A Hegyi beszéd (Sermón de la Montaña), Károly Ferenczy (húngaro, 1896) Este domingo, una vez más, Jesús sale a nuestro encuentro para hacernos volver la mirada a lo realmente importante: no a los títulos, a los altos rangos o puestos ni a la sabiduría humana, sino al centro del corazón, a la vida de Dios, a la identidad más verdadera de nuestra existencia: la de ser hijos en el Hijo. Las lecturas de este domingo nos ayudan a situarnos en la vida desde lo que realmente somos: criaturas en manos del Creador. Este reconocimiento nos hace ser humildes, nos hace reconocer nuestra pequeñez, nuestra pobreza, y es desde ahí desde donde nos podemos hacer servidores de los demás. En nuestro mundo, tenemos muchos ejemplos de altanería, de orgullo, de poder, que estamos viendo que no llevan a ninguna parte, solo al dolor, a la destrucción, a la guerra. Nosotros, como cristianos, como hijos en el Hijo, estamos llamados a cambiar este panorama de nuestra sociedad de la forma, quizás, más escondida, que es la del amor, de la paciencia, la del servicio. Nuestro corazón, como dice el Salmo, no debe ser altanero ni esperar grandezas, que es lo que hablará Jesús en el Evangelio, sino que debe ser como el de un niño que espera, que descansa, que confía en las manos de su madre, sabiendo que de ahí solo puede venir algo bueno. Esto es lo que también dice Pablo en su carta a los Tesalonicenses. Es precioso ver cómo se dirige a ellos con tanto cariño, con tanta delicadeza, haciéndoles volver al origen del encuentro con él y con sus discípulos, que no han sido las riquezas o el hecho de ser una persona importante en su momento, sino que ha sido el hecho de haberles anunciado el Evangelio, la Palabra de Dios, la cual, recibieron con los brazos abiertos, pues sabían que era una palabra de vida. Esta Palabra es la que estamos nosotros también llamados a llevar a nuestro entorno, a nuestras relaciones, en nuestra comunidad. No es nuestra palabra la que se tiene que oír ni acoger, sino que es la Palabra de Dios, la palabra de vida. Y esta acogida solo será posible si tenemos este corazón sincero y humilde del que hablábamos antes, porque muchas veces nos llega de la persona que menos esperamos o en una situación que quizá no habíamos pensado. Tantas veces la Palabra nos sorprende y nos da la clave que necesitamos, la pista para continuar el camino, el agua para poder saciar nuestra sed. Pero esto, como venimos diciendo, solo se puede acoger si estamos abiertos a esta gracia, si no damos por hecho que lo sabemos todo y como un niño, estamos abiertos a la sorpresa, nos dejamos tocar por la novedad que se esconde en la cotidianidad de la vida, en lo pequeño, en lo que nadie ve. Y, para poder tener este corazón sencillo y humilde, Jesús nos da claves que son fundamentales en el pasaje del Evangelio que estamos comentado: Nos dijo que no nos dejemos llamar maestros, pues uno solo es el Maestro, Él. Si queremos ser hijos en el Hijo, sigamos el ejemplo del mismo Jesús, que es el que nos puede enseñar de verdad a ser humildes, pequeños, a dejarnos sorprender, a confiar, a vivir la vida de la mano del Padre. Nos invita a alzar la mirada al Padre: recordar nuestra filiación, hacernos de nuevo conscientes de que nuestra vida pertenece al Padre, depende del Padre. ¡No somos huérfanos! Vivir desde esta relación hace que la vida tenga otro color, otro sabor, otra melodía, hace que volvamos a la raíz de nuestra existencia. Y, por último, la humildad, ser humildes, porque solo desde ahí seremos capaces de servir, de estar atentos a las necesidades de los demás, de estar disponibles en los quehaceres más cotidianos de la vida. Este domingo, ya muy cerca del final de este año litúrgico, pidamos la gracia de estar abiertos al paso de Dios por nuestras vidas para poder así seguir las huellas de Jesús, caminar tras sus pasos y ser, de este modo, un reflejo de Jesús para aquellos que tenemos cerca y un faro de Su luz para los que están más lejos. Lecturas
Mal 1, 14–2, 2. 8-10 1 Tes 2, 7-9. 