Al inicio de este TRIDUO PASCUAL, compartimos la Carta de Comunión que nos acompañará a lo largo de estos días, así como el HORARIO y el material necesario para poder participar activamente en la LITURGIA. ¡Feliz y Santo Triuduo!
ESPAÑOL
DICHOSO EL QUE ENCUENTRA EN TI LA FUERZA, Y EN SU CORAZÓN DECIDE EL SANTO VIAJE (Salmo 84) Pascua 2022 | EL SANTO VIAJE UNA PAZ, ¿ARMADA? La paz es un fruto con fecha de caducidad. No conseguimos establecerla como modo de vida duradera. Vivimos en el temor de que nos sea robada, y creamos a su alrededor defensas, muros, blindajes, hasta convertirla en posesión o fortaleza a custodiar, incluso con las armas. ¿Será la paz un imposible humano? La aprovechamos en beneficio de unos pocos y, ella misma, residiendo su belleza en lo común a muchos o a todos, sin embargo, al anidar en ella, nos conquista la indiferencia que comporta todo bienestar. Los estados de la paz social no dejan de estar bombardeados por conflictos, desencuentros, malentendidos y la paz de cada día es el ejemplo a escala relacional humana. Constantemente impactan sobre la paz deseada y precariamente custodiada nuestras torpes rencillas personales, los juegos inmisericordes que nos alejan del hermano, las envidias cainitas que nunca terminan, las susceptibilidades y vulnerabilidades… Cada cual conoce sus armas personales. La paz amenazada en la que vivimos no solo nos lleva a defendernos sino también nos lleva a reavivar la esperanza en una promesa que nos empuja a caminar, a salir, a buscar patria-matria, nido, tierra, donde habitar sin ser esclavizados, ser expulsados, heridos, maltratados. Necesitamos habitar una tierra, no para destruirla sino para agradecerla, cuidarla, morar en ella, ser en ella y ser con otros. Ser Pueblo en Paz, que es nuestra llamada de origen. DISPERSIÓN Es una historia milenaria. El mal dispersa, desconcierta, separa, aísla, distancia, crea muros. Los pueblos huyen de sus tierras nativas, el mundo va y viene, zarandeado por este caballo apocalíptico que cabalga airado en el corazón humano. Esta es la razón de todas las Pascuas: la del éxodo del Pueblo de Israel y la del exilio a Babilonia y el retorno a Israel; la de Abrahám, Isaac y Jacob, la de José… la de Jesús niño a Egipto y la de su Crucifixión y muerte, fuera de los muros de la Ciudad de la Paz, Jerusalén. Las Pascuas del Pueblo de Israel son nuestras pascuas: todo un Pueblo, una comunidad humana, obligada a dejar apresuradamente el lugar que habita, apremiada por una amenaza brutal: los carros del Faraón, el ejército de Nabucodonosor, los tanques de exterminio, las armas nucleares, sequías y hambrunas, amenazas tribales… No queda atrás ni el miedo ni la muerte. Atrás queda lo mismo que dejaban ayer, en ese ayer que siempre nos pisa los talones: familia, casas, trabajos, campos, cosechas, la vida anterior, sea la que sea. De la noche a la mañana, pueblos enteros recogen en una maleta pocos enseres, aquellos que les permitan huir, corren por las carreteras, se adentran en los bosques, los hombres quedan para luchar y las mujeres portan el mejor bagaje, sus hijos pequeños. No hay tiempo que perder, se come el cordero de pie, entero, de un año, con la amargura de no poder reposar, sin pausa alguna. Dios urge: “Pueblo mío, sal” (Gen 12, 1; Is 48,20; 52,11; Jer 51,6.45); “Huid de Babilonia, poned vuestras vidas a salvo, no muráis por su iniquidad” (Ap 2,92; 18, 4). Sal, sal de los lugares donde eres oprimido, aléjate del opresor, del tirano, del dictador (cf. Ex 3, 7). Huyen con los carros de combate tras ellos o con el silbido asesino muy cerca. ¡Como ayer, como siempre! Pueblos enteros luchan contra pueblos enteros; pueblos enteros salen de Egipto como ayer mismo, se adentran en los desiertos y se reparten, desgajados, dispersos, repartidos por las tierras de acogida, en tantos por ciento… No es uno, son muchos, cientos, miles, millones a la deriva, en una carrera sin tiempo. Somos testigos de estos vertiginosos viajes. Como vimos atracar barcazas en las playas de Europa y morir los débiles en sus arenas blancas, sabiendo que “no hay ningún lugar adonde ir” pero con la promesa de salvar la vida. “El hombre no es dueño de sus caminos” (Jr 10, 23). Pero Dios tampoco: una familia con un recién nacido huyendo de la envidia de un tirano (cf. Mt 2, 