El santuario de la pasion de Cristo - St. John, Indiana (USA) Acuérdate de míEste domingo celebramos la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, a las puertas del Adviento. El pasaje evangélico es el de la muerte de Cristo, porque es en ese momento cuando Cristo empieza a reinar en el mundo. La cruz es el trono de este rey. “Había encima de él una inscripción: “Este es el Rey de los judíos”. En este evangelio, encontramos diferentes personajes ante Jesús crucificado. Fijémonos en la actitud de los magistrados y de los soldados; en cómo miran al supuesto rey de los judíos, al salvador de Israel, a la promesa de Dios tan esperada. Nunca habrían imaginado que la salvación llegaría a través del camino de la cruz, de un hombre humilde, capaz de cargar sobre sí la injusticia, el pecado y el mal de todos. Es por eso que le exigen un poder terrenal, exitoso, propio de aquel entonces. De otra manera, no estarían dispuestos acoger esa realeza. Y nosotros, ¿nos escandalizamos también ante un Dios crucificado o acogemos la salvación, aunque no llegue como esperamos? Frente a estos personajes, nos encontramos con la figura del buen ladrón. Impresiona contemplar a este hombre tan distinto a los otros. ¿Qué ha visto en Jesús crucificado? ¿Qué ha oído para reconocer su inocencia? Solo él en la cruz ha escuchado las palabras de Jesús: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen”. Sin dejar de ser consciente de su pecado y condena, este se acerca a Jesús con la confianza del que teme a Dios. Lejos de reprocharle su modo de actuar y su silencio, se reconoce débil y profesa su fe sin vacilar. Reconoce al que tiene delante, al Salvador, al único que puede liberarle de su condena. Pide la salvación acogiendo la realidad en la que se encuentra, no queriendo cambiar nada. Así deja su destino en manos de Jesús, el Rey del universo. Pongamos también nosotros la confianza en manos de Dios, como nos enseña este santo. Que el Señor nos conceda reconocernos pecadores y, que, por encima de nuestra debilidad, podamos descubrir su misericordia y bondad para con nosotros. San Juan Pablo II comenta este paisaje de un modo muy bello: “La respuesta de Jesús va mucho más allá de la petición. (…) Podríamos decir que estamos ante la primera canonización de la historia. Las palabras de Jesús al ladrón arrepentido contienen también la promesa de la felicidad perfecta: "Hoy estarás conmigo en el paraíso". Es un don de salvación dado a pesar de la desproporción que parece existir entre la sencilla petición del malhechor y la grandeza de la recompensa. El episodio que narra Lucas nos recuerda que "el paraíso" se ofrece a toda la humanidad, a todo hombre que, como el malhechor arrepentido, se abre a la gracia y pone su esperanza en Cristo. Es un momento de conversión auténtica, un "momento de gracia", capaz de saldar las deudas de toda una vida, que puede realizar en el hombre, en cualquier hombre, lo que Jesús asegura a su compañero de suplicio: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".(Homilía del Papa Juan Pablo II). “Jesús es el Señor” El interrogante importante que podemos hacernos en esta solemnidad es:¿Quién reina dentro de mí?, ¿Quién es el Señor de mi vida? Lecturas:
2 Sm 5, 1-3 Sal 121,1-2.4-5 Col 1, 12-20 Lc 23, 35-43 Fresco from Kariye Camii, Anastasis El Evangelio de este domingo, con el eco aún cercano de la solemnidad de todos los santos y de los difuntos y en la cercanía del fin de año litúrgico, nos invita a mirar al cielo y pone nuestra vida de especial consagración como clave de comprensión de lo que será el Paraíso. Todo empieza por la pregunta sobre la ley del levirato. Era la forma judía de asegurar la descendencia en el caso del varón que moría sin tener hijos. La viuda debía casarse con un hermano del fallecido y así los hijos que nacieran de esa nueva unión serían considerados también hijos del ya muerto. En realidad, esta ley surge en un contexto religioso en el que la fe en el más allá, en la vida después de la muerte no está clara —y así era en el grupo de los saduceos en la época de Jesús que cuestionaban la resurrección de los muertos—, de tal modo que la esperanza de una trascendencia había quedado ligada a la descendencia en este mundo. Se entendía la prolongación de la vida en los hijos pues, en ellos, algo de sus antecesores está vivo. De aquí se comprende bien la importancia religiosa dada al matrimonio, a la fecundidad, a la familia, a la descendencia, al vínculo de sangre en el mundo judío y en muchas otras religiones. Jesús rompe con estas categorías religiosas afirmando rotundamente la vida del cielo y el fin de la humanidad en la resurrección, algo que se desvelará completamente después de la Pasión del Señor por el acontecimiento único y nuevo en la historia del mundo de la Resurrección de Cristo de entre los muertos y su ascensión al cielo. Además de afirmar la existencia del cielo, Jesús explica un poco lo que este será sirviéndose justamente de la imagen esponsal. En este mundo la dimensión relacional del hombre encuentra su máxima expresión en el matrimonio donde dos personas se unen por amor haciéndose una sola carne pero en el cielo, en la vida resucitada, viviremos esta relación de amor, de comunión, de unión esponsal, cara a cara, con Dios. El Espíritu Santo nos habitará desde dentro, completamente, sin vacío alguno y de esta comunión plena nacerá en nosotros una nueva humanidad: la carne resucitada del Hijo será nuestra, seremos