13 Mt 23, 1-12 Guardemos un poco de silencio para acoger la Palabra de hoy. Los saduceos quedaron silenciados, Jesús los había hecho callar. Era un silencio de asombro ante quien les habló del Dios de los vivos. Pero no era un silencio capaz de acoger al que tenían delante, la Palabra pronunciado por el Padre, que se reveló con el “Yo soy” citando a Moisés (Ex 3,6). Los fariseos no quedan en silencio, uno de ellos pregunta. Pero no hace una pregunta para acoger la respuesta, la palabra que pronunciará Jesús. Es un estudioso de la Ley y pregunta sobre al Ley, llamando “maestro” a Jesús. Pero la respuesta no le llevará a indagar el ostinato, el trasfondo de cada uno de los preceptos de la ley y los profetas que Jesús indica. Ahí radica la hipocresía de los fariseos que, en los pasajes anteriores al evangelio de hoy, Jesús venía denunciando. Le llaman maestro, pero la intención de su pregunta no es aprender, sino poner a prueba a Jesús. ¡Cuántas veces ha sido esta la actitud del pueblo hacia Dios! Como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba / y me tentaron, aunque habían visto mis obras (Sal 95, 8b). ¡Cuántas veces estamos ante Dios sin la humildad que quien se sabe criatura, sin la apretura para acoger su Palabra! Jesús responde: AMARÁS. A Dios y al prójimo. Este es el mandamiento principal - y es también una promesa. La respuesta de Jesús une el Antiguo y el Nuevo Testamento, la Antigua y la Nueva Alianza – une también todas las lecturas de este domingo XXX del tiempo ordinario. El libro del Éxodo, habla del mandamiento del Señor que es la misericordia para con el prójimo. Misericordia que tiene dos fuentes: por una parte, la memoria histórica que tiene que llevar al pueblo a reconocer que los forasteros, los necesitados, las viudas, los huérfanos… son su prójimo. Por otra, que Él los escuchará si gritan a Él, porque es Dios. Amarás a tu Dios – amarás a tu prójimo. San Pablo escribe a los Tesalonicenses: os volvisteis a Dios para servir a Dios vivo y verdadero (amarás a Dios) y habla de su actuación en esta comunidad para bien de todos ellos (amarás a tu prójimo). He aquí el mandamiento principal, llevado a cumplimiento en la persona de Jesús. Para nosotros: también promesa, Alianza. Dios que se comunica al hombre como Amor, extiende su modo de existir a la humanidad. Amarle con todo el corazón es acogerle en el corazón, acoger su don y permitir que viva en nosotros y nos comunique su vida divina. Amarle con toda el alma es darle a los demás, derramar y propagar su amor en las relaciones que tenemos. Amarle con todo el ser, también con la mente, es permitirnos razonar con amor. Cuando el amor nos llega de Dios, nos atraviesa del todo, atraviesa nuestro ser. Mandato y promesa: acoger este amor y darlo. Darlo con todo lo que somos. El Amor de Dios, su Palabra cumplida en Jesús, pide ser acogida en nuestro silencio humilde para poder ser derramado sobre el mundo, sobre todo prójimo. Lecturas
Ex 22, 20-26 1Tes 1,5c-10 Mt 22,34-40 “Dar a Dios, lo que es de Dios" Hoy Domingo XXIX del Tiempo Ordinario y Domingo Mundial de las Misiones, del DOMUND, la liturgia nos invita a reconocer a Dios como el Señor de todo. Él nos elige para que llevemos la buena noticia a los demás, reconociendo lo que verdaderamente es de Dios. Se nos conduce a descubrir que quizá, a pesar de nuestras debilidades, Dios nos ha elegido y lo ha hecho por algo y para algo. Tras una primera lectura del Evangelio de hoy, parece como si Jesús estuviera abogando por una separación entre religión y política en nuestras vidas. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. En otras palabras, podemos adorar a Dios en las iglesias y mantener esa parte de nuestras vidas separada de nuestras acciones e inclinaciones políticas en la esfera pública. Sin embargo, si analizamos más de cerca las palabras de Jesús en el contexto sociohistórico de la época, junto con la carta de Pablo a los Tesalonicenses y la primera lectura del libro de Isaías, nos enseña todo lo contrario. El Evangelio de hoy, va a hacernos caer en cuenta de una de las mayores convicciones de la vida y la fe: TODO es de Dios. Por otra parte, sorprende “el elogio” de los fariseos a Jesús: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te arredra, porque no buscas el favor de nadie”. Aunque haya sido dicho con malicia por parte de los fariseos, encierra una profunda verdad. Pero una verdad que sólo lo es porque está marcada por la bondad de Jesús. Su bondad se manifiesta en su ejemplo de vida, es un hombre que con hechos y palabras traspasa toda lógica humana, ofreciendo paz y descanso a los que le buscan. Una verdad tan tierna que sabe recomponer y dar sentido a la enfermedad, a los problemas, incluso a la muerte. Toda esta verdad de Jesús es con la que tropieza tanto el fariseísmo de ayer como el de nuestro tiempo. Cuando le preguntaron a Jesús sobre el pago de impuestos al César, se encontró en una situación difícil. Como señala el evangelista Mateo, Jesús sabía que se trataba de una prueba. Le ponían en una disyuntiva. Pero, respondió con mucho tacto, permitiendo que el interrogador señalara la cara de la moneda romana: la de César. Luego afirmó que, así como se debe dar al César lo que le pertenece, es necesario darle a Dios lo que es de Dios: todo nuestro ser. En otras palabras, sólo Dios merece nuestra gloria y honor, incluso