Lucas 6, 28b-36 “Hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén” Comentado por una hermana La Transfiguración de Jesús Sieger Koder Hoy, segundo domingo de Cuaresma, como en contrapunto con el evangelio de las tentaciones del domingo pasado, contemplamos la escena de la Transfiguración del Señor. El evangelista Lucas pone particularmente de relieve el hecho de que Jesús se transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el Padre que Jesús vive en un alto monte en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5, 10; 8, 51; 9, 28). El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (9, 22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Para llegar a la resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales sin embargo no han entendido; más aún, han rechazado esta perspectiva porque no piensan como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16, 23). Por eso Jesús lleva consigo a tres de ellos al monte y les revela su gloria divina, esplendor de Verdad y de Amor.
Jesús quiere que esta luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así, después de este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón” (Sermón 78, 2: pl 38, 490). Y también en la Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celestial: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo» (9, 35). La presencia luego de Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a Él, a Cristo, que realiza un nuevo «éxodo» (9, 31), no hacia la Tierra prometida como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. Por tanto, Jesús escucha la Ley y los profetas que le hablan de su muerte y resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no se sale de la historia, no huye de la misión para la que vino al mundo, a pesar de que sabe que para llegar a la gloria tendrá que pasar a través de la Cruz. Es más, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriendo con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos demuestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad con la de Dios. En nuestro camino cuaresmal, propicio para renovar nuestra vocación bautismal, la escena de la transfiguración nos ayuda entender con una imagen el sentido de haber sido incorporado a Cristo por el bautismo. Los bautizados tenemos que manifestar a Dios con nuestra vida, símbolo de ello es la vestidura blanca y la vela encendida del bautismo que identifica a quienes creen en Jesucristo que es Luz de Luz. Esto será sólo posible asumiendo todas las consecuencias del seguimiento, también la cruz. La intervención de Pedro: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí!» (9, 33) representa el intento imposible de detener tal experiencia mística. Comenta san Agustín: «[Pedro]... en el monte... tenía a Cristo como alimento del alma. ¿Por qué tuvo que bajar para volver a las fatigas y a los dolores, mientras allí arriba estaba lleno de sentimientos de santo amor hacia Dios, que le inspiraban por ello a una santa conducta?» (Discurso 78, 3: pl 38, 491). Meditando este pasaje del Evangelio, podemos obtener una enseñanza muy importante. Ante todo, el primado de la oración, personal y comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es aislarse del mundo y de sus contradicciones, como habría querido hacer Pedro en el Tabor, sino que la oración reconduce al camino, a la acción. «La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que de ahí se derivan, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios» (Benedicto XVI). Durante este tiempo de Cuaresma, pidamos a María, Madre y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a rezar como hacía su Hijo para que nuestra existencia quede transformada por la luz de su presencia. Tocados por la belleza y la pasión de Jesús, experiencia del amor y presencia de Cristo, podemos recorrer el camino de conversión. Los comentarios están cerrados.
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