Fritz Eichenberg, 1951 De la independencia a la interdependencia.En este Domingo XV del Tiempo Ordinario nos encontramos en el capítulo 10 del evangelio según Lucas. Es el centro del relato lucano, en el que podemos acompañar a Jesús en el camino hacia Jerusalén, como hemos escuchado hace unos días: “Mientras se estaban cumpliendo los días en los que sería arrebatado del mundo, se dirigió decididamente hacia Jerusalén” (Lc 9,51). Sabemos que, para Lucas, Jerusalén es la ciudad donde se realiza la salvación y el viaje de Jesús hacia Jerusalén es un tema central. El relato de Lucas comienza en la ciudad santa (Lc 1,5) y termina en la misma ciudad (Lc 24,52). En este texto que hoy contemplamos, se narra la parábola del Buen Samaritano. Aquí encontramos de nuevo el tema de un viaje, de un camino, esta vez de Jerusalén hacia Jericó (Lc 10,30). El texto de la parábola se abre con un dialogo entre un doctor de la ley que se levanta para poner a prueba al Señor diciendo: “Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús no responde, sino que le hace otra pregunta: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? (Lc 10, 26). Más adelante a la pregunta de “¿quién es mi prójimo? le responderá con: ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Las preguntas de Jesús nos llevan al fondo de nosotros mismos y nos conducen a buscar nuestra verdad. Nos ponen frente a una realidad imperante, que nos cuesta afrontar muchas veces. Él no da la respuesta, ofrece el camino para iluminar nuestro entendimiento y la libertad para dar un paso al frente. La escena sucede en el camino. La vida acontece en el camino, una vez más. A veces el camino es fácil y está lleno de compañía; en otros, es difícil y solitario. No sabemos por qué el hombre iba por el camino largo de Jerusalén a Jericó; sólo lo encontramos golpeado, robado y medio muerto. Parece haber una violencia implícita construida en nuestras relaciones. Por otro lado, están el sacerdote y el levita que actúan con una indiferencia que no nos es muy desconocida. Ellos hicieron lo justo, pero no pudieron dar cauce a la compasión que había en sus corazones. “Todos somos o hemos sido como estos personajes: todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de los que pasan de largo y algo del buen samaritano. Cuando se ama no se mira si el hermano herido o necesitado es de aquí o es de allá. El amor rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes.” (Papa Francisco, Fratelli Tutti) La decisión más radical es la decisión de ver. “Al verlo, se compadeció”. Una vez que veas, todo lo demás tiene sentido. La compasión que nace del amor es creadora: ¡crea un prójimo! «Podríamos incluso hablar de un sacramento, de un sacramento del amor: cuando alguien pone a disposición del prójimo su mismo ser vivo, su corazón, su fuerza, sus energías, entonces Dios hace entrar en juego su fuerza creadora, y surge el milagro de la relación con el hermano». (Romano Guardini) Entonces comprenderemos que todos estamos conectados, que dependemos unos de otros, que nos necesitamos para ser, pasaremos de la insensibilidad que deshumaniza a una proximidad sanadora. De la independencia a la interdependencia. La interdependencia es la clave de la compasión. Para reconstruir este mundo que nos duele, ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. No hay otra opción que compadecerse del dolor del hombre herido en el camino. “¿Quién es santo? - se pregunta el poeta Kabir- Aquél que es consciente del sufrimiento ajeno”. Ser conscientes, estar presentes, conocer nuestros límites. La interdependencia hace posible la compasión, “sufrir juntos”, ese vínculo de amor que está en tu “corazón y tu boca” (Dt 30,14). La gente compasiva tiene claros sus límites. Conocer nuestros límites hace posible la proximidad, el cuidado del otro, la corresponsabilidad de mi hermano. “acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó.” Porque no se reconocía mejor, conectó con el hermano que compartía sus mismos límites. El final del Evangelio nos urge: “Vete y haz tú lo mismo”, no hay tiempo para pensar, sin dilaciones, sin excusas, “ve, ponte en camino”. Que el Señor nos conceda entrañas compasivas con los próximos y los no tan próximos, en este mundo tan necesitado de esta relación humana tan vital. Nos necesitamos mutuamente, porque en las llagas de nuestros hermanos está el camino hacia Jerusalén, nuestra salvación. Los comentarios están cerrados.
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