sobre los reyes y las naciones poderosas de la tierra. Es hermoso lo que dice san Agustín sobre la escena: “El César busca su imagen, ¡devolvédsela! Dios busca la suya, ¡devolvédsela! Que el César no pierda su moneda por causa vuestra; que Dios no vaya a perder la suya que está en vosotros” (Com. Sal. 57.11). Cada hombre debe preservar inmaculada la imagen de Dios inscrita en su corazón. Como cristianos, a menudo es muy difícil saber cómo digerir las numerosas injusticias y tragedias que aparecen en nuestras pantallas, en los telediarios o en las circunstancias que suceden en nuestro vivir cotidiano. Es fácil señalar la hipocresía de muchos líderes políticos que dicen ser cristianos devotos y, sin embargo, aprueban políticas que dañan gravemente a los más marginados y vulnerables. Sin embargo, estos dedos que señalamos también deben volverse hacia nosotros mismos: ¿Cómo permitimos que nuestra fe en un Dios de amor radical guíe nuestras acciones en las cosas por las que luchamos o defendemos? ¿Estamos viviendo nuestra vida “pública” de una manera que adora y honra a Dios primero, construyendo el reino del amor, el perdón y la justicia? Como Pablo, escribió a la iglesia en Tesalónica, somos elegidos y amados por Dios por encima de todo. Todos los seres humanos son amados por Dios, guiados por el Espíritu Santo para difundir la buena nueva de que la muerte, el odio y la guerra no tendrán la última palabra; que el amor y la justicia prevalecerán, sin importar cuán desesperadas puedan parecer las cosas actualmente. Cuando dejemos nuestros espacios sagrados de adoración, que podamos seguir adelante con la convicción de que todo el mundo creado pertenece a Dios. No podemos poner límites a nuestra vida de cristianos. Es decir, no podemos poner límites al amor, a Dios y a los demás. Recordando de quiénes SOMOS. Si queremos dar a Dios lo que es de Dios, necesitamos comenzar por hacer nuestros los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres y mujeres del tiempo que nos toca vivir (Cf. Vaticano II Gaudium et Spes n° 1). Lecturas
Is 45, 1. 4-6 1 Tes 1, 1-5 Mt 22, 15-21 "El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo" (Mt22, 2)En el evangelio de este domingo, Jesús describe el reino de Dios como un gran banquete de boda, con abundancia de alimentos y bebidas, en un clima de alegría y fiesta que embarga a todos los convidados. Al mismo tiempo, Jesús subraya la necesidad del "traje de fiesta" (Mt 22, 11), es decir, la necesidad de respetar las condiciones requeridas para la participación en esa fiesta solemne. La imagen del banquete está presente también en la primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, donde habla de la universalidad de la invitación "para todos los pueblos" (Is 25, 6) y la desaparición de todos los sufrimientos y dolores: "Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros" (Is 25, 8). Son las grandes promesas de Dios, que se cumplieron en la redención realizada por Cristo, y que la Iglesia, en su misión evangelizadora, anuncia y ofrece a todos los hombres. La comunión de vida con Dios y con los hermanos, que por obra del Espíritu Santo actúa en la existencia de los creyentes, tiene su centro en el banquete eucarístico, fuente y cumbre de toda la experiencia cristiana. Nos lo recuerda la liturgia cada vez que nos disponemos a recibir el cuerpo de Cristo. Antes de la comunión, el sacerdote se dirige a los fieles con estas palabras: "Dichosos los invitados a la cena del Señor". Sí, somos verdaderamente dichosos, porque hemos sido invitados al banquete eterno de la salvación, preparado por Dios para todo el mundo. La Eucaristía es la «Fiesta de la fe. En ella confluye la esencia del misterio cristiano: el misterio de un Dios que se aproxima a la humanidad compartiendo su caminar histórico, hasta el punto de ofrecer su propia vida por la salvación de los hombres, se renueva realmente en la celebración eucarística, la cual, por tanto, se hace «fiesta». Si la invitación es acogida o rechazada –como sucede en la parábola- es por la respuesta libre y cierta a una invitación del mismo Dios. El Evangelio es una invitación continua: “ven y sígueme”, “venid y os haré pescadores de hombres”, “venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré”, el Señor no fuerza nuestra voluntad, solo pide permiso, ofrece, invita, nos precede su bondad, su amor, su misterio insondable y profundo ante una realidad que nos desborda, solo el asombro puede ser la respuesta, el sí humilde como el de María, que se ve sobrepasada por el misterio “¿cómo será eso?”