un solo cuerpo con Él, de tal modo que el Padre nos acogerá en su seno porque seremos semejantes al Hijo que vive en Él y para Él. Lo dice el texto bíblico: “Son hijos de Dios porque son hijos de la resurrección”. Esto no significa que en el cielo todo será impersonal y no habrá relaciones entre nosotros, como si perdiéramos nuestros vínculos de esta tierra, al contrario, todos estaremos unidos, nos perteneceremos, nos encontraremos unos en otros, seremos verdaderamente hermanos, por la comunión de todos con Cristo en el Padre. La vida consagrada por su carácter virginal y esponsal en relación con Cristo y por el nuevo vínculo de fraternidad con el que vive en relación con todos los demás hombres y mujeres, anuncia ya algo de esta vida resucitada. Hermanas, estamos llamadas a alumbrar carne de resurrección por nuestro amor a Cristo y en nuestras relaciones con los hermanos. Que nuestra consagración total a Él y el amor casto y libre de nuestras relaciones sea fermento de vida, de vida resucitada, de cielo nuevo y tierra nueva, ya aquí, en el hoy de nuestra historia y de nuestra vida sencilla. Lecturas:
2 Mc 7, 1-2. 9-14 Sal 17:1, 5-6, 8, 15 2 Tes 2, 16–3, 5 Lc 20, 27-38 Zacchaeus by Joel Whitehead “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”El encuentro de Jesús con Zaqueo ocurre en Jericó, a escasos kilómetros de Jerusalén, hacia donde Jesús camina para cumplir la Pascua que traerá la salvación. Este evangelio es como un anticipo de lo que está por venir. Es un anuncio del modo en el que el Hijo del hombre salva a los perdidos como Zaqueo, y un signo de que la Salvación ha comenzado ya en esta tierra, en cada vida, en cada historia particular de cada persona que se encuentra con Jesús. Hoy la salvación, para Zaqueo, es un encuentro. Él era recaudador de impuestos, es decir, cómplice del imperio opresor, que asfixia de impuestos al pueblo judío, y era rico a causa de este trabajo. Los demás lo consideran por eso despreciable, impuro y traidor. Ningún judío que se precie entraría en su casa y aún menos se sentaría a su mesa. Pero Zaqueo, pese a su apariencia de rico frívolo y despreocupado, quiere ver a Jesús. Lo que ha oído de Él ha despertado dentro de sí un deseo limpio, un deseo de una vida distinta y buena, una vida más plena. Por eso le busca desde la altura de un árbol que suple su baja estatura y le permite avistarle. Jesús, que no tiene sobre Zaqueo ninguno de los juicios que lo hacen un proscrito de la sociedad, advierte en seguida su mirada y, alzando los ojos, se encuentra con él. Le habla, le llama por su nombre, le trata con afecto y alegría. Quiere alojarse en su casa. Zaqueo no puede creerlo, ¡Jesús mismo en su casa! Todo su deseo se expande, la alegría le inunda, crece su esperanza. El encuentro con Jesús en la intimidad de su hogar, compartiendo mesa y pan, impulsa en Zaqueo un nuevo nacimiento. Su mirada resucita su identidad más auténtica; le recuerda su nombre, Zaqueo, que significa “justo”, “inocente”. Jesús ha mirado a Zaqueo por quién es realmente, ha visto en él su verdadero ser, que nada tiene que ver con su profesión, con su historia errada en tantos puntos, ni con su pecado, su mala fama o sus riquezas. La mirada de Jesús sobre Zaqueo le ha devuelto la verdadera imagen de sí mismo y, al hacerlo, le ha capacitado para vivir su más profunda verdad. Inmediatamente, Zaqueo espabila, despierta, se reconoce a sí mismo como un ser humano hecho para el bien y la verdad, para la justicia y el amor a sus semejantes. Y comienza, en ese instante, a vivir como tal. Se decide a abandonar sus riquezas, a veces ganadas injustamente, y socorrer a los pobres. El encuentro con Jesús, el contacto con Él, ha tocado el centro de su afecto y ha dado un nuevo sentido a su existencia. La salvación ha llegado para él, que estaba perdido en sus negocios, que no acertaba a deshacerse de los miedos, los límites y las bajezas que le impedían verse a sí mismo como quien es. La presencia de Jesús le ha fortalecido, le ha capacitado para vivir según su deseo profundo y no según la inercia de la historia y las circunstancias. El encuentro con Zaqueo ocurre hoy, se actualiza en tu vida. La salvación llega hoy para ti, que con frecuencia te reconoces de los perdidos. Seas rico o pobre, poderoso o sometido, sea la que sea la circunstancia que enmarca tu existencia hoy, también tú experimentas los límites, las fragilidades y las inercias que te impiden ser verdaderamente quién eres. Basta, entonces, buscar un lugar un poco más alto, que te permita ver un horizonte más amplio que la costumbre plana que te aplasta. Basta dejarte encontrar por Jesús, que espera para entrar en tu casa y hablarte, para liberarte de todo lo que te impide ser lo que estás llamado a ser, es decir, imagen de Cristo, semejanza de su rostro. También tú puedes experimentar la alegría de la presencia de Jesús que te dice: “hoy ya llegado para ti la salvación”. Lecturas:
Sab 11, 22–12, 2 Sal 144,1-2.8-9.10-11.13cd-14 2 Tes 1, 11–2, 2 Lc 19, 1-10 Lo primero que se nos viene a la mente con este evangelio es que Jesús nos quiere enseñar a rezar. El domingo pasado nos decía que era necesario rezar siempre, rezar sin cansarse y hoy nos dirá cuál es la disposición correcta, la actitud correcta para rezar. Pero…, en cuanto nos acercamos un poco nos damos cuenta que la enseñanza trasciende a la oración y que tocará el núcleo de nuestra fe, cuál es la imagen de Dios que tengo y con la que me relaciono.
