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Donde el cielo y la tierra se abrazan

9/8/2020

 
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Artículo publicado en  L´Osservatore Romano en la Solemnidad del Apóstol Santiago, escrito por
Hna Carolina, Priora del Monasterio 

...Esta es la gracia de la peregrinación cristiana, que la tierra se transforme en espacio teológico, lo que es verdaderamente humano resplandezca de eternidad, la noche se hace clara como el día y la fuerza secreta para vivir y luchar en este mundo se encuentra cerca del cielo y en la presencia amiga de Dios, que ha querido dejarse encontrar y reconocer en las entrañas de este mundo.
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Donde el cielo y la tierra se abrazan
Hna. Carolina
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Celebramos la fiesta de Santiago mayor, uno de los tres apóstoles que junto con Pedro y Juan vivió una intimidad especial con Cristo. En España, de hecho, a menudo se le llama Santiago, "el amigo del Señor". La amistad especial de estos tres discípulos con Jesús explica el hecho de que solo ellos estuvieran presentes en algunos momentos de su vida, según el relato evangélico: en la resurrección de la hija de Jairo, en la Transfiguración, en la noche de Getsemaní. La ciudad de Santiago de Compostela en España es uno de los centros apostólicos del cristianismo: allí se veneran los restos del apóstol y allí llegan ininterrumpidamente en peregrinación de todo el mundo innumerables hombres y mujeres durante más de diez siglos. También este año, a pesar de la crisis mundial del covid-19 y todas las restricciones y los protocolos que trajo consigo, continúan llegando peregrinos a este lugar de gracia, donde cielo y tierra se abrazan.

Existen diversas interpretaciones para explicar el origen del nombre de la ciudad.

El más conocido, aunque poco probable, parte de la tradición medieval sobre el descubrimiento de la tumba que contenía los restos del apóstol. De hecho, se dice que en el momento de pleno florecimiento del eremitismo visigodo español, en el siglo IX en la única zona de la Península Ibérica prácticamente libre de invasión islámica, se produjo el fenómeno de un extraño resplandor, como de estrellas que caían sobre un montículo en el bosque, Libredón, más específicamente. Finalmente, el obispo de Iria Flavia, Teodomiro, informado del prodigio, del lugar iluminado de la misteriosa luz nocturna encontró la antigua y olvidada tumba de Santiago, el apóstol que según la tradición cristiana había ——en Finisterrae para traer el anuncio del Evangelio. Su cuerpo había regresado en secreto desde Jerusalén por mar para encontrar descanso en esta tierra. Así, la palabra Compostela deriva del término latino campus stellae, el campo de estrellas.

Pero más allá de la validez etimológica, lo cierto es que en el Camino de Santiago la tierra y el cielo están unidos de una manera misteriosa. A partir de la Edad Media, la multitud de estrellas de la Vía Láctea eran como las flechas amarillas que siguen hoy los peregrinos de toda Europa para llegar al Monte de la Alegría. En ese punto las torres de la catedral contempladas desde lejos por primera vez con los ojos dirigieron los últimos pasos del caminante hacia la meta. El cielo, por tanto, guiaba a los hombres en la noche de este mundo y para caminar con seguridad y no perderse miraban con atención hacia arriba. Incluso hoy, para los que caminan con la garantía de todas las indicaciones que señalan el camino, gracias a las guías y teléfonos móviles, se verifica este milagro paradójico: que la tierra invita al peregrino a mirar el cielo porque la meta de este viaje no es realmente un lugar más en este mundo: quien lo hace saborea algo de lo eterno.

Y dado que los apóstoles son los más cercanos en la cadena que nos une a Jesús, a través de aquellos que vieron, tocaron, contemplaron su cuerpo crucificado y resucitado, la carne del Hijo de Dios - Dios hecho hombre y por tanto el hombre hecho Dios - nosotros también somos misteriosamente introducidos en el misterio de la Encarnación.

​Existe una pedagogía propia del Camino de Santiago por la cual, gracias a un estrecho contacto con el mundo, con la densidad de lo humano - el propio cuerpo y la voz del corazón - gracias a la compañía de los otros peregrinos, con la tradición de la fe y la historia que se forjó durante siglos, uno percibe una presencia especial del Dios que ha eligió esta tierra y al ser humano como su morada.

A medida que se avanza avanzar y nos adentramos en el camino, descendiendo los Pirineos, cruzando los campos dorados de la Meseta, escalando de las montañas de León y Galicia, centrados en el mismo hecho de caminar, desde la soledad, desde el silencio y desde la oscuridad en que cada día, muy temprano, cuando todavía el alba no se ha levantado, el peregrino inicia la jornada, brota un deseo de trascendencia, del absoluto, del diálogo con el Misterio que ilumina un  nuevo sentido, una nueva razón para continuar caminando.

Y mientras los peregrinos están en contacto con el polvo de la tierra se despierta en ellos la sed de Dios: se encuentran con ellos mismos, con sus propias preguntas, con heridas, e incluso con un gran número de compañeros de viaje, con la belleza de este mundo que les rodea, y se abren al encuentro con Dios vivo. Entran en iglesias silenciosas y solitarias donde secretamente Alguien  les espera y habla en sus corazones. Incluso esa mochila pesada que llevan al hombro y anclan más el peso que llevan en el corazón los empuja hacia arriba, porque cada preocupación, malestar, dolor o pregunta que motivó el viaje en un determinado momento, se transforman en oración, súplica, palabra de agradecimiento o alabanza, gesto de confianza o gemido y lágrima de misericordia ante Dios.

Esta es la gracia de la peregrinación cristiana, que la tierra se transforme en espacio teológico, lo que es verdaderamente humano resplandezca de eternidad, la noche se hace clara como el día y la fuerza secreta para vivir y luchar en este mundo se encuentra cerca del cielo y en la presencia amiga de Dios, que ha querido dejarse encontrar y reconocer en las entrañas de este mundo.

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