Santo Domingo de Silos (Burgos) | Escultura románica | S. XI-XII
Hoy estamos sobre las huellas de la antiquísima tradición de la Iglesia, la del II domingo de Pascua, llamado in Albis, que está vinculado a la liturgia de la Pascua y, sobre todo, a la liturgia de la Vigilia Pascual. Durante esta Vigilia los catecúmenos, después de una intensa preparación cuaresmal, recibían el sacramento del Bautismo. Y durante toda la semana de Pascua vestían la túnica blanca bautismal cuando asistían a la Iglesia hasta este domingo que la llevaban por última vez; por eso el antiquísimo nombre de este día: domingo en Albis depositis. El pasaje evangélico de hoy, narra dos apariciones del Resucitado a los Apóstoles: una, el mismo día de Pascua y, otra, ocho días después. La tarde del primer día después del sábado, mientras los Apóstoles se encuentran reunidos en un único lugar, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se presenta Jesús y les dice: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). En realidad, con ese saludo les ofrece el don de la auténtica paz, fruto de su muerte y resurrección. En el misterio pascual se realizó, efectivamente, la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios, que es la fuente de todo progreso verdadero hacia la plena pacificación de los hombres y de los pueblos entre sí y con Dios. Cristo, después de su resurrección, vuelve al mismo lugar del que había salido para la pasión y la muerte. Vuelve al Cenáculo, donde se encontraban los Apóstoles. Mientras estaban cerradas las puertas, Él vino, se puso en medio de ellos y dijo: “La paz sea con vosotros”. Y añadió: “Como el Padre me envío, así os envío yo… Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23). ¡Qué significativas son estas palabras de Jesús después de su resurrección! En ellas se encierra el mensaje del Resucitado. Cuando dice: “Recibid el Espíritu Santo”, nos viene a la mente el mismo Cenáculo en el que Jesús pronunció el discurso de despedida. Entonces pronunció las palabras cargadas del misterio de su corazón: “Os conviene que yo me vaya porque, si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7). Así dijo pensando en el Espíritu Santo. Y he aquí que ahora, después de haber realizado su sacrificio, su “partida” a través de la cruz, viene de nuevo al Cenáculo para traerles al que ha prometido. Dice el Evangelio: “Sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22). Les trae el don de la pasión y el fruto de la resurrección. Con este don los hace nacer de nuevo. Les da el poder de despertar a los otros a la Vida, aún cuando esta Vida esté muerta en ellos: “a quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados” (Jn 20, 23). Pasarán cincuenta días desde la Resurrección a Pentecostés. Pero ya en este único día que hizo el Señor (cf. Sal 117 [118], 24) están contenidos el don esencial y el fruto de Pentecostés. Cuando Cristo dice: “Recibid el Espíritu Santo”, anuncia hasta el fin su misterio pascual. De este modo Jesús confía a los Apóstoles la tarea de continuar su misión salvífica, para que a través de su ministerio la salvación llegue a todos los lugares y a todos los tiempos de la historia humana: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). El gesto de encomendarles la misión evangelizadora y el poder de perdonar los pecados está íntimamente relacionado con el don del Espíritu, como indican sus palabras: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados » (Jn 21, 22-23). Con estas palabras, Jesús encomienda a sus discípulos el ministerio de la misericordia. En efecto, en el misterio pascual se manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios, rico en misericordia, «dives in misericordia» (cf. Ef 2, 4). En este segundo domingo de Pascua, hermanas, la liturgia nos invita a reflexionar de modo particular en la misericordia divina, que supera todo límite humano y resplandece en la oscuridad del mal y del pecado. La Iglesia nos impulsa a acercarnos con confianza a Cristo, quien, con su muerte y su resurrección, revela plena y definitivamente las extraordinarias riquezas del amor misericordioso de Dios. Durante la aparición del Resucitado que tuvo lugar la tarde de Pascua no estaba presente el apóstol Tomás. Informado sobre ese extraordinario acontecimiento, e incrédulo ante el testimonio de los demás Apóstoles, pretende comprobar personalmente la veracidad de los hechos que le relatan. Ocho días después, es decir, en la octava de Pascua, precisamente como hoy, se repite la aparición: Jesús mismo sale al encuentro de la incredulidad de Tomás, ofreciéndole la posibilidad de palpar con su mano los signos de su pasión, e invitándolo a pasar de la incredulidad a la plenitud de la fe pascual. Ante la profesión de fe de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28), Jesús pronuncia una bienaventuranza que ensancha el horizonte hacia la multitud de los futuros creyentes: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). La experiencia pascual del apóstol Tomás fue más grande que su misma petición. En efecto, no sólo pudo constatar la veracidad de los signos de la pasión y la resurrección, sino que, a través del contacto personal con el Resucitado, también comprendió el significado profundo de la resurrección de Jesús y, habiéndose transformado íntimamente, confesó abiertamente su fe plena y total en su Señor resucitado y presente en medio de los discípulos. Por tanto, en cierto sentido, pudo «ver» la realidad divina del Señor Jesús, muerto y resucitado por nosotros. El Resucitado mismo es el argumento definitivo de su divinidad y, a la vez, de su humanidad. También nosotras estamos invitadas a ver con los ojos de la fe a Cristo vivo y presente en nuestras vidas, entre nosotras, en la comunidad. Todas debemos sentir la llamada a ser portadoras de esperanza, llevando el Evangelio de una manera cercana y creativa a cada hermana y a cada persona que el Señor nos invite a acoger en nuestra casa y acompañar en nuestra propia vida. Aceptar a Cristo resucitado quiere decir aceptar la misión de salida constante de nosotras mismas hacía el otro que nos necesita, así como también la aceptaron los que en aquel momento estaban reunidos en el Cenáculo: los Apóstoles. Creer en Cristo resucitado quiere decir tomar parte en la misma misión salvífica, que Él ha realizado con el misterio pascual. La fe hace que alguna parte de misterio pascual penetre en la vida de cada una de nosotras. Somos una cierta irradiación suya. Por tanto, es necesario que captemos este rayo para vivirlo cada día durante todo este tiempo, que ha comenzado de nuevo en el día que hizo el Señor. Los comentarios están cerrados.
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TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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