evangelio
En aquel tiempo, Jesús decía al gentío: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». Dijo también: «¿Con qué compararemos el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra». Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos les explicaba todo en privado. sobre la imagen
COMENTARIO
La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza ( Mc 4, 26-34 ). LO GRANDE EN LO PEQUEÑO. En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Aún si el sembrador no hiciera más que echar simiente, mucha de la simiente germinaría y brotaría hasta su madurez. Miles de semillas toman raíz cada año sin ninguna intervención humana. Colinas y valles alrededor del mundo se cubren de plantas que ningún humano ha plantado, regado, fertilizado, o protegido de malas hierbas. La simiente brota a causa de una fuerza misteriosa y crece tan despacio que no la vemos crecer. Solo después de un día o una semana o un mes, podemos ver su crecimiento y nos maravilla. Es la fuerza de lo pequeño, de lo insignificante a los ojos humanos. En estas parábolas hay una clara desproporción. La semilla, pequeña, insignificante, más aún el grano de mostaza, es capaz de germinar vida, vida abundante, ramas fuertes, frondosas, donde pueden anidar los pájaros. Lo grande está compuesto siempre de lo pequeño. El Universo está perfectamente organizado desde un microuniverso imperceptible. Qué importante es lo pequeño!, aquello que tiene vida en sí y solo necesita de los otros para formar unidades mayores, pero que aporta su don a pesar de su pequeñez, la semilla está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante. LA IMPORTANCIA DE LAS RAÍCES. “Caminamos en fe y no en visión, preferimos ser despojados del cuerpo y vivir junto al Señor, con buen ánimo nos esforzamos en agradarlo”, dice hoy San Pablo en 2Cor. Podemos ver en esta imagen la semilla de la que nos habla hoy el evangelio. Ella es enterrada, no vemos qué pasa dentro de la tierra, en fe, no en visión, sabemos que en tierra buena, la semilla primero rompe su cáscara, se despoja de su envoltura, echa sus raíces en lo profundo de la tierra, se arraiga y cuando tiene seguro el alimento comienza a crecer confiando en estas raíces que le proporcionan la savia necesaria. Crecemos desde lo más escondido como esta semilla, en el interior del corazón, en la soledad con Él, en el silencio y acallamiento de nuestras voces, logramos conectar con lo secreto donde Dios nos espera. Estas son nuestras raíces, las que hacen posible un tallo verde, hojas frondosas, ramas donde otros puedan descansar. Cuanto más profunda es la raíz y más enraizada está en la tierra, mayor fortaleza tendrá el tallo ante las inclemencias del tiempo. El reino de Dios es así, ya está en nuestra morada interior, depende de nuestra acogida, de nuestro sí, de nuestra escucha. Solo en el silencio de nuestra tierra podemos ejercitar una escucha fecunda, donde la Palabra germine, crezca, se haga fuerte. Hace poco escuchábamos este “permaneced en mi Amor”, es la clave, la permanencia, la espera, el abandono, sin prisas, confiadas, dejando que el tiempo de Dios se cumpla, dando espacio al momento de Dios. Escuchando su voz desde lo profundo: “Mira, hago nuevas todas las cosas”. El reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza. ¿Considero importante en mi vida lo pequeño? ¿lo escondido? En el día a día ¿hago ofrenda de lo que nadie ve y quizá me supone una renuncia? ¿Cómo están mis raíces en el Señor? ¿doy espacio al silencio interior para que su palabra sea fecunda en mi vida? ¿Vivo con paciencia mi tiempo, el tiempo de Dios en mí? ¿Soy buena tierra que acoge la gracia, la compañía de la hermana? Los comentarios están cerrados.
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