Transfiguración de Cristo (Giovanni Bellini Nápoles) Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6 de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento en el cual tres discípulos pudieron ver al Señor resplandeciente, un acontecimiento que ya nunca jamás más olvidarían. San Pedro, ya muy anciano, así lo recuerda en su carta que hoy leemos en la segunda lectura "Y nosotros escuchamos esta voz, venida del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo”. Vivir la alegría y la luz de la fe La Transfiguración confirmó la fe de los apóstoles y fue para ellos la luz "que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones". La Transfiguración del Señor plantea una cuestión que es vital en el cristianismo de todos los tiempos: la fe es para los apóstoles algo luminoso, como una inmensa alegría, que nadie les podrá arrebatar; lo mismo debería sucedernos también hoy a nosotros, a cualquier persona, joven o mayor, que experimenta la verdadera alegría de la fe, que nunca jamás podrá serle arrebatada. Entonces el reto que se nos plantea hoy es el siguiente, ¿Cómo puedo yo ayudar a otros a descubrir este aspecto de la fe?, ¿Cómo puedo yo dejar transfigurar mi vida? Buscando y propiciando momentos de oración, de contemplación, de descanso en el Señor, de celebraciones Eucarísticas bien vividas y celebradas. Los apóstoles lo descubrieron en un momento vital de sus vidas, que compensaba todos los sufrimientos y cansancios vividos hasta entonces. Los discípulos ven al Señor transfigurado y este acontecimiento acentuó el gozo de la fe, la alegría de saberse salvados y amados por Jesucristo. También en nosotros debería suceder lo mismo, tendríamos que dejarnos encontrar por la gracia para experimentar al Señor de tal modo que hubiera un antes y un después en nuestras vidas, en nuestra trayectoria vital y existencial. Me refiero a la Eucaristía de cada día, que está llamada a ser luz viva que transfigure nuestra existencia, porque la gloria de Dios, aunque escondida, está presente en ella. En medio de nuestra historia humana se nos revela Dios cada día. En nuestro mundo tan complicado e incierto, en las preocupaciones de nuestra familia que tanto nos hacen sufrir, en los problemas cotidianos, en una sociedad tan a menudo enemistada, estamos llamados a caminar con la esperanza renovada. Mirar la vida con ojos nuevos La oración no sólo nos ayuda a amar a Dios sino que también nos predispone a contemplar la naturaleza con ojos nuevos. El pintor Giovanni Bellini en su cuadro “La transfiguración”, que acompaña este comentario, nos muestra la figura de Cristo transfigurado ante sus discípulos. El Salvador resplandece en medio de la escena, acompañado por Moisés y Elías, con los discípulos a sus pies. Pero toda la naturaleza se diría que despierta como atraída por la blancura de la túnica del transfigurado: montañas y valles, prados y flores, animales y personas que en la perspectiva aparecen encaminándose hacia sus respectivos trabajos. Todo está iluminado por la luz de Cristo. Y es que, quien reza de verdad cada día, no encuentra tanta desesperación y desánimo a su alrededor, no vive con tanto pesimismo las contradicciones, no ve siempre tan malos a los demás. Cada vez que salimos de cada Eucaristía debiéramos mirar las cosas y, sobre todo las personas, con una mirada nueva. Como los discípulos al bajar de la montaña del Tabor. Los discípulos en la cima de aquella montaña se desprendieron de sus envidias pero no prescindieron de los problemas de la vida, del camino hacia la cruz hacia el cual encaminaban sus vidas. Esto es, la oración no consiste en desentendernos de los problemas de la vida, sino que proyecta sobre ellos una luz nueva. ¿Acaso no nos ha ocurrido alguna vez que ante una dificultad aparentemente insalvable, después de retiraros a rezar unos momentos, hemos encontrado una luz que nos ha ayudado a superar aquella oscuridad? La oración nos abre los ojos hacia una nueva realidad, que nos ayuda a empezar a descubrir el rostro escondido de Dios en todo lo que nos rodea: acontecimientos, personas, situaciones, vivencias, encuentros, circunstancias; y eso nos ayuda a afrontar la vida con una mirada más libre y decidida, alegre y gozosa porque la presencia escondida de Dios lo abarca todo, lo envuelve todo con su presencia luminosa. Sintámonos hoy unidos, de forma muy especial, a nuestros hermanos de la Iglesia ortodoxa, con quienes compartimos la luminosidad de esta fiesta. Ellos la celebran muy solemnemente. Que este recuerdo nos mueve a rezar para que, muy pronto, podamos compartir con ellos el Pan sagrado y el Cáliz de la salvación. Lecturas