. Aun permaneciendo la total gratuidad de la iniciativa divina al invitar a los hombres a participar de su alegría, y en definitiva de su propia vida, para ser admitidos a estas «fiestas de bodas», es necesario llevar el vestido de fiesta. A una fiesta no se va con cualquier cosa, uno se prepara, se arregla, se perfuma, se alegra por lo inminente. Por todo ello es necesario estar revestidos de Cristo, esta es nuestra mejor presentación para entrar al banquete eterno. "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Flp 4, 13). Ésta es la experiencia espiritual de todos los invitados al banquete que aceptan entrar, vivir con Cristo y para Cristo. Esta unión con Él nos transforma, nos hace testigos de esperanza, de luz, en medio de un mundo tan necesitado de Dios. Pidamos al Señor, con las palabras de la oración Colecta de la liturgia de hoy, que su gracia continuamente nos preceda y acompañe en nuestro camino personal y comunitario, de manera que, sostenidos por su ayuda paterna y por la intercesión materna de María, Madre de la Iglesia, no nos cansemos jamás de hacer el bien. Lecturas
Is 25, 6-10 Fil 4, 12-14. 19-20 Mt 22, 1-14 October: Parable of the Bad Vintners. Marten van Valckenborch (1535-1612) Las lecturas de este domingo nos presentan la imagen de la viña. Una viña que simboliza a Israel, una viña que es amada y cuidada por su Señor, pero que, lamentablemente, no produce los frutos que se esperaban de ella. Dios espera frutos de la viña que Él ha cultivado con amor: éste es el tema que nos sirve de reflexión en este domingo. Dios ama y cuida a su viña. En la primera lectura el profeta Isaías nos muestra el poema del amigo y de su viña. Nos adentramos en el corazón mismo de Dios que ama a Israel. El Señor ha cuidado de su pueblo lo ha tratado con especial ternura, se ha preocupado de su crecimiento y, sin embargo, Israel no ha correspondido a tal amor. Su pueblo no ha sido fiel y el dueño de la viña se lamenta con razón y se pregunta con tristeza: ¿qué más podía haber hecho yo por mi viña que no hice? Esta viña, a pesar de los sabios cuidados del viñador, no prospera, no da fruto, no da uvas dulces; da uvas inmaduras y silvestres. Se trata ciertamente de una alegoría, pues en verdad, no se puede culpar a una viña de no querer producir frutos. Sin embargo, los oyentes del profeta comprenden que la viña representa a Israel y que el viñador no es otro que el mismo Yahveh. A pesar, de que Israel ha sido cuidado como un hijo, a pesar de que ha sido liberado, a pesar de que el Señor lo ha elegido como el pueblo de su propiedad, Israel no produce frutos de salvación. Es sorprendente ver la tristeza profunda del viñador y, a la vez, su firmeza y decisión final ante la viña improductiva. Él vendrá y la devastará, la dejará desolada. En el evangelio se recoge nuevamente el tema de la vid en una especie de alegoría: el dueño de la vid la arrienda a unos trabajadores y se marcha. Envía, después de algún tiempo, sus embajadores para recoger los frutos, pero los viñadores maltratan a los enviados y, cuando ven al hijo, conciben la idea de matarlo. Nuevamente el amo de la viña no es correspondido a la solicitud mostrada por la viña. Los arrendadores no producen los frutos que se esperaban de ellos. Tanto el poema de Isaías, como la parábola de Jesús en el evangelio, ponen de relieve la importancia de producir frutos. En el primer caso, es la viña que no ha producido lo que se esperaba de ella. En el segundo caso, son los viñadores homicidas los que no entregan los frutos debidos al dueño. El tema espiritual es importante: Dios ofrece al hombre múltiples dones: la vida, la fe, la vocación profesional, la familia, la comunidad religiosa, la vida sacerdotal... y el Señor espera por parte de nosotros una respuesta, espera unos frutos de santidad, de caridad, de justicia, espera que el hombre se transforme interiormente y dé frutos de vida eterna para la edificación del Reino. El cristiano debe dar buenos frutos. Los cristianos estamos injertados en Cristo por el bautismo, por ello, estamos llamados a dar frutos de vida eterna. Así como el Padre ha enviado al Hijo al mundo para cumplir la misión redentora, así Cristo también nos envía a cada uno de nosotros para cumplir una misión. Es verdad que no siempre nuestros frutos serán manifiestos o inmediatos, pero no cabe dudar que el alma que permanece unida a Cristo, como el sarmiento permanece unido a la vid, producirá los frutos a su debido tiempo; y esta es una certeza que debe acompañar y guiar nuestra vida para no desanimarnos ante las dificultades que podamos ir encontrando o experimentando en nuestro interior a lo largo del camino. El Señor, este domingo, nos invita a hacer una reflexión sobre el tiempo y sobre los dones que Dios nos ha concedido en la vida. A veces advertimos