13-15; 19-23). A Egipto, a Polonia, a Manhattan, a Alemania, a España… LA PROFECÍA La carencia, la crueldad y la esperanza han tallado la dramática (¡trágica!) condición exódica y exílica del ser humano. No hay mayor necesidad ni justificación a la esperanza como en momentos como estos, pero no hay esperanza sin un contenido, sin una promesa. ¿Qué dará sentido a nuestra esperanza para justificar este tráfico hiriente de nuestra humanidad? Y, ¿quién pondrá límites a tanta desesperanza y desesperación? ¿Habrá viaje de retorno o se encontrará una tierra habitable? En el éxodo o en el exilio se vive del desgarro a la nostalgia, de la nostalgia al recuerdo, del recuerdo al olvido, del olvido a la adaptación y de esta a una vuelta imposible. “No es que no vuelva porque me he olvidado es que perdí el camino de regreso”. Se llega a olvidar, pero olvidar no añade humanidad, la resta. La palabra clave es “recuerda” (Dt 4, 10; 6, 4-9) para poder volver, porque quien olvida ha perdido la esperanza, virtud del que va “de camino hacia”. Como Moisés condujo al Pueblo por el desierto hasta la Tierra que manaba leche y miel, los profetas hablarán de la vida antes y en pleno exilio y hablarán de las promesas, de la fidelidad y de la esperanza en un Dios que nunca abandona, el que puede salvarnos de toda ingratitud que la existencia trae siempre consigo. “¿Adónde iremos? Sólo Tú tienes Palabras de Vida eterna” (Jn 6,60-69). La profecía no es otra que “Él os reunirá de nuevo” y “volveréis a la tierra que dejasteis” (Dt 30, 1-5), volverán de Asiria, Alemania, Egipto, Sinar, Polonia, Patros, Etiopía, Eiritrea, América, Etiopía, España, Elam, Nigeria, Italia, Rumanía y Hamat, y cruzaréis de nuevo el mar (cf. Is 11, 11-12; Jr 29, 14; Ex 20, 41-42) hasta volver. ¿Podríamos imaginar la reacción de estas palabras proféticas dirigidas a estas grandes comunidades en diáspora, en exilio, en destierro, en desiertos sin fin, fuera de sus ciudades de origen y destinadas a no encontrar patria en el tiempo? ¿No será necesario hoy también una voz profética que nos alce sobre la muerte y nos invite a caminar hacia la paz, incansablemente, sin más armas que la justicia, la bondad, el diálogo, la confianza mutua y el respeto a la dignidad humana? ¿No será necesaria hoy también una voz que aliente esperanzas, una voz que no cese de buscar la concordia posible, la comunión entre hermanos de sangre? Una voz que no nos destruya, que no nos hunda más, que no nos ataque a todos con su grito imperioso y malévolo. La profecía denunciaba un mal y anunciaba también el bien al que estábamos llamados. La profecía animaba al Santo Viaje, al Camino de vuelta de todo un Pueblo, al reencuentro con la Patria, después de todas las batallas, la soledad, el dolor y la muerte (cf. Hb 11,13-16). LA PROMESA Más allá de la profecía, la promesa cumplida. La Tierra Prometida, era Él; la promesa de un Retorno se cumpliría en Él; la profecía de ser recogidos de donde fuimos dispersados o abandonados o de donde nos perdimos, estaba en Él; la visión de una Ciudad de Paz en la que habitar, era Él; el nuevo Pueblo no podría ser sin Él en medio; la abundancia de pan y vino, de leche y miel, de hijos y casas y huertos, era Él… Él ha cumplido en sí las búsquedas de todos los Pueblos. Su paso por este mundo ha abierto un camino nuevo, un Corredor humano-Divino, un Corredor de Vida, más llano y seguro que cualquiera de los que abre el hombre para salir del horror. Su propia Pascua es el Camino por el que podemos transitar sin necesidad de armas, de amenazas o de defensas imposibles. En todos estos tránsitos dolorosos de la humanidad está Él presente, nos acompaña con una fuerza más grande que la muerte que es el Amor, reuniendo al Pueblo disperso, con la paz, con la mansedumbre, con la no-violencia, con la humildad, con el amor y la misericordia. No serán las armas las que nos den la paz sino la fuerza de un Amor que vence a la muerte y al mal. Él ha frenado las piedras (Jn 8, 1ss) de nuestra ira, nuestros conflictos con el gesto imperioso de la misericordia, del perdón. Entremos así en la Pascua y emprendamos con Él el Santo Viaje, aquel que Él mismo inició desde el seno del Padre al seno de María, junto a un grupo de hombres y mujeres que escucharon sus Palabras de Vida y tocaron su salvación