El evangelio de este domingo (Mc 1,40-45) narra la curación de un leproso y expresa con fuerza e intensidad la relación entre Dios y el hombre resumida en un maravilloso diálogo: “Si quieres, puedes limpiarme” “Quiero, queda limpio” Nos muestra a Jesús en contacto con la forma de enfermedad considerada en aquel tiempo como la más grave, tanto que volvía a la persona “impura” y la excluía de las relaciones sociales: la lepra. Una enfermedad contagiosa que no tiene piedad, que desfigura a la persona y que era símbolo de impureza. Una legislación mosaica (cf. Lv 13-14) reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la persona leprosa, es decir, impura; y también correspondía al sacerdote constatar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal. El leproso era marginado por la comunidad civil y por la religiosa. Debía estar lejos de todos; no podía acceder al templo y a ningún servicio divino. Lejos de Dios y de los hombres. Llevaba una vida triste, condenado a la soledad y al sufrimiento, era como un muerto ambulante. -El leproso suplica a Jesús “de rodillas” y le dice: “Si quieres, puedes limpiarme” Este hombre no se resignaba ni a la enfermedad, ni a las disposiciones que hacen de él un excluido y entra en la ciudad. Para alcanzar a Jesús, no temía infringir la ley, le estaba prohibido entrar en la ciudad, y cuando lo encontró se postró ante él y le rogó: “Si quieres, puedes limpiarme”. No pide solamente ser curado, sino ser “limpiado”, es decir, sanado íntegramente en el cuerpo y en el corazón. La lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza profunda. Este hombre considerado impuro lo que hace y dice es expresión de su fe. Reconoce el poder de Jesús y está seguro que tiene poder de sanarlo. Ha visto la compasión de Jesús. Esta fe es la fuerza que le ha permitido romper toda convención y buscar el encuentro con Jesús. La súplica del leproso muestra que cuando nos presentamos a Jesús no son necesarios largos discursos. Bastan pocas palabras acompañadas de plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. - Jesús compadecido extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio” Ante esta oración humilde y confiada, Jesús ¿qué hizo? No se quedó inmóvil, sin tocarlo, sino que lleno de compasión e impulsado por una íntima participación en su condición se acercó aún más y le extendió la mano curándolo. Jesús, se acercó, superando la prohibición de la ley y le dice: “Quiero, queda limpio” “Cercanía, palabra muy importante, dice el papa Francisco; no se puede hacer el bien sin acercarse, no se puede formar comunidad sin cercanía, no se puede construir la paz sin cercanía”. En realidad Jesús pudo decir: ¡quedas curado! En cambio se acercó y lo tocó. Es más: en el momento en el que Jesús tocó al impuro, se hizo impuro. Dice san Pablo que “siendo de condición divina, se despojó de sí mismo”, se hizo pecado. Jesús se hizo impuro por tocar al impuro (Lv 5) y el hecho de tocarlo lo condena por la ley. Y por la ley él debe morir (cf. Jn 19,7) Jesús en este pasaje del evangelio profetiza su pasión; cuando es torturado, flagelado, desfigurado por el sudor de sangre, crucificado, rechazado por el pueblo…llega a identificarse con los leprosos, pasa a ser imagen y símbolo, como ya había intuido el profeta Isaías contemplando el misterio del siervo de Yahvé: "No hay en él parecer, no hay hermosura... Despreciado, deshecho de los hombres... ante quien se vuelve el rostro... y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y humillado" (Is 53, 2-4). Precisamente es de las llagas del cuerpo atormentado de Jesús y de la potencia de su resurrección, de donde brota la vida y la esperanza para todos los hombres afectados por el mal y las enfermedades. El gesto de Jesús que extiende la mano y toca el cuerpo llagado de la persona que lo invoca, manifiesta la voluntad de Dios, de purificarnos del mal que nos desfigura y rompe nuestras relaciones, de sanar a su criatura caída, a sus hijos, devolviéndoles la vida “en abundancia” (Jn 10,10) la vida eterna, plena, feliz. En aquel contacto queda derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, no para negar el mal y su fuerza negativa sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso más que el más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en leproso para que nosotros fuéramos purificados. Jesús se “ensució” con su cercanía, es más, se margina a sí mismo para incluir a los marginados con su vida. Al que estaba excluido de la vida social y que había sido creado para la comunión con Dios y con los hombres, Jesús lo incluye en la Iglesia, lo incluye en la sociedad. Era un leproso y se ha convertido en mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45). En este domingo presentemos a Jesús en nuestra oración a todos los excluidos, los que son rechazados, aquellos que no son amados, los presos, los alcohólicos, los moribundos, los que están solos y abandonados, los marginados, los intocables y los leprosos, los enfermos de coronavirus, los que viven en la duda y la confusión, los que no han sido tocados por la luz del Cristo, los hambrientos de la palabra y de la paz de Dios, las almas tristes y afligidas, los que son una carga para la sociedad, los que han perdido toda esperanza y fe en la vida, los que olvidaron cómo sonreír y los que no saben lo que es recibir un poco de calor humano, un gesto de amor y de amistad. El Evangelio de la curación del leproso nos dice que si queremos ser auténticos discípulos de Jesús estamos llamados a llegar a ser, unidos a Él, instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser «imitadores de Cristo» (cf. 1 Cor 11, 1) ante un pobre o un enfermo, no tenemos que tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión. Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de acercarnos a los necesitados, la gracia de “acercarme” a los que están más cerca en nuestra comunidad, familias, acortar las distancias, como hizo Jesús. Dejémonos tocar y sanar por Jesús como oró san Agustín. "¡Señor, ten compasión de mí! ¡Ay de mí! Mira aquí mis llagas; no las escondo; tú eres médico, yo enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable" (Confesiones, X, 39). Marcos 1,40-45
Se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: —Si quieres, puedes limpiarme. Jesús se compadeció, extendió la mano, le tocó y le dijo: —Quiero, queda limpio. Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. Entonces lo despidió, advirtiéndole severamente: —No se lo digas a nadie; vete, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que conste contra ellos. Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces lo ocurrido, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes. Los comentarios están cerrados.
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1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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