Comencemos por quitarle la etiqueta de hipócrita al fariseo. Si empezamos leyendo esta parábola pensando que el fariseo es un hipócrita que vive su fe con falsedad, no como nosotros, que buscamos a Dios sinceramente, entonces estaremos cayendo en la trampa, estaremos actuando como él, porque en el fondo estaremos diciendo: “te doy gracias Señor porque no me has hecho como el fariseo. Te doy gracias porque no me has hecho como él, sino que yo te busco sinceramente”. Ya está, ya nos pusimos en el primer banco de la fe, nos aprobamos secretamente a nosotros mismos. El parámetro religioso del fariseo era el de la ley, el nuestro otro, pero bajo distintos criterios en realidad los dos nos hemos aprobado. Tenemos así a este hombre que se aprobó a sí mismo, que se juzgó en conciencia bueno y ahí dio por terminado su juicio, por tanto se justificó a sí mismo. Puede que hasta se quedara satisfecho consigo mismo. ¿No nos pasa eso a nosotras alguna vez?, ¿que nuestra conciencia tranquila nos hace sentir que podemos presentarnos ante Dios más dignamente, que nos mirará con más alegría?, ¿no será eso en realidad que necesitamos íntimamente la aprobación de nuestras obras para relacionarnos con Él?, ¿no nos estamos midiendo a nosotros mismos con nuestras propias obras? “Lo hago bien, cumplo con las horas y los oficios, me preocupo por los demás, rezo, gracias Señor porque me has llamado a esta vida preciosa, no como los demás que están tan perdidos”. ¿No terminará el juicio sobre nosotros mismos en nuestras propias obras?, ¿no nos medimos a nosotros mismos según nuestra propia regla, y con ella aprobamos o suspendemos, y con este resultado pensamos que Dios nos mira?, ¿no será eso creer que Dios nos mira con nuestros propios ojos? Es decir, ¿bajo qué mirada nos ponemos frente a nuestro pecado o nuestras buenas obras?, ¿bajo la mirada de Dios o bajo la nuestra? Al contrario, el publicano tenía conciencia de ser lo peor. Y se sentó en el último banco de la sinagoga, como quien se sienta en el último banco de la vida, o del refectorio, o de la clase. Y no tenía valor para alzar la mirada, seguro que tampoco la voz. Tenía sobre sí el peso de quién era, y posiblemente un peso objetivo. Si se juzgó pecador quizás no se equivocó. Pero, misteriosamente, nos dice Jesús, ahí no se terminó el juicio. Porque este hombre aún en su pecado, aún en su lejanía, aún en su humillación, aún en la conciencia mala que tenía de sí mismo, se atrevió a rezar, a dirigirse a Dios. Quizás desconfió de él pero no de Aquel que escucha la oración del oprimido, como nos recuerda la primera lectura. Y misteriosamente la salvación de estos dos hombres, de ninguno de ellos, vino por sus obras sino por la relación con Dios con la que lo vivieron. El fariseo terminó el juicio en sí mismo, se colocó bien en la vida y eso le permitió juzgar con desprecio a los demás. En cambio, el publicano es el hombre que carga sobre sí el dolor por su pecado, a veces por la memoria insoportable, por el peso de la conciencia. Pero no quiso terminar su juicio en sí mismo sino que se atrevió a dirigirse a Dios desde su humillación y la mirada de Dios sobre él fue la valoración definitiva de la vida, es la palabra última sobre nuestros actos. Dios se convierte así en la esperanza última del hombre, hasta del pecador, hasta del que no se atreve a levantar la mirada ni la voz. Si el evangelio de la semana pasada nos exhortaba a rezar siempre, hoy precisa: “hasta cuando te creas indigno”. Por tanto, el evangelio de hoy empieza siendo una parábola sobre la oración, y en realidad termina siendo una parábola sobre la Gracia, sobre el don de Dios sobre este mundo y cada hombre, diario, cotidiano, gratuito, inmenso. La gracia que nos dará la salvación el último día y la que nos ofrece la salvación cotidiana. La gracia que nos restaura cada día y que nos ofrece un amor desbordante en las grandes crisis de la vida. Este amor suyo sí que nos hace levantarnos y ponernos en pie, alzar la voz, sabernos hijos como identidad más profunda y en definitiva, capaz también de mover nuestro corazón a él una y otra vez, a Aquel que nos mira aun cuando nosotros tenemos ganas de escondernos, a Aquel que escucha siempre la voz más humilde. Ven Espíritu, y recuérdanos siempre este amor de Dios. Que nunca dude de Él ni en los momentos en los que yo me crea incapaz. Que mi oración Señor, como la del humilde, esta tarde llegue hasta Ti. Que yo descanse sin temor en Ti. Da su gracia a los humildes. 