y compartieron su Pan y su Vino, que culminó en la Cruz desde donde atrajo a todos hacia sí porque solo un Amor que da la Vida puede atraernos hacia sí. Ese sufrimiento inocente y pacífico nos reunió de nuevo a los que andábamos dispersos y nos llevó consigo al Padre, con la fuerza del Espíritu (cf. Jn 11, 51). Decidamos en nuestro corazón el Santo Viaje de la Paz. Hoy, en esta Pascua, en este momento de la Humanidad. Como Iglesia del Señor tenemos una misión urgente: ser en medio de un mundo disperso y asesino un Pueblo que transforma los desplazamientos destructores en Santos Viajes de Vida y no de muerte; ser un “recinto de unidad y de paz” (Plegaria eucarística VI b), desterrando toda violencia, toda agresión armada, toda violación de la dignidad y de la libertad; asegurando a este mundo nuestro que “la humanidad no está destinada al extravío y al desconcierto” (La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, 121); presentando al mundo con confianza, franqueza y valor la Palabra de Vida y Salvación que viene de Cristo y solo de Él; constituyéndonos para toda la humanidad “germen de unidad, de esperanza y de salvación” (Lumen Gentium, 9); que las armas no desbanquen a los gestos de cercanía, al diálogo y al encuentro; que los hombres podamos vivir unidos en esta tierra, reunidos en nombre de aquello que nos une sobre todo otro lazo: que somos Hijos de Dios y, por tanto, hermanos (cf. Fratelli Tutti). Emprendamos el Santo Viaje como Pueblo unido, como Iglesia, como la multitud unida que ama al Señor y vive un Evangelio vivo, en camino. Quizás estas guerras despierten a este mundo dormido y confinado y nos pongamos en pie, caminemos juntos como una única Humanidad, un único Pueblo, reunido en Su Nombre, apostado a la construcción de un Mundo Nuevo. María, Madre de Dios y de la Iglesia, Tú has reunido a los hombres tras la Resurrección del Hijo a la espera de que el Espíritu nos pusiera en pie y nos empujara a caminar por este mundo. Acompáñanos en nuestro peregrinar, en nuestros destierros y exilios, en nuestros éxodos y desiertos, para poder conducir a los hombres al Dios de la Paz y de la Vida, Patria esperada, prometida y cumplida en Tu Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor, Resucitado y Vivo entre nosotros. ¡Feliz Pascua del Santo Viaje de la Paz! ¡Feliz Pascua de Resurrección! M. Prado González Heras, Presidenta Federal Federación de la Conversión de S. Agustín Italiano
Beato chi trova in te la sua forza e decide nel suo cuore il Santo Viaggio Salmo 84 Lettera di comunione 2022 Il santo viaggio LA PACE ARMATA. La pace è un frutto con data di scadenza. Non riusciamo a stabilirla come una forma di vita stabile. Viviamo nel timore che ci venga rubata e creiamo intorno ad essa difese, muri, porte blindate, fino a trasformarla in un possesso o in una fortezza da custodire, persino con le armi. Dunque la pace è un’impossibilità umana? Ne godiamo a beneficio di pochi e, benché la sua bellezza consista nell’essere posta in comune fra molti, o tutti, tuttavia, nel momento in cui vi facciamo il nido, siamo conquistati dall’indifferenza che accompagna ogni benessere. Le situazioni di pace sociale non cessano di essere bombardate da conflitti, scontri, imprevisti, e la pace di ogni giorno è il modello in scala delle relazioni umane. Hanno un costante impatto sulla pace, desiderata e precariamente custodita, i nostri goffi rancori personali, i giochi privi di misericordia che ci allontanano dal fratello, le invidie alla Caino che non finiscono mai, le suscettibilità e le vulnerabilità… Ciascuno conosce le sue armi personali. La pace minacciata in cui viviamo non solo ci porta a difenderci con le unghie e con i denti, ravvivando la crudeltà ma anche la speranza in una promessa che non possiamo mai far tacere, che ci spinge a camminare, a uscire, a cercare patria e “matria”, nido, terra dove abitare senza essere schiavizzati, cacciati, feriti, maltrattati, con l’unico desiderio o necessità di abitare una terra, non per distruggerla ma per goderne, averne cura, dimorarvi, stare in essa e starvi con altri. Essere Popolo in Pace, questa è la nostra chiamata d’origine. DISPERSIONE È una storia millenaria. Il male disperde, sconcerta, separa, isola, distanza, crea muri. I popoli fuggono dalle loro terre