(Imagen: Mosaico Bizantino"Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén" | Capilla Palatina | Palermo. Sicilia | S. XII )
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. En este día, la Iglesia conmemora su peregrinación hacia la Pascua de Resurrección. La “doble” celebración de este día –procesión y eucaristía- reviste, por un lado: un ambiente festivo con la aclamación de la realeza de Cristo “Hosanna en las alturas”; (procesión de ramos), y, por otro, un ambiente de muerte “crucifícalo”, (Liturgia de la Palabra de la Eucaristía). Pero me quiero centrar en el evangelio que leemos en la procesión, está tomado de Mc 11,1-10. Os invito a entrar en la escena que narra el evangelista, de esta forma acompañamos a Jesús en su entrada a Jerusalén. 1.- Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y Betania, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías. El Señor preparó anticipadamente los detalles de su entrada en Jerusalén. Para ello lo primero que hizo fue enviar a dos de sus discípulos para que le trajeran de la aldea un pollino sobre el cual iba a entrar montado. Todo esto nos llama la atención, porque Jesús podría haber entrado en la ciudad andando como hacía siempre, pero al tomar esta decisión estaba indicando que tenía un propósito concreto. El Señor al entrar en la ciudad en un borrico prestado, se presenta como “el Príncipe de Paz” (Is 9,6) y el Salvador humilde”. 2.- Por otra parte, se cumplía la profecía del profeta Zacarías: "Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.” Además, al utilizar un animal sobre el que nadie ha montado, dedicado a un propósito sagrado (Dt 21,3), remite a un derecho real. Con este hecho se resalta que la entrada de Jesús se revestía de un carácter sagrado. 3.- Pero, aunque la entrada de nuestro Señor se revestía de humildad, no por ello faltaron las muestras de aprecio por parte de las multitudes. El evangelista nos dice que algunos pusieron sus vestidos en el camino por donde él pasaba y otros cortaron ramas que también tendieron en el suelo. Todo esto sirvió como una alfombra improvisada para la cabalgadura que Jesús montaba. El detalle es interesante si tenemos en cuenta que para ellos el vestido era un símbolo de la dignidad personal y de la posición social que tenían. Por lo tanto, al colocar sus mantos de esta manera era un gesto de entronización, hacía referencia a la realeza de Israel(2 R 9,13), así mostraban su respeto y homenaje hacia Jesús . 4.- Un detalle que aparece al principio del texto: Cuando Jesús envió a sus dos discípulos para buscar el pollino, les encargó que dijeran al dueño del animal que "El Señor lo necesitaba". ¿Puede necesitar el Señor algo de los hombres? Lo cierto es que Él tiene todo cuanto necesita. Sin embargo, en su humillación se hizo dependiente incluso de sus propias criaturas. (2 Co 8,9) "Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos." 5.- Dice el texto que las gentes cortaron ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, expectante. Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho a Abraham: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica. Podemos descubrir aquí una lección que nos trae la festividad de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera, a cuantos forman el mundo, a los diferentes países y culturas. La mirada que el creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la creación, obra de sus manos. Pero volviendo al texto del Evangelio de hoy podemos preguntarnos: ¿Qué sentían los que aclamaban a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos de nuestro corazón? Hoy debe de prevalecer dos sentimientos: 1) La ALABANZA: como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y 2) el AGRADECIMIENTO: porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Y a este don debemos corresponderle, con el don de nosotros mismos, con nuestra entrega, con nuestra oración... Los antiguos Padres de la Iglesia vieron un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo (decían los Padres), debemos poner nuestra vida, nuestra persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: “Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo...” Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas... Ofrezcamos ahora al Señor nuestras vidas. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”» Los comentarios están cerrados.
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TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
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