1987. Isabel Guerra Óleo sobre tela, 75 x 100 cm. “Orar siempre, sin desfallecer”La gran enseñanza de Jesús en este evangelio es “Orar siempre, sin desfallecer”. Orar siempre y sin desfallecer. Dice el evangelista que el Señor contó esta parábola para enseñarles que esta actitud en la oración es necesaria. Tanto la continuidad y la permanencia como el corazón que vive desde la fe y con ella suplica a su Dios. “Mi alma está sedienta de ti como tierra, reseca, agostada, sin agua”, esta imagen de un alma sedienta, estas palabras del salmista que hablan de la sequedad en el Espíritu, son un ejemplo de aquel que ora en medio del desfallecimiento que es estar sin fuerzas, sin energía física, moral o como con el alma desgastada. También el cántico de Jeremías en el capítulo 14 expresa “Desfallecidos de hambre... vagan sin sentido por el país” esta es la situación de un pueblo perdido que en medio de la guerra y la devastación, eleva su oración a Dios, suplica que Él no rompa su alianza con su pueblo. Estos son algunos ejemplos para situarnos en cómo en medio de la flaqueza física o espiritual otros han orado siempre a un Dios que acaso, no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche? Pero nos cansamos, nos falta firmeza en la fe y tantas veces la dureza del pecado, del misterio del mal nos alcanza, nuestra finitud como seres humanos, la enfermedad nos apartan del deseo puesto en Él, quien es nuestra ESPERANZA. Por ello la palabra de este domingo nos alienta a que, incluso, en medio de la injusticia, perseveremos en la oración, como esta viuda y además como Aarón y Jur, “sujetemos” con nuestros brazos la oración de otros que desfallecen y ya no pueden seguir elevando su plegaria al Señor. Este evangelio nos pone ante dos pregunta: ¿Cuándo desfallecemos en la oración.? y ¿Cómo oramos en esos momentos? Es importante responder a estas preguntas para luego escuchar la enseñanza del maestro. San Agustín dice: “Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel? Hay que vaciar primero el recipiente, hay que limpiarlo y lavarlo, aunque cueste fatiga, aunque haya que frotarlo, para que sea capaz de recibir algo.” Si no reconocemos qué nos produce dejar la oración continua, no podemos, a lo mejor, aplicar la enseñanza del maestro en esta parábola. ¿Cuándo desfalleces? O mejor dicho, Cuando desfalleces ¿Oras?, ¿Cómo oras?; Cuando desfallecen tus hermanos, eres tú como Aarón y Jur y les sostienes para que continúe la intercesión? “Pero nos cansamos, nos falta firmeza en la fe” ¡Levántate, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahvé sobre Ti ha amanecido! “La dureza del pecado y del misterio mal nos alcanza” ¡Mira como la oscuridad cubre la tierra, más sobre ti amanece Yahvé y su gloria sobre ti, aparece”! “Nuestra finitud como seres humanos, la enfermedad” ¡Tú entonces al verlo te verás radiante, se estremecerá y se ensanchará tu corazón! ¡Caminarán las naciones a tu luz! ¡ No se oirá más hablar de violencia en tu tierra! Con estas frases respondemos al desfallecimiento de nuestra condición, porque Él nos ha dejado esta enseñanza y esta promesa “ Hará justicia a sus elegidos que claman ante Él” Por ello, como le dijo San Pablo a Timoteo: “Permanece en lo que has aprendido y sé consciente de quién lo has recibido.” Lecturas:
Ex 17, 8-13 Sal 120, 1- 2.3. 4-5. 7-8 2 Tm 3, 14–4, 2 Lc 18, 1-8 “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”La curación de un leproso por parte de Jesús es común a los evangelios sinópticos: lo encontramos en Mt 8,1-4; en Mc 1,40-45; y en Lc 5,12-15. En todos ellos hay una confesión de fe, previa a la curación. Las palabras que pronuncian los leprosos al acercarse a Jesús, el modo como le piden, demuestra su confianza en Él: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.