natie, il mondo va e viene, scosso da questo cavallo apocalittico che cavalca adirato nel cuore umano. Questa è la ragione di ogni Pasqua: quella dell’esodo del Popolo di Israele, e quella dell’esilio a Babilonia e del ritorno di Israele; quella di Abramo, di Isacco e di Giacobbe, quella di Giuseppe… quella del Bambino Gesù in Egitto e quella della Crocifissione e della morte, fuori dalle mura della Città della Pace, Gerusalemme. Le Pasque del Popolo d’Israele sono le nostre pasque: tutto un Popolo, una comunità umana, obbligata a lasciare In fretta il luogo che abita, spinta da una minaccia brutale: i carri del Faraone, l’esercito di Nabucodonosor, i carri armati dello sterminio, le armi nucleari, siccità e carestie, minacce tribali… Non resta indietro né la paura né la morte. Resta indietro ciò che lasciavamo ieri, in questo ieri che ci tallona sempre: famiglia, casa, lavoro, campi, raccolte, la vita precedente, sia quel che sia. Dalla notte alla mattina, popoli interi raccolgono in una valigia pochi effetti personali, quelli che gli permettano di fuggire, corrono per le strade, si addentrano nei boschi, gli uomini rimangono per combattere e le donne portano con sé il bagaglio migliore, i loro figli piccoli. Non c’è tempo da perdere, si mangia l’agnello in piedi, intero, di un anno, con l’amarezza di non poter riposare, senza alcuna pausa. Dio urge: «Esci, Popolo mio!» (Gen. 12, 1; Is 48,20; 52,11; Jer 51,6.45). «Fuggite da Babilonia, mettete in salvo le vostre vite, non morite per la sua iniquità» (cf Ex 3, 7). Fuggono con i carri da combattimento alle spalle e con il sibilo assassino molto vicino. Come ieri, come sempre. Interi popoli lottano contro interi popoli; interi popoli escono dall’Egitto come ieri, si addentrano nei deserti e si dividono, lacerati, dispersi, divisi nelle diverse terre di accoglienza, secondo un criterio percentuale… Non è uno, sono cento, mille, milioni alla deriva, in una strada senza tempo. Siamo testimoni di questi viaggi vertiginosi. Come abbiamo visto attraccare barconi sulle coste d’Europa e morire i deboli sulle sue spiagge bianche, sapendo che “non c’è nessun luogo dove andare”, ma con la promessa di aver salva la vita. “L’uomo non è padrone delle sue strade” (Jr 10, 23), ma neanche Dio. Una famiglia con un neonato che fugge dall’invidia di un tiranno (Mt 2, 13-15; 19-23). In Egitto, in Polonia, a Manhattan, in Germania, in Spagna… LA PROFEZIA La carenza, la crudeltà e la speranza hanno segnato la drammatica (tragica!) condizione d’esodo e d’esilio dell’essere umano. Non c’è maggiore necessità né giustificazione per la speranza come in momenti come questi, però non c’è speranza senza un contenuto, senza una promessa. Che cosa darà senso alla nostra speranza per giustificare questo movimento dolente della nostra umanità? Chi porrà un limite a tanto scoramento e disperazione? Ci sarà un viaggio di ritorno o si troverà una terra abitabile? Nell’esodo o nell’esilio si passa dallo strappo alla nostalgia, dalla nostalgia al ricordo, dal ricordo alla dimenticanza, e da questa a un ritorno impossibile. “Non è che non torno perché ho dimenticato, è che ho perduto la via del ritorno”. Si arriva a dimenticare, ma dimenticare non aggiunge umanità, la blocca. La parola chiave è “ricorda” (Dt 4, 10; 6, 4-9) per poter tornare, perché chi dimentica ha perduto la speranza, la virtù di chi va “in cammino verso”. Come Mosè condusse il Popolo attraverso il deserto fino alla Terra che stillava latte e miele, i profeti parleranno della vita prima e in pieno esilio e parleranno delle promesse, della fedeltà e della speranza in un Dio che non abbandona mai, Egli può salvarci da ogni ingratitudine che l’esistenza porta sempre con sé. “Dove andremo? Tu solo hai parole di vita eterna” (Jn 6,60-69). La profezia altro non è se non “Egli ci riunirà di nuovo” e “tornerete alla terra che avete lasciato” (Dt 30, 1-5), torneranno da Siria, Germania, Egitto, Sinar, Polonia, Patros, Etiopia, Eritrea, America, Spagna, Elam, Nigeria, Italia, Romania e Hamat, e attraverserete di nuovo il mare (Is 11, 11-12; Jr 29, 14; Ex 20, 41-42) fino a tornare. Potremmo immaginare la reazione di queste parole profetiche rivolte a queste grandi comunità in diaspora, in esilio, fuori dalla propria terra, in deserti senza fine, fuori dalle