Dn 7, 9-10. 13-14 2 Pedro 1, 16-19 Mt 17, 1-9 "El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido" Esta semana terminamos de leer el “discurso de las parábolas” de Jesús, que aparecen en el Evangelio de San Mateo (Mt 13). El evangelio de hoy contiene tres parábolas, tres historias de sabiduría que dan una idea de la naturaleza del reino de los cielos. Las dos primeras se prestan a esta particular reflexión. Las metáforas del tesoro en el campo y la perla de gran precio apuntan al valor inestimable del reino de Dios. ¿Quién no estaría dispuesto a renunciar a todo lo demás para alcanzar el tesoro o la perla? Incluso leyendo las parábolas literalmente, sabemos que se trata de situaciones complicadas. ¿Cómo supo la persona que el tesoro o la perla estaban allí en primer lugar? ¿Y si esa persona no tuviera los recursos suficientes para realizar la venta? En otras palabras, necesitamos atención para descubrir los tesoros, perspicacia para darnos cuenta de que valen todo lo que podamos poseer y más, y suficiente arrojo, coraje para hacer los cambios necesarios, para obtener lo que deseamos. ¿Cómo estamos en este sentido? ¿Consideramos que el reino de Dios vale la pena el esfuerzo? ¿Qué es este Reino de los Cielos por el cual deberíamos estar dispuestos a renunciar a todo lo demás? Podemos decir que el reino de los cielos es una forma de vivir la vida aquí y ahora, y no simplemente un estado del ser que se desarrollará después de la muerte. Por lo tanto, el Reino de los Cielos es una vida de compromiso fiel; es una vida de integridad, de confianza en Dios y de servicio a los demás. Os invito ahora a detenernos en cada parábola y ver que enseñanza encierra cada una: 1º La parábola del tesoro escondido (Mt 13,44). ¿Por qué el Reino es como un tesoro escondido? El valor de un tesoro lo comprende quien lo encuentra. En la Escritura se dice que quien encuentra un amigo encuentra un tesoro. “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo…”. A esto asemeja Jesús el Reino de los cielos. A un “encuentro” lleno de sorpresa en la vida. Es un don inesperado, que se nos muestra sin haberlo buscado. En el evangelio nos dice Jesús, que aquel agricultor que lo encuentra en el campo, “Lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra aquel campo”. “Vender todo lo que tiene” nos recuerda a los primeros apóstoles que al encontrarse con Jesús, “Dejándolo todo lo siguieron” (Mt 4, 20-22). ¿Cuál es la palabra clave para entender esta parábola? La ALEGRÍA. “Por la alegría” que le da al encontrarlo, vende todo. Es la alegría de encontrar el tesoro del Reino de los cielos lo que hace que todo lo demás, los bienes, no tenga valor con tal de alcanzarlo y tenerlo. Es la “alegría” del encuentro con Jesús lo que hace a los apóstoles dejar todo: barca, familia y casa, para irse con Jesús...Y ahora cabe hacernos otra pregunta: una vez descubierto este tesoro que es Dios mismo, ¿qué hace el hombre que lo encuentra? Jesús mismo nos responde cuando dice que el hombre que lo encuentra vende todo lo que posee para su adquisición. Nuestro encuentro con Dios exige que le confiemos todo lo que tenemos e incluso todo lo que somos. Ante este encuentro no caben negociaciones ni regateos; hemos de venderlo todo, como el personaje de la primera parábola, para adquirir el campo donde hemos encontrado el tesoro. 2º La parábola de la perla encontrada (Mt 13, 45-46). En esta parábola lo novedoso es que este comerciante sí andaba buscando perlas y “al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”. Jesús aquí, nos quiere insistir sobre otro aspecto importante, la necesidad de buscar a Dios con perseverancia. Es una “búsqueda” que queda superada cuando, por sorpresa, encuentra algo superior a lo que buscaba. Es de tan “gran valor” aquello que ha encontrado que “vende todo lo que tiene”. Y el comerciante da, entonces, un cambio a su vida. Es capaz de empeñar todos sus bienes, con tal de alcanzar la “perla de gran valor” que ha encontrado. Este encuentro exige una gran decisión en la vida, dejarlo todo para alcanzar aquella perla de gran valor. Así es el encuentro con Jesús y el Reino de los cielos: quien lo busca y lo encuentra empeña su vida ante aquel gran tesoro que ha encontrado y adquiere, por GRACIA, una fortuna mayor. Lo explica muy bien San