que los años de nuestra vida van pasando y, cuando queremos contabilizar los frutos que hemos dado para el bien de este mundo, de la Iglesia y de las almas, nos encontramos con resultados muy pobres. ¿Qué ha pasado? ¿Hemos trabajo con empeño desgastándonos en ofrecer los dones que hemos recibido de Dios? ¿O hemos vivido como una viña distraída sin darnos cuenta que nuestra misión era producir uvas dulces? ¿O hemos vivido como los viñadores que pensaron más en sí mismos que en el amor del dueño de la viña? Los años pasan, pero mientras hay vida, hay esperanza de conversión, de transformación. No esperemos a mañana para hacer este descubrimiento. Hoy el evangelio nos recuerda que Dios espera mucho de cada uno de nosotros, ya que somos su viña, su viña elegida, querida, custodiada; y nuestra vida está llamada a dar frutos, cuando Él quiera, como Él quiera y dónde Él quiera. Lecturas
Is 5, 1-7 Sal 79,9.12.13-14.15-16.19-20 Fil 4, 6-9 Mt 21, 33-43 El evangelio de este domingo nos presenta una parábola sobre el reino de Dios, en la que, más que una comparación, hay una identificación. Se describe una clara imagen de Jesucristo, como el propietario de la viña. Jesús está hablando de quién es él a sus discípulos. Se dirige a sus íntimos, a los que él ha llamado a su seguimiento, y les revela su identidad, la identidad del reino en términos de trabajo, de justo salario y de contrato. Todo sucede en un día, al amanecer, al mediodía, en la tarde, al anochecer. Les habla de un encuentro personal con cada uno. Da a entender que aquel de quien habla es un propietario justo, digno de confianza, que ofrece un puesto a quien lo necesita, que sale a buscar a sus trabajadores, que no le importa el momento en que se incorporan a la viña, que a todos ofrece el salario convenido, el precio que ya ha pagado por cada uno. Este es un propietario para el que no existe el tiempo, porque para él, “un día es un ayer que pasó, una vela nocturna”, ni el espacio, ya que no se cansa de salir a buscar más trabajadores para su viña, sin importarle cuántos, acoge a todos sin excluir a nadie en su intimidad, y todos tienen cabida en su viña, que parece no tener límites. ¿Serán los discípulos tan astutos como para entender que les habla del cielo mismo, donde los últimos serán los primeros, donde los valores de la tierra son muy diferentes, a veces, los contrarios? ¿Podrán comprender algo que no era nuevo para ellos, que ya habían oído a Jesús en otra ocasión: “quien me ve a mí, ve al Padre”? ¿Le reconocerán en el propietario bueno y misericordioso, que no se limita a hacer la “justicia de los números o estadísticas” esperada por todos, especialmente los que miran con criterios humanos la realidad del reino de Dios? ¿Qué enseñanza ofrece Jesús a nosotros, sus discípulos, a través de esta parábola? Jesús les habla de sí como Señor del universo, de todo lo creado, del camino para alcanzar la plena realización en la tierra y la completa felicidad en el cielo. El contrato significa la llamada intransferible y peculiar que cada uno tiene como sello en la vida, que se nos regala como don y como misión, a través de un encuentro personal con Él. La justicia de Dios, que no es la nuestra, que tiene la última palabra, revelará al final de los tiempos, en ese encuentro cara a cara, la verdad de esta respuesta personal que nadie puede dar por otro. Este propietario es el Viñador de todos los tiempos, Señor de la historia y dueño de la vida. Desde el amanecer de esta peregrinación, sale al encuentro de todo ser humano, para darle una misión: “trabajar en la parcela” que se le entrega con la misma vida. Viene a la tierra en cada momento y nunca deja de buscar e invitar a esta aventura de trabajar en su viña, que es reconocer el don recibido y hacerlo fructificar con las capacidades que le han sido regaladas. No le importa cuándo su invitación sea aceptada, ni la respuesta que se le dé. Hay lugar para todos en la viña. Al oscurecer, al declinar el día, al llegar la hora final para cada uno, se les va a dar el fruto de la viña, el encuentro definitivo con el Padre, que es para todos igual. Es un encuentro personal que no se puede reclamar, ni exigir según las mismas medidas humanas que se usaron en la tierra. Es un salario personal e intransferible. Nadie puede responder por otro, ni juzgar lo que hizo o dejó de hacer. Será el momento de encontrarnos cara a cara con la misericordia de Dios, que es infinitamente más grande que nuestros juicios. Se nos mostrará la libertad de Dios ante cada uno, se nos revelará su amor y no habrá queja, ni comparación, ni injusticia. Todo será recibir el salario acordado al amanecer, al mediodía, al atardecer o al final de nuestra jornada. No habrá lugar para la envidia. Al final, solo un denario bastará. El propietario no es injusto, no nos engaña. Su promesa es firme para todos desde el principio. Su Palabra es verdadera. Hoy se nos propone descubrir esta parcela y trabajar sin demora, con el gozo de saber el salario que nos espera. Lecturas