proprie città di origine e destinato a non trovare patria nel tempo? Non sarà necessaria anche oggi una voce profetica che ci elevi sopra la morte E ci invita a camminare verso la pace, instancabilmente, senza altre armi se non la giustizia, la bontà, il dialogo, la fiducia reciproca e il rispetto della dignità umana? Non sarà necessaria anche oggi una voce che alimenti, Una luce che non c’è 16 cercare la concordia possibile, la comunione fra fratelli di sangue? Una voce che non ci distrugga, che non ci affondi più, che non attacchi tutti con il suo grido imperioso e malevolo. La profezia denunciava un male e annunciava anche il bene a cui eravamo chiamati. La profezia invitava al Santo Viaggio, al cammino di ritorno di tutto un popolo, a ritrovare una patria dopo tutte le battaglie, la solitudine, il dolore, la morte (cf Hb 11,13-16). LA PROMESSA L’abbondanza di pane e vino, di latte e miele, di figli, case e orti, era Lui… Egli ha compiuto in sé le attese di tutti i Popoli. Il suo passaggio per questo mondo ha aperto un cammino nuovo, un Corridoio umano-divino, un Corridoio di vita, più pianeggiante e sicuro di quelli che apre l’uomo per uscire dell’orrore. La Pasqua è il cammino attraverso cui possiamo transitare, senza bisogno di armi, minacce o difese impossibili. In tutti questi passaggi dolorosi dell’umanità Egli è presente, ci accompagna con una forza più grande della morte, che è l’amore, riunendo il popolo disperso mediante la pace, la mansuetudine, la non violenza, l’umiltà, l’amore e la misericordia. Non saranno le armi a darci la pace, ma la forza di un Amore che vince la morte e il male. Egli affermato le pietre della nostra ira (Jn 8, 1ss), i nostri conflitti con il gesto imperioso della misericordia e del perdono. Entriamo così nella Pasqua per intraprendere con Lui il Santo Viaggio, che egli stesso ha iniziato dal seno del Padre al seno di Maria (Hb 10, 19-20), insieme a un gruppo di uomini e donne che hanno ascoltato le sue Parole di Vita e hanno toccato la sua salvezza e hanno condiviso il suo Pane e il suo Vino: un viaggio che è culminato nella Croce da dove ha attratto tutti a sé, perché solo un Amore che dà la Vita può attrarci a sé. Questa sofferenza innocente e pacifica ci ha riunito di nuovo mentre andavamo dispersi, e ci ha portato con sé al Padre, con la forza dello Spirito (Jn 11, 51). Decidiamo nel nostro cuore il santo viaggio della pace. Oggi, in questa Pasqua, in questo momento dell’umanità. In questa Pasqua, in questo momento dell’umanità. Come Chiesa del Signore abbiamo una missione urgente: essere, in mezzo a un mondo disperso e assassino un popolo che trasforma come chiesa del signore abbiamo una missione urgente: essere, in mezzo a un mondo disperso e assassino, un popolo che trasforma gli esodi distruttori in Santi Viaggi di Vita e non di morte; essere un “recinto di musica e di pace” (Preghiera eucaristica VI b), eliminando ogni violenza, ogni aggressione armata, ogni violazione della dignità e della libertà; assicurando a questo nostro mondo che “l’umanità non è destinata al traviamento e allo sconcerto” (La sinodalità nella vita e nella missione della Chiesa, 121); presentando al mondo ho fiducia, franchezza e valore la parola di vita e salvezza che viene da Cristo e solo da lui; divenendo per tutta l’umanità “germe di unità, di speranza e di salvezza” (Lumen Gentium, 9); che le armi non spazzino via i gesti di vicinanza, di dialogo e di incontro (Hb 10, 22-25); che noi uomini possiamo vivere uniti su questa terra, riuniti il nome di ciò che ci unisce più di ogni altro legame: che siamo figli di Dio e pertanto fratelli (Fratelli Tutti). Intraprendiamo il santo viaggio come popolo unito, come chiesa, come la moltitudine unita che ama il signore e vive un vangelo vivo, in cammino. Chissà se queste guerre sveglieranno questo mondo addormentato e confinato e ci mettiamo in piedi, camminando insieme come un’unica umanità, un unico popolo riunito nel suo nome, è impegnato nella costruzione di un mondo nuovo. Maria, madre di Dio e della chiesa, tu hai riunito gli uomini dopo la risurrezione del figlio in attesa dello spirito che ci ponesse in piedi e ci spingesse a camminare in questo mondo. Accompagnaci nel nostro pellegrinaggio, nelle nostre fughe e nei nostri asili, nei nostri esodi e deserti per poter condurre gli uomini al Dio della pace e della vita, patria sperata, attesa e compiuta nel tuo Figlio, Gesù Cristo, nostro signore, risorto e vivo fra di noi. Buona Pasqua del Santo Viaggio della Pace! Buona Pasqua di Resurrezione! M. Prado González Heras, Presidente Federale Federazione de la Conversione di Sant’Agostino ALEMÁN