Pablo cuando describe su encuentro con Jesús: “Por Cristo he sacrificado todas las cosas y todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo” (Fil 3,8) 3º La parábola de la red (Mt 13, 47-50). “El reino de los cielos se parece también a una red que echan al mar…”. De la misma manera que la cizaña crece junto al trigo (como veíamos la semana pasada) aquí se pescan peces buenos y malos, y cuando la red es llevada a tierra los buenos son recogidos en los cestos y los otros son tirados afuera. Esa es la práctica común de los pescadores. Pero la frase clave de la parábola viene ahora: “Lo mismo sucederá al final de los tiempos…”. Esta práctica de distinguir los hombres buenos de los malos no nos corresponde a nosotros, sino a Dios. Es el Padre quien hará el juicio de amor sobre todos, dependiendo del trato que hayamos dado a los más pequeños (Mt 25,31-46). Sólo Él lo hará. Él separará el trigo de la cizaña y los malos de los buenos. Porque puede pasarnos, tal como decía nuestro padre (San Agustín): “En el último día muchos que se creían dentro se encontrarán fuera, mientras que muchos que se creían estar fuera se encontrarán dentro” Conclusión (Mt 13, 51-52). El final de este discurso de Jesús termina con una pregunta: “¿Entendéis bien todo esto?”. En las palabras y la vida de Jesús se conjuga de manera admirable “Lo nuevo y lo antiguo”, nada de la sabiduría de Dios se pierde. A través de su enseñanza y de su vida aparece la novedad del Reino de los cielos, fundada en la eterna alianza del amor de Dios (“lo antiguo”), que se muestra plenamente en su Hijo (“lo nuevo”). Y lo hace de manera sencilla, con las palabras de la gente humilde: la siembra, las semillas, la levadura, la siega, la pesca… Todo nuevo y todo anclado en el corazón del Padre, eterna fidelidad. “Como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo”. “En Cristo se encierran todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios” (Col 2,3). Lecturas
1 Re 3, 5.7-12 Rom 8, 28-30 Mt 13, 44-52 ¿A qué se le parece el Reino de Dios? En el Evangelio de este domingo Jesús habla de nuevo en parábolas para explicar algo importante a sus oyentes. Porque como nos recordaba el texto del Domingo pasado no basta con escuchar la Palabra, es necesario entenderla. Por eso Jesús habla a los sencillos y humildes en parábolas, con imágenes y situaciones de la vida cotidiana, con ejemplos conocidos. Así el Padre concede a los sencillos esa sabiduría íntima que se requiere para entender la Palabra. El anuncio del Reino es el centro del mensaje del Señor y hoy nos encontramos a Jesús respondiendo con tres parábolas a una pregunta fundamental: ¿A qué se le parece el Reino de Dios? En ellas encontramos tres claves, se parece: - al proceso de crecimiento del trigo junto a la cizaña. - a un grano de mostaza que se hace árbol frondoso. - a la levadura escondida en la harina que se transforma en pan. Las tres narraciones tienen semejanzas. Vemos en ellas algo pequeño que toma fuerza, se transforma y alegra a quien recibe sus frutos. Es también una lección de paciencia, de la espera confiada de un fruto. Por otro lado ¿no es asombroso que todo un Reino se compare a algo tan pequeño en las tres parábolas? ¿Cómo es posible esperar algo tan grande, tan soberano, de algo tan simbólico? Podríamos quedarnos ya solo con esto para meditar, para quedarnos en el estupor, en el asombro. El mismo asombro que produce ver germinar algo tan pequeño como una semilla y crecer hasta granar o hacerse árbol, el mismo estupor que nos produce ver como la levadura hace crecer la masa y la transforma en rico pan. Estos relatos nos hablan de la creación, porque hay una conexión profunda en ellos con la naturaleza: la tierra, el agua, el aire, el sol colaboran en el crecimiento, la mano humana que mete la levadura en la harina y la amasa y después la hornea al fuego. El Reino está en la creación, porque Dios todo lo hizo bueno y no se desdice de lo creado sino que lo lleva a plenitud, como dice San Pablo: "la creación expectante aguarda la manifestación gloriosa de nuestro Salvador". Parte de la creación colabora para que la transformación de los elementos sea posible. Esta colaboración junto a la renuncia que ello supone para la semilla, el grano de mostaza y la levadura, la vemos claramente en las tres parábolas: - La cizaña tiene que crecer junto al trigo y éste soportar su presencia junto a él, con paciencia. Como dice S. Agustín: «muchos primero son cizaña y