Is 55, 6-9 Fil 1, 20-24. 27 Mt 20, 1-16 El evangelio de hoy nos propone dos aspectos en los que meditar: el perdón y la justicia del Reino de los cielos. El perdón, que aparece claramente en el evangelio, no lo debemos entender como una norma moral. Los estudiosos afirman que Jesús pone un ejemplo desproporcionado. La primera cantidad que nos propone la parábola era algo impagable en aquel tiempo, algo inimaginable. La segunda cantidad, en cambio, era ridícula. Por tanto, la clave está en la desproporción. Se trata, no tanto de perdonar, sino de hacer memoria de la historia que Dios ha hecho con cada uno de nosotros. El reino de Dios se parece a aquellos que no se olvidan de lo que se ha hecho por ellos. Volvamos a la antífona del Magnificat: “Recuerda la alianza del Señor”. Hoy, y toda la semana, es un día para recordar lo que Cristo ha hecho por mí. Él nos ha amado y se ha entregado por cada uno de nosotros, de forma personal. Esta compasión se describe muy bien en el salmo 102. En la memoria de lo que el Señor ha hecho por mí, el corazón vive en la gratitud, en la magnanimidad, en la alegría. De esa memoria, de la de haber sido perdonado y amado, brotará la gracia para vivir en el Reino. Hagámoslo de forma personal, mirando la cruz, nuestras deudas y nuestra historia. En segundo lugar, se nos presenta la justicia del Reino de los cielos que tiene que ver con la figura de los compañeros. Ellos se dan cuenta de lo sucedido y claman. Podemos interpretarlo como el ministerio de la intercesión, de la capacidad que tenemos de corregir cuando vemos la racanería y la desproporción. Hagamos un ejercicio de intercesión haciendo memoria del sufrimiento de los hombres, de la injusticia que sufren nuestros hermanos, del mal que cometemos… Cuando pedimos por las situaciones de dolor empezamos a conocer el grito de los corazones. Pedimos para que el Señor ordene la realidad y responda. Vivimos en la sociedad del buenismo y nos olvidamos de que existe mucha injusticia y opresión en este mundo. En definitiva, es una parábola sobre el orden del Reino. Porque queremos que el bien reine, vamos a recordar el bien, a ayudarnos, a corregirnos cuando seamos mediocres, cuando obramos mal… Necesitamos hermanos que nos despierten de la acedia del mal. Vamos a ser voz, a interceder para que los oprimidos de este mundo encuentren la respuesta del bien, para que el Señor restaure el mundo. Que el Señor nos conceda vivir en la magnanimidad de saber que hemos sido amados y perdonados. Lecturas
Ec (Sir) 27, 33–28, 9 Rom 14, 7-9 Mt 18, 21-35 El Evangelio de este domingo, conocido como discurso “comunitario” o “eclesial”, nos habla de la corrección fraterna, que exige la protección de la comunión, es decir de la Iglesia, y la personal, que requiere la atención y el respeto de cada persona. Para corregir al hermano que se ha equivocado, Jesús sugiere una pedagogía de recuperación, dice el papa Francisco. Y siempre la pedagogía de Jesús es pedagogía de la recuperación; Él siempre busca recuperar, salvar. Primero dice: “Ve y corrígele, a solas tú con él” incluso el amor de dos o tres hermanos puede ser insuficiente, porque no lo reconoce. En este caso, añade Jesús, «díselo a la comunidad» es decir, a la Iglesia. Y Jesús dice: “Y si ni a la comunidad hace caso, considéralo ya como alguien gentil y al publicano”. Esta expresión, aparentemente tan despectiva, en realidad nos invita a poner a nuestro hermano de nuevo en las manos de Dios: sólo el Padre podrá mostrar un amor más grande que el de todos los hermanos juntos. Se trata de ir al hermano no para juzgarlo, sino para ayudarlo, pero no siempre depende de nosotros el buen resultado al hacer una corrección (a pesar de nuestras mejores disposiciones, el otro puede que no la acepte; sin embargo, depende siempre y exclusivamente de nosotros el buen resultado... al recibir una corrección. Quien quiera corregir a otro debe estar dispuesto también a dejarse corregir. La enseñanza de Jesús sobre la corrección fraterna debería leerse siempre junto a lo que dijo en otra ocasión: ¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no miras la viga que está en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame sacarte la paja que tienes en tu ojo”, si no ves la viga que tienes en tu propio ojo? (Lc 6, 41 s) En algunos casos no es fácil comprender si es mejor corregir