WOHL DEM MENSCHEN, DER KRAFT IN DIR FINDET, UND SICH IN SEINEM HERZEN ZUR HEILIGEN REISE ENTSCHEIDET. (Psalm 84) Osterbrief der Einheit 2022 DIE HEILIGE REISE EINEN BEWAFFNETEN FRIEDEN? Frieden ist eine Frucht mit Verfallsdatum. Wir schaffen es nicht, ihn als dauerhafte Lebensweise zu etablieren. Wir leben in der Angst, dass er uns gestohlen wird, und wir errichten Verteidigungssysteme, Mauern und Panzer um ihn herum, bis er zu einem Besitz oder einer Festung wird, die es zu bewachen gilt, sogar mit Waffen. Ist Frieden eine menschliche Unmöglichkeit? Er dient uns zum Nutzen einiger weniger, und obwohl seine Schönheit in dem liegt, dass er viele oder alle umfasst, werden wir, indem wir uns in ihm einnisten, von der Gleichgültigkeit überwältigt, die mit allem Wohlstand einhergeht. Die Staaten des sozialen Friedens werden ständig von Konflikten, Streitigkeiten und Missverständnissen heimgesucht, und der alltägliche Frieden offenbart sich beispielhaft auf Ebene der menschlichen Beziehungen. Pausenlos wird der ersehnte Frieden überschattet von unseren ungeschickten persönlichen Streitereien, unseren gnadenlosen Spielchen, die uns von unseren Brüdern und Schwestern entfremden, unser nie endender kainitischer Neid, unsere Anfälligkeiten und Verwundbarkeiten... Jeder kennt seine persönlichen Waffen, und ist sich ihrer bewusst. Der bedrohte Friede, in dem wir leben, treibt uns nicht nur dazu, uns bis auf die Zähne zu verteidigen, er belebt die Grausamkeit, aber auch die Hoffnung auf ein Versprechen, das wir nie verschwinden lassen können. Dieses treibt uns an, uns auf den Weg zu machen, hinauszugehen, eine Heimat zu suchen, ein Nest, ein Land, in dem wir leben können, ohne versklavt zu werden, ohne vertrieben zu werden, ohne verletzt, misshandelt zu werden, mit dem einzigen Wunsch und Bedürfnis, ein Land zu bewohnen, nicht um es zu zerstören, sondern um es dankbar zu pflegen, darin zu wohnen, darin zu leben und existieren, gemeinsam mit anderen. Ein Volk, das im Frieden lebt, was unsere ursprüngliche Berufung ist. ZERSTREUUNG Es ist eine uralte Geschichte. Das Böse zerstreut, verunsichert, trennt, isoliert, entfernt, errichtet Mauern. Die Menschen fliehen aus ihrer Heimat, die Welt kommt und geht, hin und her geworfen von diesem apokalyptischen Pferd, das aufgewühlt im Herzen der Menschen umhergaloppiert. Das ist der Grund für alle Paschafeste: das des Auszugs des Volkes Israel und das des babylonischen Exils und der Rückkehr nach Israel; das Abrahams, Isaaks und Jakobs, das Josefs... das des Jesuskindes in Ägypten und das seiner Kreuzigung und seines Todes außerhalb der Mauern der Stadt des Friedens, Jerusalem. Das Paschafest des Volkes Israel ist unser Paschafest: ein ganzes Volk, eine menschliche Gemeinschaft, die gezwungen ist, den Ort, den sie bewohnt, überstürzt zu verlassen, bedrängt von einer brutalen Bedrohung: die Streitwagen des Pharao, die Armee Nebukadnezars, die Vernichtungspanzer, die Atomwaffen, Dürren und Hungersnöte, die Bedrohung durch Volksstämme... Weder Angst noch Tod bleiben zurück. Das, was zurückbleibt, ist dasselbe, das sie gestern zurückgelassen haben, dieses Gestern, das uns immer auf den Fersen ist: die Familie, das Haus, die Arbeit, die Felder, die Ernte, das frühere Leben, was immer es sein mag. Über Nacht packen ganze Dörfer ein paar Habseligkeiten in einen Koffer, die es ihnen ermöglichen zu fliehen, sie rennen die Straßen entlang, in die Wälder, die Männer bleiben zum Kämpfen zurück und die Frauen tragen das beste Gepäck, ihre kleinen Kinder. Es gibt keine Zeit zu verlieren, das Lamm wird im Stehen gegessen, ganz, ein Jahr alt, mit der Bitterkeit, nicht ruhen zu können, ohne jedliche Rast. Gott drängt: "Mein Volk, zieh fort" (1. Mose 12,1; Jes 48,20; 52,11; Jer 51,6.45 "Flieht aus Babylon, rettet euer Leben, sterbt nicht durch ihre Schuld"; Offb 2,92; 18,4), zieht fort, heraus aus den Orten eurer Unterdrückung, weit weg vom Unterdrücker, vom Tyrannen, fern