María, la humildad del Gran SignoEn este nuevo año litúrgico hemos recorrido con María y con toda la Iglesia un breve tiempo de preparación para la Venida del Señor. con Ella y como Ella, somos peregrinos en la fe, caminamos en esperanza, en busca de ese hilo de oro que mantiene todo unido e iluminado: el Mesías. Hoy, vísperas del tercer domingo de Adviento o Domingo Gaudete, la liturgia nos invita a “Alegrarnos en el Señor” (Flp 4,4), más aún a “regocijarnos” en el Señor, que está cerca. Es una alegría desbordante, profunda, plena, sin medida. Es difícil pensar en un estado sincero de alegría cuando sabemos que millones de personas son víctimas de conflictos en distintas partes del mundo. Las armas, la represión, las violaciones de los derechos humanos, la explotación de niños y mujeres, tienen lugar hoy en nuestro mundo. ¿Podemos alegrarnos plenamente? Miles de hermanos y hermanas nuestros no saben lo que es la alegría, ni han experimentado el consuelo de un amor verdadero, sufren desde la infancia, mueren, quizá, sin una presencia amable a su lado, habiendo experimentado solo dolor, soledad, vejación, odio, miedo… ¿Cómo es posible experimentar alegría frente a este mundo herido? ¿Debe entristecerse nuestro corazón y apagarse nuestra fe? ¿Quiere Dios la alegría de unos pocos que pueden disfrutar de ella?... nos surge esta duda como a Juan Bautista: ¿Eres tú el que había de venir, a quien hemos esperado desde siglos, el Mesías prometido por las profecías?, ¿en quién debemos alegrarnos? Y Jesús nos responde que estos son los signos: “los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Mt 11, 5). ¿Qué más signo podemos esperar? Pues hay un signo mayor que el Señor nos ha dejado. María es el Gran Signo, es la humildad del Gran Signo. Y en este Don que Dios hace a la humanidad herida, la primera palabra que dirige a María es: “Alégrate” (Lc 1, 28). Esta es la primera palabra que recibió María en la Anunciación. Sé feliz, es la alegre invitación que recibe María, que se convierte en danza y canto en el Magníficat, hace que la fe sea hospitalidad de un Dios enamorado en el que se puede confiar, a pesar de nuestras cargas, es profecía de felicidad para nuestra vida, como una consoladora bendición de esperanza que desciende sobre nuestro mal, sobre nuestras soledades y violencias, que vence oscuras tinieblas y restaura el orden cósmico, sana heridas, consuela, da visión a los ciegos, da salud a los enfermos. “Os anuncio una gran alegría” (Lc 2, 10) es la palabra que recibieron los pastores aquella noche santa de la Encarnación. “Alegraos” (Mt 28,9) es la palabra que les dice a las mujeres que buscaban su cuerpo en el sepulcro, una vez resucitado. Nuestro Dios es el Dios de la alegría: “Alégrate, exulta, goza, Hija de Sión” (Zac 9,9). Dios sigue seduciendo porque habla el lenguaje de la alegría. “¿Eres tú aquel que había de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3) le pregunta Juan a Jesús a través de sus discípulos. La respuesta de Jesús se podría decir este modo: no hay nada que esperar; “este es el tiempo.” Las lecturas de hoy nos hablan de eternidad, de una promesa cumplida, de una pertenencia, de una paz sin límites. Nos hablan de este Dios enamorado que se inclina, que desciende hasta nuestra pequeñez y se quiere hacer niño, inocente, indefenso, vulnerable. “Viene en persona” (Is 35, 4) para salvarnos, como nos recuerda Isaías en la primera lectura. La entrada de Cristo en el mundo, en la historia humana, es nuestra verdadera alegría, germen de nuestra bienaventuranza, fuente de gozo y descanso, restaurador de brechas, Él es el Príncipe de la Paz. Nos atrae hacia sí para ser uno con Él. El Cristo total. Como hoy nos recordaba el abad Isaac, en la segunda lectura del Oficio: “Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos.” Nosotras, como vasos comunicantes, vivimos, oramos, queremos abrirnos a esta gracia del Espíritu Santo, como María. Queremos vivir una comunión sincera con aquellos que sufren, siendo voz de los que no la tienen, haciendo nuestros los sentimientos, las circunstancias, los horrores, alegrías y pasiones de cada ser humano, ser portavoces de este grito de la humanidad: “¿dónde está muerte tu victoria?” y desde las entrañas de la creación necesitamos decir con voz unánime: Maranatha, Ven, Señor Jesús. Acompañemos a María en esta espera alegre, viviendo este gran misterio del tiempo presente, de la promesa cumplida en Belén. Que Ella nos revele la belleza del Rostro de este Dios enamorado: Jesús. ¡Ya viene, ya está cerca! Lecturas:
Is 35, 1-6a. 10 Sal 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10 Sant 5, 7-10 Mt 11, 2-11 Los comentarios están cerrados.
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TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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