Jesús les toca y pronuncia la Palabra que obra la curación en ellos; la Palabra que es su voluntad y la voluntad del Padre para cada hombre: “Quiero; sé limpio”. El episodio de los diez leprosos que se proclama en el evangelio de hoy (Lc 17, 11-19), sin embargo, solo aparece en Lucas. Aquí la petición es la misma, pero se formula de otra manera: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Se reconoce a Jesús como maestro - pero no como Señor. Se le reconoce como alguien que me puede hacer un bien, porque tiene poder. Como alguien a quien le puedo pedir algo cuando necesito su compasión, pero no le considero el Señor de mi vida. No obstante, Jesús también responde a esta petición: todos los que lo piden, son purificados. Y solo uno de ellos se vuelve, para darle las gracias. Si nos quedamos con este detalle, el pasaje nos enseña la virtud de la gratitud. Pero nos queda la pregunta: ¿Cuántos se curan? Tiene que ser esta la pregunta clave, por eso la primera lectura nos narra también la curación de Naamán (Re 5,14-17). Se quedan purificados los diez, pero al final, igual que en los otros pasajes, solo a uno se le dice: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (Lc 17,19). Todos han sido purificados, pero uno solo se ha salvado por la fe. No se trata aquí meramente del elogio de la virtud de aquel único (por cierto, samaritano, extranjero) que se ha dado la vuelta para darle las gracias a Jesús. Se trata de una lección de fe. De pedir con fe lo que le pedimos al Señor; pedir desde la confesión de nuestra confianza en Él y vivir con la conciencia de haber sido salvados. A esto nos exhorta el apóstol San Pablo en la segunda lectura (Tim 2,8-13). Todos los leprosos son purificados. Todos han quedado limpios. Pero solo el que en el camino se ve curado, el que camina sabiéndose salvado, vuelve a Jesús alabando a Dios. Al leer el evangelio de hoy, nos ha de brotar esta misma alabanza en el corazón, junto con la gratitud. Hemos sido salvados; por el bautismo somos hijos de Dios. Lo que pidamos al Padre, lo hemos de pedir con fe, con la confianza de que la salvación está cumplida ya – porque Dios nos ha querido mirar con compasión y ha querido que nos quedemos limpios. Esta es la fe que nos salva. Y con esta fe escuchamos hoy de la boca de Jesús el lema de nuestra próxima Asamblea Federal: LEVÁNTATE. Auméntanos la fe (Lc 17, 5-10) El evangelio de Lucas nos invita a hacer el camino con Jesús hacia Jerusalén. El texto que leemos este Domingo XXVII del tiempo ordinario, marca el término de la segunda etapa de ese camino. Tiempo oportuno para hacer balance y retomar fuerzas para seguir caminando. Para el creyente caminar no es solo un desplazamiento físico sino sobre todo una experiencia de vida. Caminar implica tener una meta, pero una vez puestos en marcha es necesario tomar una dirección. Hay diversas formas de alcanzar esa meta. Hoy las prisas y la inmediatez que tiene el ritmo de nuestra vida nos hacen vivir acelerados. Buscamos la eficiencia y practicidad entre otras cosas… El camino de la fe tiene otros parámetros, es necesario adquirir otras dinámicas, buscar otras formas. Jesús, nos propone recorrer el camino de la vida saboreando los encuentros, profundizando las motivaciones y nos abre al crecimiento. Para el Señor la fe no es cuestión de cantidad sino de calidad. Se trata de ser conscientes y abrirnos a una nueva sabiduría de las personas y las realidades. Vivir la vida desde la óptica de la fe es tener la certeza de que nunca hacemos este camino solos, sino que Dios camina a nuestro lado: Es renovar la esperanza asumiendo la vulnerabilidad y la fragilidad; Es descubrir la oportunidad que nos ofrece el momento que vivimos; Es afrontar las circunstancias actuales desde la confianza y el discernimiento; Es redescubrir la fuerza de la fe que nos mueve a la acción y el servicio en el compromiso de transformar la realidad. En este pasaje del evangelio se distinguen claramente dos partes. En la primera parte, Jesús habla de la fuerza eficaz que tiene la fe. Los discípulos son conscientes de las exigencias y dificultades que hay que enfrentar en la vida. Sienten que su fe es pequeña y débil. Por eso le piden al Maestro: “Auméntanos la fe”. Las palabras de Jesús acerca de la fe en esta parte, son análogas a las recordadas por Mateo y Marcos en sus evangelios. Allí se dice que quien tenga fe podrá decir a un monte: “Arráncate y échate al mar”, y la montaña le obedecería (cf. Mt 21,21 y Mc 11,22-24). Aquí se expresa, de modo muy gráfico, que bastaría una fe “Como un grano de mostaza”, una semilla pequeñísima, de apenas un milímetro de diámetro, para decirle a una morera: “Arráncate y plántate en el mar”, y que obedeciese. A través de la imagen de la semilla de mostaza, el Señor, nos ayuda a percibir la potencialidad y el valor que encierra lo pequeño. La fe no es algo mágico como un hechizo de Harry Potter, sino que es la confianza radical en Aquel que nos ha convocado y nos envía. La fe es tener la certeza y la confianza, aún en medio de las dificultades, de que Dios quiere siempre lo mejor para sus hijos. Sus proyectos son mejores que los nuestros; lo que Él quiere para cada uno de nosotros supera con creces lo que nosotros mismos estamos aspirando. La confianza en Dios y en su Palabra es fundamental en nuestra vida cristiana. Como nos lo recuerda el profeta Habacuc en la primera lectura: "El justo vivirá por su fe." En ese sentido debemos recordar que la fe es un don, el principal de los dones. Por otra parte, la morera es un árbol grande, con raíces poderosas y extendidas, muy difícil de arrancar, y, además, imposible de hacerlo crecer en el agua. El ejemplo de la morera, firmemente sostenida con fuertes raíces, está muy en consonancia con