vom Diktator (2. Mose 3,7). Sie fliehen mit den Streitwagen im Rücken und mit der mörderischen Bedrohung dicht hinter sich, wie gestern, wie seit jeher! Ganze Völker kämpfen gegen andere komplette Völker; ganze Völker verlassen Ägypten wie gestern, dringen in die Wüsten vor und verteilen sich, zerrissen, zerstreut bilden sie einen bedeutenden Prozentsatz der Bevölkerung in ihrem Zufluchtsland, zu Hunderten, zu Tausenden, Millionen treiben in einem zeitlosen Rennen dahin. Wir sind Zeugen dieser schwindelerregenden Reisen. Wir sahen, wie Lastkähne an den Stränden Europas anlegten und die Schwachen auf dem weißen Sand starben, wissend, dass "es keinen Ausweg gibt", aber mit dem Versprechen, Leben zu retten. "Der Mensch ist nicht Herr seiner eigenen Wege" (Jer 10,23). Aber Gott ist es auch nicht: Eine Familie mit einem neugeborenen Kind auf der Flucht vor dem Neid eines Tyrannen (Mt 2,13-15; 19-23). Nach Ägypten, nach Polen, nach Manhattan, nach Deutschland, nach Spanien? DIE PROPHEZEIUNG Der Mangel, die Grausamkeit und die Hoffnung haben die dramatische (tragische!) Exodus- und Exils-Situation der Menschen geprägt. Es gibt kein größeres Bedürfnis und keine größere Rechtfertigung für Hoffnung als in Zeiten wie diesen, aber es gibt keine Hoffnung ohne Inhalt, ohne Verheißung. Was wird unserer Hoffnung einen Sinn geben, das diesen schmerzlichen Verkehrsstrom unserer Menschheit rechtfertigen könnte? Und wer wird dieser Hoffnungslosigkeit und Verzweiflung Grenzen setzen? Wird es eine Rückreise geben oder werden sie ein bewohnbares Land finden? Im Exodus oder Exil lebt man vom Sich-losreiβen hin zur Nostalgie, von der Nostalgie hin zur Erinnerung, von der Erinnerung hin zum Vergessen, vom Vergessen zur Anpassung und von der Anpassung zur unmöglichen Rückkehr. "Es ist nicht so, dass ich nicht mehr zurückkehre, weil ich vergessen habe, sondern weil ich den Rückweg verloren habe.” Man gelangt hin zum Vergessen, aber das Vergessen lässt das Menschsein nicht wachsen, sondern sie reduziert es. Das Schlüsselwort für eine Rückkehr ist "sich erinnern" (Dtn 4,10; 6,4-9), denn wer vergisst, hat die Hoffnung verloren, die Tugend desjenigen, der sich "auf den Weg macht in Richtung eines Ziels”. So wie Mose das Volk durch die Wüste in das Land geführt hat, in dem Milch und Honig fließen, werden die Propheten vom Leben vor und im Exil sprechen und von den Verheißungen, von der Treue und der Hoffnung auf einen Gott, der uns nie im Stich lässt, der uns vor all der Undankbarkeit bewahren kann, die das Leben immer mit sich bringt. "Wohin sollen wir gehen? Du allein hast Worte des ewigen Lebens“ (Joh 6,60-69). Die Prophezeiung ist keine andere als: "Er wird euch wieder sammeln" und "ihr werdet in das Land zurückkehren, das ihr verlassen habt" (Dtn 30, 1-5), ihr werdet aus Assyrien, Deutschland, Ägypten, Schinar, Polen, Patros, Äthiopien, Eritrea, Amerika, Spanien, Elam, Nigeria, Italien, Rumänien und Hamat zurückkehren, und ihr werdet das Meer wieder überqueren (Jes 11, 11-12; Jer 29, 14; Ex 20, 41-42), bis ihr zurückkehrt. Könnten wir uns die Reaktion auf diese prophetischen Worte vorstellen, gerichtet an diese großen Gemeinschaften in der Diaspora, im Exil, in endlosen Wüsten, außerhalb ihrer Herkunftsstädte und dazu bestimmt, auf Dauer keine Heimat zu finden? Brauchen wir heute nicht auch eine prophetische Stimme, die uns über den Tod erhebt und uns auffordert, unermüdlich auf den Frieden zuzugehen, mit keinen anderen Waffen als Gerechtigkeit, Güte, Dialog, gegenseitigem Vertrauen und Achtung der Menschenwürde? Braucht es nicht auch heute eine Stimme, die Hoffnung macht, eine Stimme, die nicht aufhört, die mögliche Einheit, die Gemeinschaft zwischen leiblichen Brüdern und Schwestern zu suchen; eine Stimme, die uns nicht zerstört, die uns nicht noch mehr in den Abgrund drängt, die uns nicht alle aufdringlich und böswillig angreift. Die Prophetie verurteilt ein Übel und kündigt zugleich das Gute an, zu dem wir berufen sind. Die Prophezeiung ermutigte zur Heiligen Reise, die Rückreise eines ganzen Volkes, die Wiedervereinigung mit der Heimat, nach all den Kämpfen, der Einsamkeit, dem Schmerz und dem Tod (Hebr 11,13-16). DAS VERSPRECHEN Jenseits der Prophezeiung, die erfüllte Verheißung. Das gelobte Land war Er; die Verheißung einer Rückkehr würde