o dejar pasar, hablar o callar. Por este motivo, las palabras de san Pablo en la carta a los romanos, en este domingo dice:” Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor…la caridad no hace mal al prójimo”. San Agustín lo sintetiza con las palabras “Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”. No partimos de una comunidad de perfectos, sino de una comunidad de hermanos, que reconocen sus limitaciones y necesitan el apoyo del Señor y de los demás para superar sus fallos. Los conflictos pueden surgir en cualquier momento. Jesús no se asustó ni de la terquedad de los apóstoles, ni de las pretensiones ambiciosas de Santiago y Juan; ni de las negaciones de Pedro, ni de la traición de Judas. “Él sabía muy bien lo que hay en el hombre”. Y, a pesar de todo, siguió amándolos, perdonándoles, llamándoles y confiando en ellos. Lo que entonces hizo con los apóstoles quiere hoy hacerlo con nosotros. A Jesús nunca le interesa nuestro pasado negativo, lo que hemos sido, sino nuestro presente: lo que ahora somos y sobre todo, nuestro futuro: lo que todavía podemos llegar a ser. Lecturas
Ez 33, 7-9 Rom 13, 8-10 Mt 18, 15-20 En este domingo la Iglesia nos propone las palabras de Isaías: “A los extranjeros que se han dado al Señor para servirlo los atraeré, los alegraré en mi casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”. Así lo canta también el salmo, y en la carta de San Pablo se nos habla también de esta universalidad de la salvación. Es precioso ver cómo ha surgido esta palabra en el corazón de Israel, cómo en un pueblo que tenía conciencia de ser elegido por el Señor, que se sabía particularmente salvado por él, hasta crear una conciencia de nación, en este exclusivismo aparece dentro una voz más grande, aparece la esperanza de una salvación mayor que rompe el esquema previo. En el corazón de Israel se oye ya la voz que espera, que clama, que anuncia que hay un salvador que no lo será solo para nosotros, sino para todo hombre, de todo tiempo y lugar. Esta voz ya estaba nombrando a Jesús, su nombre ya lo pronunciaban los pueblos. Este es el grito en realidad que se oye aún hoy en toda la humanidad. Te espera hoy cada hombre y cada mujer, es el deseo de bien, de salud, de plenitud que anhela cada persona, en particular los que sufren, y que espero también yo. Jesús aparece hoy en el Evangelio como aquel en el que se cumplen las promesas. Las promesas que se hicieron antes, y a otros; y las promesa que se hace hoy a cada hombre, aun a aquellos que no le nombran. Jesús se mueve en este Evangelio en el espacio concreto, desde su tierra y nación hacia un lugar extranjero. Se pone en camino en tierra distante de la suya, ajena a sí mismo, como si fuera una imagen de su propia identidad. Jesús se convierte hoy en una puerta que se abre, la salvación que se esperaba se abre en Él a todos los hombres, Jesús se convierte en una salvación que camina, que recorre los senderos que otros hombres antes que Él han hecho. Y llega hoy convertido en palabra viva, también a mi casa y a la tuya, al camino que yo transito, a la historia particular que vivo. Pero es curioso contemplar en este evangelio cómo pone en acto Jesús la salvación. Dios no nos salva en masa, ni en un sentido genérico. Jesús vino a una tierra concreta y se encuentra con una persona y una historia particular. En el Evangelio Jesús llevará la salvación uno a uno, persona a persona, como un Dios que se detiene ante cada historia, ante cada rostro. El relato evangélico de hoy nos desmenuza esto. Jesús camina y la mujer cananea sale de allí donde esté, y le grita, y le hace la invocación más sincera, la que no siempre nos atrevemos a hacer, una oración desnuda, “Señor, ayúdame”, y le presenta su necesidad, legítima y humana, su hija está atormentada. Jesús parece ignorarle y la mujer insiste. Entre ellos dos se establece un diálogo, la mujer pone su confianza en Jesús y él dará valor a su propia palabra. De este tira y afloja dirá san Agustín que Cristo se mostró indiferente no para rechazarle sino para inflamar su deseo. Jesús admirará al fin su fe. Nos recuerda a otro viaje hacia tierra extranjera de Jesús, cuando el relato con la samaritana comienza diciendo que “era necesario que Jesús pasara por allí”, que se diera aquel encuentro. Es necesaria la historia, la relación con Él, ponerle a Él en palabras nuestra oración, convertir nuestro dolor en súplica, nuestra carencia en confianza. Es como si el relato nos contara que es necesario el tiempo entre los dos, que era necesario el diálogo, la relación. La historia de la salvación contigo y conmigo, y con cada hombre será también así. Jesús espera que le llames, que le insistas, que confíes, que le desmenuces tu necesidad, que le hables de lo que te importa, de tus pequeñas grandes cosas. Y Él irá acompañando tu historia y esto será, al fin la salvación, encontrar que Él ha venido a nuestra Historia, con mayúscula y a nuestras pequeñas historias, la de cada hombre. Señor Jesús, salvación de los que en Ti esperan, hoy también yo te dirijo mi oración, con la sencillez que me da el saber que nuestra historia para Ti es importante y dame la alegría de escuchar la palabra que Tú me diriges. Lecturas