el modo en que Jesús comienza su respuesta: “Si tuvierais fe…”. La palabra “fe”, en hebreo (emunah), tiene la misma raíz que el verbo “creer” (he’emin) que también significa “estar bien afianzado”, “tener fortaleza”. Lo que Jesús quiere expresar está bastante claro: La fe proporciona un APOYO SÓLIDO que permite afrontar retos impensables, tareas grandiosas, humanamente imposibles. A quien tiene fe, esto es, al que SE APOYA CONFIADAMENTE EN DIOS, no hay nada que se le resista. Por eso dirá Jesús en otra ocasión que “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23). La fe es gracia, viene de Dios. Al igual que los discípulos debemos pedirla; rogar siempre con insistencia para que se nos aumente la fe, y poder vivir en armonía con Dios, enfrentando las crisis que se puedan presentar. En la segunda parte del Evangelio, Jesús ilustra con un ejemplo el hecho de que la fe, si es verdadera, ha de manifestarse en una actitud de servicio desinteresado. Aquí Jesús nos enseña que fe y servicio no se pueden separar, sino que están íntimamente unidos. Un servicio intenso y sacrificado, como el de aquel servidor que trabajó toda la jornada y al regresar a casa, cansado y hambriento, todavía se puso a preparar la cena a su amo, sin quejarse y sin pensar que hacía nada extraordinario. El ejemplo que propone Jesús es muy exigente. Según los parámetros del mundo, podríamos pensar que aquel hombre necesitaría de los buenos consejos de un abogado sobre cómo reivindicar sus derechos frente a un patrón así. Pero ese servicio total que reclama Jesús es el mismo que él realizó: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos” (Mc 10,45). La fe hace milagros, pero cuando se manifiesta en hechos de servicio, siguiendo el ejemplo de Jesús. Por tanto, no estamos llamados a servir para tener una recompensa, sino para imitar a Dios, que se hizo siervo por amor nuestro. Un requisito básico de la fe, que proporciona fortaleza con el apoyo de Dios, es la humildad. Esta virtud la tiene el siervo que ha alcanzado alguna madurez de su fe e implica el reconocimiento de la propia debilidad. Dios es el protagonista de la historia de la salvación y nos invita a colaborar en ella como buenos servidores suyos. De eso también habla la segunda parte de este pasaje evangélico. La consigna es ser conscientes de que quien obra es el Señor; cuando hayamos obrado bien debemos decir con sencillez: "Somos unos pobres siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer." Es la recompensa de quien sirve desinteresadamente a los demás por amor a Dios, “le aliviará saber, que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo... Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas” (Benedicto XVI “Deus Caritas Est”). Como conclusión podemos decir que Jesús nos propone desplegar nuestros dones y cualidades al servicio del Reino. La fe vivida y compartida transforma la realidad y nos hace abrir caminos de vida y esperanza. Jesús vivió esa confianza con el Padre, dando su vida, compartiendo, alentando y ayudando a que nuestra mirada siempre tenga un horizonte más amplio. Por eso como los discípulos, hoy nosotros le pedimos: “Señor, Auméntanos la fe”. ¿No somos todos iguales y hermanos?En el evangelio de este domingo, Jesús nos habla de nuevo sobre el tema de la riqueza y lo critica duramente. Que en el mundo haya personas ricas y personas viviendo en la miseria, naciones ricas y naciones pobres, es un mal. Un mal que se agrava si pensamos que, a causa de unos pocos que son muy ricos, otros muchos hombres de nuestro mundo están pasando hambre de pan, de cultura, de libertad o de justicia. La existencia del rico y del pobre, aunque es real y haya existido siempre, no es aceptable; no podemos acostumbrarnos a ello, es un pecado social con el cual no podemos pactar en la vida. Dios no creó a los hombres desiguales, ha sido el pecado y la ambición humana quienes han creado la desigualdad y la injusticia. Este pasaje evangélico nos presenta bien claro el contraste y la realidad que existe en nuestro mundo: uno no tiene nada porque el otro lo tiene todo. Y no vale decir que el rico ha tenido sagacidad, inteligencia, suerte o fortuna, porque todas esas cosas hay que vivirlas en solidaridad con los demás. ¿No siembra y recoge para los demás el agricultor que trabaja en el campo, y vive de ello? ¿No debe estudiar el médico medicina para dar un servicio a la sociedad? ¿Por qué un rico no es consciente de lo mismo, y pone todo lo que tiene al servicio de los demás? Jesús habla con la máxima dureza a los ricos porque sabe el peligro que corren, el peligro que cada uno de nosotros corremos si nos encerramos en nosotros mismos. Ciertamente, es muy fácil que el dinero nos pueda llegar a hacer sordos y ciegos al sufrimiento de los demás: que nos impida ver y oír los gritos de la humanidad que sufre ante la miseria, que nos impida escuchar la LLAMADA CONSTANTE A LA CONVERSIÓN que Dios nos dirige a todos, y entender el verdadero sentido de los acontecimientos de la historia. No se trata de reducir los bienes de los ricos para que los pobres sean menos pobres. La única solución verdadera es acabar con la división entre ricos y pobres, naciones ricas y pobres. Jesús luchó por un mundo de hermanos, por una fraternidad universal; y por eso debemos luchar los cristianos. ¿No llamamos Padre a Dios?, ¿No será porque en realidad todos somos iguales y hermanos? Jesús sigue dirigiéndose a los fariseos que se burlaban de él por despreciar y atacar las riquezas, pero también hoy se dirige a ti y a mí. Y lo hace con una parábola que tiene un esquema muy sencillo: un rico que vive rodeado de toda clase de bienes materiales deja que a su lado se muera un hombre solo, pobre, hambriento y enfermo; pero es importante