luego se convierten en trigo». Y añade: «Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio». - La mostaza no se debe quedar en su máxima pequeñez, inútil a los ojos de muchos observadores. - La levadura tiene que perderse en la masa para transformarla en algo bello y bueno. Si pudieran hablar los elementos descritos y la semilla del trigo dijera: "no, yo no soporto más la presencia de esta cizaña fanfarrona, arrogante e impostora que aparenta ser como yo y no lo es"; o el pequeño grano de mostaza se dijera: "¿para qué se empeña el sembrador en usarme como semilla si yo no tengo cuerpo ni para convertirme en guisante?"; o por otro lado la levadura se negara a entrar en la harina para no perder su identidad y su apariencia... No sería posible contemplar este milagro posterior del trigo, del pan, del cobijo del árbol. De ahí entendemos la importancia de nuestra pequeña colaboración con la gracia, para que sea posible, como en estos procesos naturales, un mundo nuevo. Ahí también observamos estas similitudes con el Reino de Dios:
Así es el Reino, algo casi invisible, que transforma, da vida, contagia con alegría a otros cuando se comparte y nos conduce a una felicidad impensable. Hoy, con el libro de la sabiduría podemos decir: qué grande eres, Señor, «fuera de ti no hay otro Dios que cuide de todo… porque tu fuerza es el principio de la justicia y tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con todos». Y el Salmo 85 lo confirma: «Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» ¿A qué se le parece el Reino de Dios? A esa mano sabia y bondadosa del Padre que toma de lo suyo y lo coloca en el lugar y el tiempo oportuno para hacerlo germinar, crecer y fructificar, e ir construyendo así la Ciudad de Dios aquí, ya en esta tierra, donde es posible partir y compartir el pan con los hermanos de todas las naciones y razas, bajo una sombra excelente como es la Iglesia. Lecturas:
Sab 12, 13. 16-19 Rom 8, 26-27 Mt 13, 24-43 Jesús se sienta cada día en nuestra orilla, en la pobre y quebradiza barquichuela que es nuestro corazón y allí se detiene con calma para enseñarnos los misterios del Reino. La barrera que nos separa hoy del Jesús de Galilea ha caído pues Aquél que murió y resucitó está ahora sentado a la derecha del Padre y a la vez vive en el interior de cada ser humano. Por esta razón puede hablarnos desde dentro todos los días de nuestra vida porque ya no nos separa de Él ni el espacio ni el tiempo. Lo experimentamos, es cierto, de un modo velado pero no menos verdadero y vivificante. Jesús utilizaba parábolas para ayudar a su pueblo a entender el mensaje que el Padre le pide anunciar. Por medio de este género literario se facilitaba la interpretación, el sentido de lo que se quería revelar. El Señor hablaba de mil modos y maneras para hacerse comprensible a sus hermanos. Pero hay una actitud esencial e indispensable por parte del receptor para que esto sea posible: querer entender. Es la acogida de su Palabra lo que hace que sea eficaz y que “como rocío que empapa la tierra no vuelva a Él vacía sino cumpliendo su encargo”. Quienes siguen a Jesús como ocurre en el caso de los discípulos “entran más dentro en la espesura” diría San Juan de la Cruz. Es su corazón limpio, abierto, sin prejuicios lo que hace decir al Maestro: “A vosotros se os dado a conocer los misterios del Reino”. El pasaje de este domingo bien podría ser una “autobiografía” de Jesús no constreñida a una anécdota del pasado sino que habla e interpela en el hoy de nuestras vidas. El Sembrador con mayúsculas, en todo instante va esparciendo las semillas que el Padre le ha confiado. Pacientemente sale todos los días y derrama su gracia, su Espíritu, su Palabra… sin dejar jamás de salir a sembrar. Pero si el paso evangélico es una autobiografía de Jesús también los ejemplos que ilustran la parábola son espejo de lo que podemos vivir en nuestra realidad espiritual según el momento interior que estemos atravesando. Es importante situarnos y reconocernos para poder reorientar, si es necesario, nuestro modo de vivir en Él y desde su Evangelio. Posiblemente el deseo incesante y la súplica continua de ser tierra buena sean lo único que pueda humedecer nuestro corazón de piedra. Las lágrimas que brotan de la impotencia y del arrepentimiento volverán nuestra tierra porosa y mullida para que las semillas de Dios puedan germinar en ella. ¿Pero cómo ser tierra buena? Creo que únicamente por la fuerza de la gracia. Como tantas veces nos sucede constatamos que sin ella nada podemos. Sin embargo, no se nos exime de nuestra humilde colaboración. Con nuestra apertura atenta y sincera, fomentando la intimidad con Él, dejándonos sembrar… podrá nuestro barro ser transformado en tierra virgen, fértil, apta para dar el treinta, el cincuenta, el ciento… de la cosecha. La medida que Él quiera. Lecturas:
Is 55, 10-11 Rom 8, 18-23 Mt 13, 1-23 ¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra!En este domingo XIV del Tiempo Ordinario, el profeta Zacarías nos anuncia un Mesías cuya fuerza para traer la paz a las naciones será la humildad. A la luz de la Palabra contemplamos un Mesías, Rey y Dios, alabado por el salmista, reconocido como clemente y misericordioso, que cuida de todas sus criaturas y se fija especialmente en los débiles. Es el Dios que da vida, como confiesa San Pablo, cuyo Espíritu habita en nosotros, y nos guiará a la plenitud de la vida en Él. Es el mismo Dios al que se dirige Jesús en el evangelio de hoy en una oración de gratitud, por haberse revelado precisamente a los pequeños y humildes de la tierra. Los sabios y entendidos en este mundo, los orgullosos que son incapaces de reconocer la revelación de Dios en la Encarnación, en su abajamiento, en su kénosis, no podrán entender ni ser quienes preparan lugar de acogida para este visitante. Ese huésped que llega de forma inesperada para habitar en nuestra casa, que en los domingos anteriores se nos ha presentado como aquel que trae promesas de vida, bendición y abundancia, y que las reciben aquellos que le abren la puerta y reconocen su presencia en la sencillez del que va de camino, del que está necesitado de pan, descanso, cobijo. Jesús nos habla en el evangelio de gratitud y de gratuidad, a través de la oración que dirige al Padre, dos actitudes en la reciprocidad de dar y de recibir, de ser comunión. Una única acción de amar y ser amado, de servir y ser servido, de expresar la más profunda identidad del ser humano, creado a imagen De Dios Trinidad. Doble movimiento de una única llamada a vivir en relación con el otro, a entablar un lazo de comunión con el hermano y con Dios, que nace de la filiación divina y de la fraternidad humana, de ser enviado y de ser acogido. Entregar, conocer y revelar son los verbos que se manifiestan en la relación del Padre y el Hijo, en una cadena ininterrumpida de amor, de la que somos objeto mientras vamos de camino, convirtiéndonos en templos, portadores y testigos del Espíritu Santo. El yugo, por una lado, es signo de esclavitud, que obliga a caminar juntos con una misma intención. Es usado como instrumento para concentrar varias fuerzas en un mismo sentido y dirección, con el fin de llevar a cabo un determinado trabajo con mayor eficacia. Por otro lado, atribuido a Jesús en el pasaje de hoy, el yugo ligero que nos ofrece es la invitación a compartir la pasión con Él, a llevar su cruz, a asociar los sufrimientos personales a los de Él, sin posible separación, a vivir su misma vida. Es signo, por tanto, de intimidad con Dios. Es una cualidad específica de los santos, que identifican su voluntad con la de Él. No se puede entrar en comunión con Dios sin identificarse con Jesús. No se puede ser santo sin vivir en su voluntad. No se puede responder a esta llamada sin reconocer que el camino hacia la santidad pasa por la humildad y la mansedumbre. No se puede aprender de Él sin llevar su yugo, sin experimentar la ligereza de su carga, que solo Él es capaz de transformar agobios y cansancios en alivio y descanso. La Palabra de hoy, en su simplicidad, es una llamada a vivir en esta comunión plena con Dios, que nos hace abrazar su voluntad, como Jesús lo hizo con el Padre, es estar ligados para siempre a Él y a los hermanos, a través de este vínculo irrompible del amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu, con una unción irrevocable. Lecturas:
Zac 9, 9-10 Rom 8, 9. 11-13 Mt 11, 25-30 A Pastoral Visit . Richard Norris Brooke (1881) El Evangelio de este domingo XIII del Tiempo Ordinario está compuesto por un conjunto de dichos de Jesús que tienen como denominador común la llamada a la primacía de Cristo en nuestra vida, la aceptación de su señorío como condición de una verdadera vida cristiana. El encuentro con Cristo supone entrar en una nueva relación existencial con la realidad al convertirse Cristo en la medida de todo. No debemos entender las palabas de Cristo como una exigencia Suya hacia nosotros cuanto un criterio de discernimiento de la autenticidad de nuestro vínculo con Él, de nuestro verdadero encuentro con Él, porque quien se acerca a Cristo se acerca al fuego y el que se acerca al fuego, arde. Queda traspasado desde lo íntimo por la vida en Cristo, vive una Pascua. Así, cuando uno entra en el misterio de Cristo, toda relación y toda dimensión de la existencia queda referida en Él y hacia Él: la paternidad, la filiación, la fraternidad, la esponsalidad, la projimidad, el sufrimiento, el trabajo, el juicio o discernimiento sobre los otros… Es lo que Pablo dirá en la carta a los Romanos: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él. Vivos para Dios en Cristo Jesús” (cf. Rm 6,8-11). Esta primacía del Señor se expresa en lo concreto de la vida cotidiana, no olvidemos que los dos primeros y únicos mandamientos son: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo” (cf. Mt 22, 37-39). Por lo tanto, esta relación troncal y fundante con Cristo no nos distancia de lo real ni de lo concreto de nuestras circunstancias, al concreto, es lo que lo ilumina, lo que cambia nuestro modo de mirar al otro, de cuidarle, acogerle y amarle reconociendo en cada uno el Rostro del Amado y esto especialmente en los más humildes, los pequeños, los niños de los que es el Reino porque este es el lugar que Cristo ha elegido en la historia, el lugar del mendigo: “El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa” (Mt 10,42). Os dejo unas palabras de Don Luigi Giussani que iluminan genialmente esta verdad evangélica: «Cristo se ha metido en mi vida, mi vida se ha metido en Cristo, justamente para que yo aprendiese a comprender que Él es el punto neurálgico de todo, de toda mi vida. Cristo es la vida de mi vida. En Él se resume todo lo que yo quisiera, todo lo que busco, todo lo que sacrifico, todo lo que se desarrolla en mí por amor a las personas que me ha puesto al lado». Lecturas:
2 Reyes 4, 8-11. 14-16a Rom 6, 3-4, 8-11 Mt 10, 37-42 ¡No tengáis miedo!¡No tengáis miedo! Son palabras de Jesús que se repiten en tres momentos del evangelio de este domingo. Jesús acaba de decir a sus discípulos que les perseguirán y les encarcelarán, y aunque el no tengáis miedo” está encuadrado en el contexto de la misión, sin embargo, lo podemos aplicar a todas las situaciones de miedo paralizante de nuestra vida. El miedo es la duda frente a lo desconocido, lo que no sabemos, lo que nos falta por comprender. Tememos. Y tememos cosas comprensibles: los hombres, la muerte, la vida sin Dios. En esto se resume los miedos que enumera Jesús en este evangelio. Jesús no desconoce nuestra condición humana, sino que la sintió profundamente suya como verdadero hombre. Lo peor del miedo y del temor es que nos hacen pensar que la vida, la puedo tener asegurada y vivir sin asumir ningún riesgo. Si Jesús nos invita a no tener miedo, no es porque nos prometa un camino sin dificultades. Dios no es la garantía de que todo va a ir bien, sino la seguridad de que Él estará en todo momento. No tener miedo es hacer uso de mi libertad para arriesgar la vida por seguirle, imitando su vida. El Papa Francisco nos interpela diciendo: “¿A qué tienes miedo? Tal vez miedo a la soledad, a no ser acogida, a las malas interpretaciones de las demás, a la enfermedad, al dolor, a la muerte… Cristo tiene una respuesta y te la está comunicando en el Evangelio de este domingo. Confía en Dios y se te acabarán todos tus miedos y tus temores” “No tengáis miedo porque vuestro Padre celestial cuida de vosotros” Mensaje de Jesús tremendamente actual a cada uno de nosotros. “No tengas miedo porque Dios está contigo y Él te protege” No tengas miedo porque el poder de Dios, su amor y su providencia son infinitamente superiores al poder humano y todas las amenazas. Y si falla esta convicción, la contemplación de la naturaleza nos debe recordar que Dios cuida de todas sus criaturas. Jesús nos llama a mantener una esperanza segura. La verdadera y gran esperanza que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, que nos ama hasta el extremo. Lecturas:
Jer 20, 10-13 Rom 5, 12-15 Mt 10, 26-33 Juan Genovés "Multitudes" Viendo a las multitudes se compadeció de ellasAl leer las lecturas de este domingo un primer movimiento salta a nuestra vista como si fuera un cambio de escenario. En la primera lectura Moisés ha de subir al monte, para encontrarse con Dios. En el Evangelio Dios mismo ha bajado de su santuario, recorre el camino inverso, y le habla a los hombres pisando su mismo suelo. Dios se hizo hombre y vino a nuestra tierra, y se compadeció de nosotros. Por nosotros vino, por amor a nosotros. No podemos hoy menos que proclamar esta Buena Noticia, que se hace verdad nuevamente hoy. ¿Qué vives?, ¿dónde estás?, ¿quién eres entre la multitud? Hay Uno que hoy viene a Ti, como a cada hombre, y que nos mira compadecidos, porque vivimos, en el fondo, como ovejas sin pastor. Más allá de esta diferencia, encontramos una similitud entre ambos pasajes. Tanto en el Monte Sinaí, como en el episodio evangélico, aparece una multitud, una muchedumbre anónima. Una multitud de fugitivos será Israel que acaba de ser librada de las manos de la muerte, y una multitud extenuada y abandonada será con la que se encuentre Jesús. ¿Es que no estás tú a veces entre esa multitud angustiada? Y en ambos casos será la presencia de Dios el que nos saque del anonimato de la muchedumbre, el que nos mire personalmente y el que nos convertirá en pueblo. Para ello Dios empieza pidiéndole a Israel que recuerde lo que ha hecho por él. No te olvides, no te olvides de lo que Él hizo por ti. La memoria de lo que Él ha hecho por nosotros se graba a fuego en nuestro corazón y está al inicio de cualquier experiencia religiosa. Yo haré contigo Alianza, seréis reino de sacerdotes. De muchedumbre en huida a pueblo de Dios salvados por su Gracia. De andar como ovejas sin pastor a tener una tierra, un destino, por el Amor de Dios. También en el Evangelio Jesús se encuentra ante una muchedumbre. Cada uno de nosotros en muchas circunstancias se encuentra en una multitud anónima, con frecuencia formamos parte de ella. En la vorágine del tráfico, en una cola para pagar la compra, o simplemente cuando estoy rodeado de desconocidos. Estoy entre la multitud también cuando no confío en los que me rodean, ellos de alguna manera me son desconocidos.Cada uno entre la multitud lleva escondido sus propias penas, los problemas, las dificultades, las esperanzas más tenaces, los proyectos. La multitud, paradójicamente, constituye el refugio secreto donde cada uno puede esconderse, esconder lo que lleva dentro, sustraerse a los demás, negarse al otro. Convertirse en pueblo, en comunidad, significa por el contrario conocerse, encontrarse con la mirada, comunicar, hablar, escuchar. Significa también dejar circular la vida, la simpatía, el calor humano. En una comunidad no hay individuos uno al lado del otro, sino personas con rostro, nombre e historia que se comprometen a hacer comunidad. No hay gente anónima, sino personas que se miran cara a cara. Pero esto no sería posible si nosotros no hubiéramos sido mirados antes con amor. La distancia, la sospecha, el egoísmo, los propios intereses y la propia carrera, el orgullo o el amor propio nos lo impedirían si cada una de nosotras no hubiera sido salvada por la mirada de Jesús. Cada una de nosotras puede contar que Él nos vio entre la multitud y su mirada nos rescató. Yo soy porque Tú, Señor, me miras con compasión y esa mirada la necesito cada día. Jesús, finalmente, nos implica en su compasión. Somos nosotros mismos enviados a mirar a los demás así, con nuestro nombre propio, como los apóstoles, con nuestra historia propia, a llevar Tu nombre y Tu vida a tantos hombres y mujeres que tienen sed, que viven extenuadas como ovejas sin pastor. Porque gratis Señor nos lo das, gratis lo damos. Porque nunca fue nuestro ni lo merecimos. Porque siendo nosotros indignos, siendo nosotros heridos y pecadores, Tu vida diste por nosotros. Amén Lecturas:
Ex 19, 2-6a Rom 5, 6-11 Mt 9, 36—10, 8 “ El que coma de este pan vivirá para siempre ”Queridas hermanas: En este domingo de la Solemnidad del Santísimo cuerpo y sangre de Cristo, con gratitud recordamos el camino que hemos hecho hacia la Pascua de la Paz. Haciendo memoria de lo vivido podemos adentrarnos en las palabras que Moisés dice al pueblo: «Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer”. Ha sido un camino de gracia tras gracia, porque el Cordero manso con su sacrificio en la cruz, nos ha traído la paz! La hemos invocado, la hemos anhelado, la hemos visto posarse en nuestro interior como una brisa suave, y hoy, la vemos entrar en nuestros corazones, entrar en nuestro interior como alimento para la vida eterna. Por ello en esta tarde, de manera especial rumiando la palabra que hoy se nos regala ponemos nuestra mirada en el Señor, El pan vivo bajado del cielo. “Oh! Dios escondido (…) A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte. En la Cruz se escondía sólo la Divinidad, pero aquí se esconde también la Humanidad. Salve cuerpo verdadero nacido de la Virgen María, verdaderamente sacrificado en la cruz por la humanidad cuyo costado traspasado manó agua y sangre. ¡Te adoramos, te contemplamos, te damos gracias! ¡Te has quedado entre nosotros, con nosotros, esa fue tu promesa y así lo has cumplido! Has preparado una mesa, una mesa de fraternidad, un banquete que no acabará nunca y por ello, ¡Te damos gracias! Te has donado a nosotros de tal manera que, ahora nosotros comiéndote, teniéndote dentro, podamos donarnos a los demás. Somos tu cuerpo y por ello, ¡te damos gracias! Con alegría, hoy alzamos la copa de la Salvación, bendiciendo tu nombre. ¿Cómo pagaremos todo el bien que nos has hecho? Nos has abierto las puertas del Reino, nos has donado de tu Espíritu, Nos has hecho hermanos tuyos, e hijos del Padre, nos has dejado a María como madre, y te has quedado aquí para ser alimento para la vida eterna! Y por ello, te damos gracias! Te confieso como mi Dios y te pido que hagas que crea más y más en Ti, que en Ti espere y que a Ti solo ame. Que sea también yo alimento para mis hermanos y así mi vida sea testimonio de que Tú habitas en mí y que yo habito en ti.” Amén. Lecturas:
Deut 8, 2-3. 14-16 1 Co 10, 16-17 Jn 6, 51-58 Contemplar nuestra herencia Contemplar la Santísima Trinidad es contemplar la comunión desde la cual hemos sido creados y a la cual somos llamados. “Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 16 ). La comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es nuestra herencia, el lote de nuestra heredad, según el eterno designio del Padre. Tanto amó Dios al mundo que nos ha dado el Unigénito (cf Jn 3,16). En el Hijo, hemos recibido gracia tras gracia (Jn1,16), hemos sido enriquecidos con toda clase de bienes espirituales y celestiales (Ef 1,3), por su sangre hemos recibido la redención (Ef 1,7). En Él reside toda la plenitud y por Él hemos sido reconciliados con todos los seres (Col 1, 19-20). Los himnos cristológicos inspirados por el Espíritu, recogen la experiencia pascual que después de Pentecostés brota en los labios de los apóstoles como primeras confesiones de la fe, primeros anuncios del kerygma en toda su fuerza genuina. Jesús es la nueva Alianza entre Dios y los hombres. Moisés, que baja del monte Sinaí y sube a la presencia de Dios con las tablas de la Ley, es figura de Jesucristo, el único que bajó del cielo y que conoce al Padre. Los hombres rompen las tablas de la Alianza, Moisés las restaura y las vuelve a presentar ante Dios. “Si he obtenido tu favor … tómanos como heredad tuya” (Ex 34, 9). Que nosotros seamos Tu heredad era la primera Alianza. Que Tú seas nuestra heredad, es la nueva Alianza. El Padre nos ha dado el Hijo y el Hijo nos ha dado el Espíritu. El Espíritu, derramado en el mundo en Pentecostés, nos hace intuir en qué consiste la promesa, entregada ya como herencia, porque por el Hijo hemos sido hechos hijos y por lo tanto, herederos. Por Él, por el bautismo en su nombre con agua y con Espíritu, hemos recibido la vida en el Espíritu, la vida divina, la vida trinitaria, vida eterna. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, por eso podemos decir con el Hijo: Padre nuestro. Este es el nuevo nacimiento que viene explicando Jesús a Nicodemo en el diálogo del que el evangelio de hoy toma nada más dos versículos, referentes a la esencia de nuestra fe. Reconocer al Hijo que el Padre envió - no para juzgar al mundo, sino para que el mundo crea en Él y tenga la vida eterna. La vida eterna es el conocimiento del Dios trino. Reconocer que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo están siempre con todos nosotros (2Cor 13,11-13) es reconocer el Reino, la vida de Dios entre y en nosotros. Vivir desde ya la gracia de la comunión que es nuestra herencia. Es el saludo de paz que inicia cada Eucaristía, cada vez que en la tierra se vuelve a celebrar y se vuelve a actualizar por la acción del Espíritu Santo el Misterio Pascual, en el seno de la Iglesia. En este día Pro Orantibus, día de la Vida Contemplativa, demos gracias por nuestra herencia, herencia de todos los bautizados. Gustemos del lote de nuestra heredad, de la vida de comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lecturas:
Ex 34, 4b-6. 8-9 2 Cor 13, 11-13 Jn 3,16-18 |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
Archivos
Marzo 2024
|