Is 56, 1. 6-7 Rom 11, 13-15. 29-32 Mt 15, 21-28 Dos tormentas: en una no está Dios. En la otra, Dios está. La primera lectura de hoy nos presenta a Elías en la montaña, solo, fatigado. Llega la noche y se refugia en una cueva. Dios le llama a salir de la cueva, a salir a la intemperie, para cumplir el deseo de su corazón: tener un encuentro con Él, que lo pueda ver. Mi corazón y mi carne | retozan por el Dios vivo (Sal 84) En el evangelio: los discípulos en la barca, en medio de una tormenta. Es de noche. Jesús no está con ellos en la barca. Pero son pescadores, habrán vivido situaciones así anteriormente. El relato no se centra en el miedo que puede suscitar la situación en los discípulos, como en el caso de otra tormenta que es calmada por Jesús (Mc 4,35-40 ), sino en la experiencia de Pedro. En el corazón de Pedro nace un deseo al ver a Jesús caminar sobre las aguas: “Mándame ir a ti”. Para ello, se tiene que lanzar, dejar atrás la barca y los compañeros que antes le daban seguridad. Fijos los ojos en Jesús, quiere caminar él también sobre las aguas. Caminan de baluarte en baluarte | hasta ver al Dios de los dioses en Sión (Sal 84) Dos personas: Elías y Pedro, el profeta y el apóstol, elegidos y enviados de Dios. Antes de que se les confiara la misión, Dios les prepara con un encuentro personal con Él, del que los dos tienen que aprender algo nuevo. Elías aprende el modo de hablar de Dios, cómo Él se le mostrará en adelante: Dios no está en la tormenta, ni en el terremoto, ni en el fuego. Está en la brisa suave. Viene a nuestro encuentro cuando Él quiere: no a la primera, no a la segunda, ni a la tercera… El modo y la ocasión lo elige Él. Pero sí: cumple su promesa. Viene. Pedro aprende que tiene que ir a Jesús con su humanidad, con su fragilidad, con sus límites. Jesús no le otorga la capacidad de caminar sobre las aguas, aunque por un momento, mientras tiene los ojos fijos en Él, así parece. Hay otro momento en el evangelio cuando Pedro, al ver a Jesús (esta vez ya resucitado), se lanza al agua (Jn 21, 7). Allí ya no quiere caminar sobre las aguas: va a su encuentro con los límites de la naturaleza humana, con sus fragilidades. Importa el encuentro, no el poder caminar sobre las aguas. Dichoso el que encuentra en ti su fuerza | y tiene tus caminos en su corazón. (Sal 84) La segunda lectura de este domingo da la clave para las otras dos, sobre la llamada de Dios, sobre su elección. San Pablo reconoce la filiación de los israelitas por el don de la ley, de las alianzas y del culto - pero estima más la filiación adoptiva que tienen los hijos de la promesa (Rm 9,7-8), los que reconocen a Jesús. Está preocupado por la incredulidad de sus hermanos. La elección, dice a continuación, no depende de las obras, sino del que llama (Rm 9,12). El designio de Dios se cumple. Él nos va habituando poco a poco a su modo de hablar suave. Nos enseña que tenemos que salir a la intemperie, desprovistas de nuestras seguridades para tener un encuentro con Él. En medio de la tormenta, de cualquier tormenta de la vida, nos pide confianza, tener los ojos fijos en Él; pero cuenta con nuestra humanidad, con nuestra fragilidad cuando nos confía una misión. En el momento que esta parece superar nuestras fuerzas, nos tiende la mano y nos rescata, nos salva. Lo ha hecho ya una vez para siempre. ¡Señor del universo, dichoso el hombre | que confía en ti! (Sal 84) Lecturas
1 Reyes 19, 9a. 11-13a Rom 9, 1-5 Mt 14, 22-33 |
TodosMateo1, 18-24 1, 29-39 3, 1-12 3, 13-17 4, 1-11 4, 12-23 5, 1-12a 5, 13-16 5, 38-48 9, 36—10, 8 10, 26-33 11, 2-11 11, 25-30 13, 1-23 13, 24-43 13, 44-52 14, 22-33 15, 21-28 17, 1-9 17, 1-9 18, 15-20 18, 21-35 21, 33-43 22, 1-14 22, 15-21 24, 37-44 25, 1-13 Mt 25, 14-15. 19-21 25, 31-46 27, 11-54 28, 16-20 Marcos
Lucas1,1-4; 4,14-21
1, 26-38 1, 39-56 2, 13-21 2, 16-21 3, 1-6 3, 15-16. 21-22 4, 1-13 4, 21-30 5, 1-11 6, 17. 20-26 6, 27-38 6, 39-45 9, 11b-17 10, 38-42 10, 25-37 11, 1-13 12, 13-21 12, 32-48 12, 49-53 13, 22-30 14, 25-33 15, 1-10 16, 10-13 16-19-31 17, 5-10 17, 11-19 18, 1-8 18, 9-14 19, 1-10 20, 27-38 21, 25-28.34-36 24, 35-48 24, 46-53 Juan
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