la celebración del Bautismo del Señor culminamos el tiempo de la Navidad, tiempo en el que hemos contemplado al Hijo amado de Dios en la ternura de un Niño recién nacido, custodiado con inmensa ternura por sus Padres: San José y la Virgen María. Ellos tuvieron la experiencia asombrosa de escuchar las primeras palabras del predilecto. Ellos fueron los primeros que recibieron este mensaje del Padre: “¡Este es mi Hijo amado, escuchadle!” ¡Cómo no seguir el ejemplo de escucha en María y José, para atender a las palabras del Padre! Esta actitud de escucha en ambos, nos puede llevar con mayor asombro a contemplar el acontecimiento del Bautismo del Señor en el Jordán. Esta voz del Padre ya no llega a la humanidad por medio de un mensajero, sino que “La voz del Señor sobre las aguas, ha tronado” .Es su propia voz, su propio mensaje el que llega a los oídos de los que esperaban un nuevo bautismo; aquellos, reconocen sus culpas y quieren volver a Dios y empezar de nuevo,iban con un corazón quebrantado a recibir el bautismo de Juan y además del bautismo tuvieron la gracia de escuchar la voz del Padre sobre el Hijo y ver al Espíritu Santo que se cernía como una paloma sobre él. Este pasaje de la vida de Jesús muestra a las dos personas de la Trinidad que custodian la vida del Hijo, que humilde entregará su vida por la Salvación de sus hermanos. Hoy podemos contemplar este icono de la Trinidad entre el cielo y la tierra; entre la hondura del agua en la que desciende Jesús y el cielo abierto sobre él, puente de comunión entre Dios y los hombres(1), por Él y a través de Él se nos han abierto las puertas de la vida para siempre. Este es el Hijo amado, el predilecto sobre el cual descansa el beneplácito de Dios. En este tiempo ordinario que se avecina, muchas palabras de Jesús llegarán a nuestros oídos. Os invito a renovar la manera de escuchar al Hijo amado de Dios para experimentar una relación más profunda con Él; no escucharle con los oídos solamente, sino con los oídos del corazón.(2) Escuchar a Dios es una gracia que hay que pedir y custodiar cuando se nos da. Y cuando vivamos esta experiencia de escucharle, recordemos que Dios ama al hombre y que por esta razón le dirige la palabra e inclina su oído para escucharlo.(3) él quiere que tengamos una relación cercana, auténtica de verdadero diálogo y profunda comunión con cada uno de sus Hijos. Escucha al Hijo y podrás escuchar al Padre y , no te preocupe cómo hacerlo porque el Espíritu Santo vendrá en tu ayuda. (1) Benedicto XVI Jesús de Nazaret Cap.1 El bautismo de Jesús (2) “Escuchar con los oídos del corazón” Papa Francisco mensaje para la 56ª Jornada mundial de las Comunicaciones Sociales (3) id. Lecturas:
Is 42, 1-4. 6-7 Sal 28, 1b y2. 3ac-4. 3b y 9c-10 Hch 10, 34-38 Mt 3, 13-17 |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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