sich in Ihm erfüllen; die Prophezeiung, dass wir von dort, wo wir verstreut oder verlassen oder verloren waren, gesammelt werden, war in Ihm; die Vision einer Stadt des Friedens, in der wir wohnen können, war in Ihm; das neue Volk konnte nicht ohne Ihn in seiner Mitte sein; die Fülle von Brot und Wein, von Milch und Honig, von Kindern und Häusern und Gärten war in Ihm... Er hat in sich selbst die Sehnsüchte aller Völker erfüllt. Sein Gang durch diese Welt hat einen neuen Weg geöffnet, einen menschlich-göttlichen Korridor, einen Korridor des Lebens, der ebener und sicherer ist als alle, die der Mensch geöffnet hat, um aus Horrorszenarien zu entfliehen. Sein eigenes Ostern ist der Weg, auf dem wir gehen können, ohne dass wir Waffen, Drohungen oder unmögliche Verteidigungsmaβnahmen brauchen. In all diesen schmerzhaften Situationen der Menschheit ist Er gegenwärtig, Er begleitet uns mit einer Kraft, die größer ist als der Tod, nämlich der Liebe, die das zerstreute Volk wieder zusammenführt, mit Frieden, mit Sanftmut, mit Gewaltlosigkeit, mit Demut, mit Liebe und Barmherzigkeit. Nicht Waffen werden uns Frieden geben, sondern die Kraft einer Liebe, die den Tod und das Böse besiegt. Er hat die Steine (Joh 8,1ff) unseres Zorns, unserer Konflikte mit der eindringlichen Geste der Barmherzigkeit, der Vergebung gestoppt. So wollen wir uns auf Ostern einlassen und uns mit Ihm auf die Heilige Reise begeben, die Er selbst vom Schoß des Vaters hin zum Schoß Marias angetreten hat, zusammen mit einer Gruppe von Männern und Frauen, die Seine Worte des Lebens hörten, Sein Heil berührten und Sein Brot und Seinen Wein teilten, bis hin zum Kreuz, von dem aus Er alle zu sich zog, denn nur eine Liebe, die Leben schenkt, kann uns zu sich ziehen. Dieses unschuldige und friedliche Leiden hat uns, die wir zerstreut waren, wieder zusammengeführt und uns in der Kraft des Geistes zum Vater gebracht (Joh 11,51). Entscheiden wir uns in unseren Herzen für die Heilige Reise des Friedens. Heute, an diesem Osterfest, in diesem Moment der Menschheit. Als Kirche des Herrn haben wir einen dringenden Auftrag: inmitten einer zerstreuten und mörderischen Welt ein Volk zu sein, das zerstörerische Vertreibungen in heilige Wege des Lebens und nicht des Todes verwandelt; ein "Ort der Einheit und des Friedens" (Eucharistisches Gebet VI b) zu sein, der jede Gewalt, jede bewaffnete Aggression, jede Verletzung von Würde und Freiheit verbannt; dieser unserer Welt zu versichern, dass "die Menschheit nicht dazu bestimmt ist, verloren und verwirrt zu sein" (Synodalität im Leben und in der Sendung der Kirche, 121); der Welt mit Zuversicht, Offenheit und Mut das Wort des Lebens und des Heils zu verkünden, das von Christus und von ihm allein kommt; uns für die ganze Menschheit als "Keim der Einheit, der Hoffnung und des Heils" (Lumen Gentium, 9) zu erweisen; damit die Waffen nicht die Gesten der Nähe, des Dialogs und der Begegnung ersetzen; damit wir Menschen auf dieser Erde vereint leben, versammelt im Namen dessen, was uns über alle anderen Bande hinweg eint: dass wir Kinder Gottes und damit Brüder und Schwestern sind (Fratelli Tutti). Lasst uns die Heilige Reise antreten als geeintes Volk, als Kirche, als geeinte Schar, die den Herrn liebt und ein lebendiges Evangelium lebt, unterwegs. Vielleicht werden diese Kriege diese schlafende und in Quarantäne lebende Welt aufwecken und wir werden uns erheben, wir werden gemeinsam vorangehen als eine Menschheit, ein Volk, vereint in Seinem Namen, dem Aufbau einer neuen Welt verpflichtet. Maria, Mutter Gottes und der Kirche, du hast die Menschen nach der Auferstehung des Sohnes versammelt zum gemeinsamen Warten auf den Heiligen Geist, der uns auf die Füße stellt und uns antreibt, durch diese Welt zu gehen. Begleite uns auf unserer Pilgerreise, in unseren Exilen und Verbannungen, in unseren Exodus und Wüsten, damit wir Männer und Frauen zu dem Gott des Friedens und des Lebens führen, der Heimat, die in deinem Sohn Jesus Christus, unserem Herrn, auferstanden und lebendig unter uns, erwartet, versprochen und erfüllt wurde. Frohe Ostern auf der Heiligen Reise des Friedens. Frohe Ostern der Auferstehung! M. Prado González Heras Präsidentin Föderation der Bekehrung des Heiligen Augustinus
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