Juan 10, 27-30 Comentado por una hermana El Buen Pator. Siglo III d.C. Autor desconocido. Arte paleocristiano "Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen”El pasaje evangélico de hoy, que nos narra el capítulo 10 del Evangelio de San Juan, nos sitúa en la segunda parte del discurso conocido como del Buen Pastor.
La ocasión para pronunciarlo parece ser la fiesta de la de dedicación del Templo de Jerusalén. Era invierno, Jesús estaba paseando en el Templo, por el pórtico de Salomón. De repente los jefes judíos que estaban allí le abordan y, rodeándole, le preguntan con insistencia: “si tú eres el Mesías, dínoslo francamente”. Aquí comienza el texto de la Palabra que hoy contemplamos. La respuesta de Jesús responde a la incredulidad de los maestros judíos con el testimonio de la verdad: “mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10, 27). Nos deja un testimonio vivo de su divinidad. Él es el Pastor, el Pastor es el Rey, es el Mesías. Nos encontramos al inicio con una declaración de pertenencia: Mis ovejas. El Mesías que profetizaron los profetas, el Pastor al que hacen referencia los textos de Ezequiel: “Yo mismo buscaré mi rebaño y lo cuidaré” (Ez 34). A Él pertenecemos. Esta es la verdad más profunda, nuestra identidad más auténtica: ser de Dios, por el bautismo fuimos “incorporados a Él” (Rom 6,5). “Somos suyos” (Sal 100,3), estamos en sus manos, hemos nacido de Él y a Él volvemos peregrinando en la vida, caminando este Santo Viaje de retorno al Padre. La Palabra de hoy nos deja dos huellas importantes: Identidad y Misión. Identidad porque partimos de esta certeza que nos transfigura la vida: somos del Señor. El Buen Pastor nos conoce. “Conocimiento y pertenencia están entrelazados. El pastor conoce a las ovejas porque estas le pertenecen, y ellas lo conocen precisamente porque son suyas. Conocer y pertenecer son básicamente lo mismo*.” Conocer el sentido, la razón de por qué estoy aquí, me hace vivir de otro modo, reconocer mi origen me conecta a la raíz más profunda de mi ser, me hace descubrir que soy hija, que hay un amor de Padre que me precede y me sostiene. Es una pertenencia que me hace libre, no me quita nada, me lo da todo. “Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre.” (Jn 10, 29) Jesús es el verdadero Pastor un pastor que conoce en la intimidad a cada una de sus ovejas, que se entrega por cada una de ellas, que busca la plena comunión con ellas. Jesucristo es el buen Pastor no por autoridad humana sino porque cumple en plenitud la voluntad del Padre, pues es uno con Él. Misión. Si nos fijamos en estos tres verbos del texto evangélico: Escuchar, conocer, seguir, conforman mi identidad de hijo/a, son las características propias del discípulo, tres acciones que no nos pasan desapercibidas y que las identificamos como de gran importancia para la misión. Un discípulo escucha su Palabra. Necesitamos estar atentos diariamente para recoger esa “alfombra de palabras” que el Señor nos regala cada día. Su Palabra me hace caminar con confianza, con certeza, con humildad, suplicándole al Señor: “déjame escuchar tu voz” (Ct 2, 14). La escucha requiere siempre de algo tan sagrado como es el silencio. “Es necesario acercarse a este centro y corazón de la revelación con la discreción de quien escucha el Silencio para dejar hablar a la Palabra*.” Solo en el silencio interior resuena la vida de su fuente, de su Palabra. Acallar otras voces, como nos lo recuerdan continuamente los Padres del desierto, se hace imprescindible para llenar nuestro vacío de Su Voz y así, disponernos para ponernos en camino, siguiendo su cayado. En la Primera lectura los discípulos Pablo y Bernabé son testigos de estas tres palabras. Leemos que la gente “escuchaba” su predicación, los que los escuchaban creían, “conocían” a Jesús y muchos, dejándolo todo le “seguían” uniéndose a ellos. La Iglesia es el rebaño del Señor, es el pueblo que Él guía, que camina hacia la promesa: “yo les doy la vida eterna y nadie los arrebatará de mi mano”. (Jn 10, 28) Es necesario salir de nosotros mismos, dar la palabra recibida, sanadora, reconciliadora, de Jesús. Es una llamada a salir a la intemperie humana, a dar una palabra de aliento. Basta mirar a Cristo, vivir con la Iglesia. Esto hicieron Pablo, Bernabé, y los demás discípulos que caminaron dejándonos un testigo, un ejemplo de vida en Jesús. Así lo hicieron también los que nos precedieron, los que aparecen en el texto del apocalipsis que hoy hemos leído: “vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas pueblos y lenguas de pie, delante del trono y delante del Cordero.” (Ap 7, 9) Cristo, Cordero manso, que da su vida para conducirnos a Dios Padre. Que el Espíritu Santo abra nuestro entendimiento para escuchar la Palabra como los iniciados, y como los discípulos en Pentecostés salgamos al encuentro de tanta gente que recorre este Santo Viaje en comunión con toda la Iglesia, con María, Nuestra Madre.
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