seguir leyendo el pasaje hasta el final porque es precisamente en el cielo, donde se pone de manifiesto la verdad y, se invierten los papeles. El rico Epulón vivía entre banquetes, todos los días se vestía de fiesta. Vive como si no existiera Dios. ¿Qué falta le hace, si aparentemente lo tiene todo? No actúa en contra de Dios, ni tampoco oprime al pobre. Pero es un hombre de corazón duro, indiferente al sufrimiento de los demás. No comete ningún pecado mortal de los que nosotros consideramos como tales. Su único pecado era de omisión: se olvidaba del pobre y lo ignoraba. Pero eso no parece tener importancia para él. Y, nosotras, ¿somos conscientes de nuestros pecados de omisión?, ¿nos convertimos de ellos o los dejamos pasar sin más, porque no los consideramos decisivos para nuestra vida? Ambos mueren y todavía nos dice el pasaje que se da una última diferencia: el rico es sepultado con pompa y fasto y, sin embargo, el entierro del pobre ni se menciona. Apenas la muerte ha hecho su obra, y la acción de Dios ya realiza el cambio. Al pobre "los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán", y al rico "lo enterraron". La muerte descubre el verdadero sentido de cada uno de nosotros. Lázaro es admitido en el banquete del reino. El rico es sepultado "en el infierno", sin pecados mortales conocidos. La parábola no pretende describirnos, de manera gráfica, que el otro mundo vaya a ser así. Jesús, lo que realmente busca con sus palabras es intentar abrirnos los ojos a la verdad. Y la realidad es que la vida del rico termina en un total fracaso porque equivocó el sentido de la vida. Muere harto de todo lo que este mundo le podía ofrecer, pero en realidad no tenía nada, y el juicio del rico es definitivo: está llamado a desaparecer. Y es que, hermanas, ninguna de nosotras tenemos la última palabra sobre la historia. La última palabra la tiene siempre Dios. Y ese será el juicio: la última palabra. La última palabra que no variará por influencias de poder, que no será arbitraria y que se podrá intuir antes que se realice. El JUICIO DE DIOS no es más que LA FIDELIDAD DE DIOS A SÍ MISMO, y a la PALABRA DE AMOR que nos ha dejado para orientar nuestra vida. Ponerse al servicio del dinero, de sí mismo, lleva al fracaso definitivo; sin embargo, abrirse al amor es caminar hacia la vida eterna. Para "conquistar la vida eterna" (I Cor 6,12) necesitamos compartir la suerte de los pobres y Jesús, el Hijo de Dios, fue el primero en abrazar esta pobreza y vivirla plenamente hasta el último instante de su vida. Hermanas, volvamos una vez más a las fuentes de nuestra fe y descubramos que, hoy y aquí, Dios sigue jugando sus cartas en favor de los pobres de nuestro mundo. Optar por Jesús es optar también por ellos, y ese el único camino que nos llevará a la patria definitiva donde el Padre nos espera. Caminemos siempre unidas las unas a las otras, y ayudémonos a seguir las huellas de Jesús que serán las únicas que nos conducirán hacia la VIDA ETERNA. The Parable of the Unjust Steward. Author: REYMERSWAELE, MARIANUS VAN. Contemplamos hoy la parábola de Lucas en el capítulo 16, que nos cuenta la audacia de un administrador injusto. Esta parábola está conectada con las tres anteriores en Lucas, y la audiencia era una multitud mixta de discípulos y fariseos. Es importante saber a quién se dirige Jesús con esta parábola. La parábola es para el beneficio de los discípulos, pero también hay una crítica no tan sutil de los fariseos. Lucas los presenta como "amantes del dinero" y como gente que "se justifica delante de los hombres". En la mayoría de las parábolas de Jesús, el protagonista es un representante de Dios, Cristo o algún otro personaje positivo. En esta parábola, los personajes son todos injustos: el hombre exuberantemente rico lo era en base a una riqueza injusta como señala el versículo 11: “si no fuisteis fieles en la riqueza injusta”; el hombre que delata al administrador es un acusador, que no le importa que el empleado sea despedido con las consecuencias que pueda tener; el administrador era injusto porque no administró correctamente los bienes que le habían sido confiados. Luego, el escenario, nos muestra una verdad objetiva: solo Dios es justo. Partiendo de ahí, es cierto que somos portadores de una luz que nos orienta hacia una mayor justicia con nosotros y con los otros, una “justicia” que está en el entorno de la fidelidad, de la sinceridad, de la conformidad del cumplimiento de la Alianza de Dios con los hombres. La parábola comienza con un hombre rico llamando a su mayordomo para informarle que lo relevará de sus deberes por mal administrar los recursos de su amo. Un mayordomo es una persona que administra los recursos de otra. El mayordomo tenía autoridad sobre todos los recursos del amo y podía realizar transacciones comerciales en su nombre. Esto requiere el máximo nivel de confianza en el administrador. Al ser despedido por el amo el mayordomo será puesto en libertad por aparente mala gestión, no por fraude. Esto explica por qué puede realizar algunas transacciones más antes de ser liberado y por qué no lo arrojan a la calle o lo ejecutan de inmediato. El mayordomo, al darse cuenta de que pronto se quedará sin trabajo, hace algunos tratos astutos a espaldas de su amo al reducir la deuda de varios de los deudores del amo a cambio de vivienda cuando finalmente lo echan. Cuando el amo se da cuenta de lo que había hecho el siervo injusto, lo elogia por su "astucia". ¿Cuál es una de las enseñanzas que podemos sacar de esta parábola? Escuchemos lo que dice más adelante la parábola: “Porque los hijos de este mundo son más astutos para tratar con su propia generación que los hijos de la luz” (Lucas 16, 8). Jesús está haciendo un contraste entre los "hijos del mundo" (es decir, no creyentes) y los "hijos de la luz" (creyentes). Los incrédulos son más sabios en las cosas de este mundo que los creyentes para ser luz en él. Quizá nos falta confiar más en esa luz que nos habita, dejarnos iluminar y guiar por ella, desde lo más cotidiano a lo más grande, siendo fiel a esta luz interior que llevamos cada uno. Somos portadores de la luz de Dios, como bautizados, como hijos, como seguidores del Maestro. Ser hijos de la luz es rechazar toda oscuridad, todo pensamiento que no nos abre a la trascendencia, todo aquello que desequilibra la balanza de la justicia en mí o en los otros, que nos impide ser audaces con las cosas de Dios. Como curiosidad quiero contar algo: “Un grupo de científicos de Japón, comprobó que el cuerpo humano emite luz rítmicamente al compás de las horas a lo largo del día. No debe confundirse con la luz infrarroja producida por la temperatura corporal, se trata de emisiones de luz visible. “Somos seres de luz”. La investigación publicada en Plos One, explica que “el cuerpo humano literalmente brilla”. Nuestro cuerpo emite luz visible con distintas intensidades que varían a lo largo del día. Además, los investigadores encontraron que el rostro brillaba más que el resto del cuerpo.” Luego no es una metáfora, somos luz, estamos habitados por la Luz, que es Cristo. Somos hijos de la Luz. Lo dice San Juan también: “Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz” (Jn 12, 36), “Sois luz en el Señor; andad como hijos de la luz” (1 Jn 1, 7). La parábola de hoy nos invita a obrar con rectitud en todo lo que tengamos que hacer. Es de sabios colocar las cosas en su justo lugar y dar a Dios el primer lugar en nuestras vidas. La justicia está íntimamente unida a la fidelidad, por eso también en la parábola se nos recuerda que: "El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho." (Lc 16, 10). Las relaciones con las cosas, con nuestro entorno, con los demás, muchas veces no son fáciles, pero es verdad que Dios nos ha regalado una vida llena de recursos, de posibilidades, de oportunidades insospechadas, a las que no debemos cerrarnos sino ser creativos para mejorar nuestras vidas y, en lo posible, la de los demás. Es la audacia que alaba el amo en el administrador. Lecturas:
Am 8, 4-7 Sal 112, 1-2. 4-6. 7-8 R 1 Tm 2, 1-8 Lc 16, 10-13 Las lecturas de este domingo presentan como pórtico de entrada el pecado.
El libro del Éxodo muestra la idolatría del pueblo de Israel cuando desvía la mirada de Dios y de su mediador, le retira su confianza y comienza a mirarse a sí mismo y a reconocerse como único medio de salvación. El Salmo 50 es una preciosa súplica del pecador que se reconoce como tal delante de Dios y se confiesa necesitado de su misericordia. San Pablo, en su carta a Timoteo, es capaz de confesar su orgullo, su pecado, sus errores en la vida pasada y reconocer que sólo la gracia de Dios tiene el poder para transformar el corazón humano. Solo la paciencia de Dios, manifestada en Cristo y revelada en su pasión y muerte por todos, tiene efectivos y saludables frutos de perdón y redención para nosotros, si confesamos nuestra humanidad pecadora. Hoy se nos presenta el pecado como fruto de la condición humana, pero transformado por la misericordia, a tres niveles diferentes, en el plano material, de algo de valor que se pierde y no se descansa hasta recuperarlo, en el plano de la comparación, viendo a Jesús como buen pastor, que cuida de su rebaño y pierde una oveja, pero es tan importante como las demás, y se arriesga a perder todas para ir en búsqueda de una sola. El evangelio de hoy abarca tres parábolas, las de la misericordia, la oveja perdida y el pastor, la moneda perdida y encontrada, los hermanos que se alejan del padre, peregrinando dentro de sí hacia un egocentrismo sin retorno, o fuera de sí hacia un despilfarro de los dones de Dios. Este amplio pasaje no hace otra cosa que mostrarnos el camino y la meta de toda peregrinación humana, de todo itinerario de fe. El camino se recorre en el dinamismo que marca la humildad, en reconocerse pecadores, en abrirse al Amor misericordioso de Dios para que nos capacite a ser instrumentos, testigos, cauces de su misericordia y a abrazar al hermano que camina a nuestro lado, por diferente o lejano que se encuentre. Solo la alegría llegará cuando este amor sea el centro, el peso, el motor de la vida por encima de otras razones que desequilibran la balanza. Este domingo se nos invita a reconocer nuestro pecado y abrirnos a la desmedida desproporción del amor de Dios que solo ofrece perdón, reconciliación y gozo si nos ponemos en camino hacia la casa del padre. Más fuerte que el pecado del pueblo de Israel, al adorar su becerro de oro, es la promesa de Dios que prevalece sobre cualquier idolatría. Más abundante en la vida pasada de Pablo, persiguiendo a los cristianos, es la gracia de Dios que le confía la predicación del evangelio. Más inabarcable que nada imaginable es el Amor misericordioso de Dios Padre hacia cualquier hijo que se aleja de Él para moverle a la conversión y capacitarle para vivir en la reconciliación y la comunión con Él y con los hermanos. Solo dejarnos envolver en este abrazo de misericordia podrá hacernos auténticos portadores de la reconciliación, sentido profundo de la identidad de este templo en el que rezamos, al que acudimos, en el que nos reunimos ante el altar y somos uno en comunidad, en la Iglesia de Dios, hijos e hijas y hermanos de toda la humanidad. Que Él sea el centro y la fuente de este amor al que puedan venir muchos a saciar su sed, en la Palabra y la vida que mana de él. |
TodosMateoMarcos1, 12-15 Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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