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Pascua

4/3/2011

 

Pascua 2011
“Busco a mis hermanos” Gn 37, 16

Imagen
Sobre la Vida. La pregunta más seria del hombre versa sobre la vida, su razón de ser, su sentido, su destino. Ese interrogante existencial no revela sino la necesidad que tenemos de que la vida sea el recipiente de la felicidad. La Comunidad iniciamos el año 2005 con la pregunta del salmo 33: “¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?” y a partir de entonces hemos hecho un camino de gracia, de búsqueda de Dios y de encuentro sincero con Él.
La vida que anhelamos, la Vida eterna que exige todo amor, nos la ha revelado Jesús: “… que te conozcan a ti. Único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Conocer al Padre y conocer la Hijo, es la obra del Espíritu en nosotros y es la razón de nuestra existencia, pues hemos sido llamados a la vida para conocer y gozar esta Vida, que procede del Amor sin límites de Dios, Amor trinitario, “en el que somos, nos movemos y existimos” (Act. 17, 28) y del que el hombre no puede alejarse sin perderse y sin que fracase de algún modo su vida. 
El Padre, el Hijo, el Espíritu. Comenzamos por el Padre. La parábola del hijo pródigo (Lc 15) narra el encuentro existencial entre Dios y el hombre que le hace pasar a éste de sentirse siervo a saberse hijo amado. Nos salva el amor del Padre, su espera esperanzada en nuestro retorno, su irreductible misericordia, su perdón, el abrazo de acogida y el nuevo bautismo de sus lágrimas sobre cada uno de nosotros, tantas veces perdidos y encontrados. El abrazo del Padre, la apertura incondicional de su Casa, ha transformado nuestra relación con Él de siervos en relación de hijos. 
Fuimos encontrados por Aquél que nos buscó:  Jesús, el Hijo primogénito, nuestro Hermano mayor, el que se presenta como José, el que buscaba a sus hermanos perdidos (Gn 37, 12-20), y así nos ha rescatado de nuestra servidumbre y esclavitud haciéndose él mismo siervo (Jn 13), yendo en nuestra búsqueda, superando nuestras lejanías, abajándose hasta nosotros. Su condescendencia con el hombre le ha llevado a acoger la humana existencia, ha consentido en lavarle los pies como si se tratase él mismo de un esclavo (Mc 10, 45), ha llegado al extremo de dar la vida por nosotros y descender  hasta el infierno del mal que nos aqueja, para alzarnos del polvo y sacarnos de las sombras de la muerte. 
Este es el Amor que salva, aquél que nos devuelve el Don perdido: ser hijos de Dios y, por tanto, hermanos entre nosotros. Este rescate costoso nos arranca del abismo del mal que no es otra cosa que apartarnos de la dignidad de ser hijos de Dios, hijos en el Hijo, hermanos de Jesús, hermanos entre nosotros.
La Pascua es el gran acontecimiento de la Trinidad, Padre, hijo y Espíritu, a favor del hombre (Jn 3, 5.16), el cual tantas veces deambula por la vida desconociendo su procedencia, la pertenencia que le dignifica, el destino y la herencia que le espera. El Padre y el Hijo nos han dado identidad, nos han dicho de qué Fuente hemos nacido, quiénes somos y hacia dónde vamos. Somos el fruto de su Amor que no tiene límites, que es eterno, que es creador, salvador y divinizador. 
Comunidad: fruto de Pascua. Sobre el Don del Padre, del Hijo y del Espíritu gira toda vida, se asienta toda nuestra existencia, como la de la primera Comunidad de Jerusalén (Act 2, 1ss; 42-47; 4, 32-35) que, llena de gozo y gratitud, vivía en alabanza y acción de gracias, en perfecta comunión y conversión, teniendo un solo corazón y una sola alma, abierta generosamente a la pobreza del hombre para socorrerle con el mismo amor que ardía en medio de ella. El Espíritu hace posible en ella la petición de Jesús al Padre: “Que todos sean uno para que el mundo crea” (Jn 17, 21), y el mandato a sus más cercanos discípulos: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”(Jn 13, 34). Sólo así, el mundo que los rodeaba podía exclamar “¡Mirad cómo se aman!”[1] y pasar también de ser siervos, de estar lejos, a ser hijos, a estar muy cerca de Dios y creer en Él. Nosotros somos herederos[2] de esta experiencia pascual que inauguró una nueva forma de vida: el Espíritu había hecho estallar los cerrojos del miedo y las ventanas cerradas de todos los egoísmos, creando una comunidad de hermanos en el Señor Resucitado, en la que no había esclavos sino libres bajo la gracia nueva; su Fuego ardía en medio de ellos, orientándoles a una plena comunión de vida, y su Viento les empujaba a llevar el Amor de Dios a todo hombre, raza y nación, provocando con sus palabras y su misma vida la vuelta del hombre a Dios. 
Ofrecer el Don recibido. En la Pascua queda restaurada la difícil relación hombre y Dios, las difíciles relaciones entre los hombres y entre estos y el Cosmos. La Pascua nos hace inmensamente agraciados pero también inmensamente responsables, porque su Amor pide ser acogido pero también ofrecido a otros, que es un modo de agradecer tanto amor[3].
En esta Pascua pongamos los ojos del corazón en nuestros hermanos (Japón) que sufren los desastres naturales y sus tremendas consecuencias, en la cantidad incontable de personas que han quedado sin hogar, sin trabajo, sin familia; en los pueblos que viven el horror de la guerra, del terrorismo, de la tiranía, de la pobreza, el hambre y la muerte (Costa de Marfil, Libia, Yemen… ). A esta Pasión ha bajado el Hijo, para acompañarla y dar a todo sufrimiento humano el apoyo de un amor que salva y una gracia que va más allá de la muerte. Sabiéndonos hijos amémonos como hermanos, amemos al hermano más próximo y al más lejano; amémonos con el don de la fraternidad de Jesús y el mundo conocerá una novedad que brotará de dentro a fuera, como las aguas de un manantial, del corazón a la vida, de las certezas más íntimas hasta concretarse en los gestos más radicales y renovadores.
Todo, a pesar del dolor y de la muerte, brilla con el resplandor de la verdadera comunión y de la relación viva y vivificante, todo tiene un origen común y un destino común. Todo está transido de nueva Creación, redimida y salvada con el Amor del Padre, por el Amor del Hijo, en el Amor del Espíritu. ¡Es la mañana de Pascua, es la Pascua del Señor! ¡Amén, Aleluya!
Comunidad de la Conversión.
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[1]TERTULIANO, Apologetico 39, 7, de A. Resta Barrile, Bolonia 1980, p. 145.
[2] JUAN PABLO II, Novo Millennio Ineunte 40. "Hace falta reavivar en nosotros  el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés" .
[3] RATZINGER, J. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, Encuentro, Madrid, 2011, Págs. 82-83
PUBLICADO POR COMUNIDAD DE LA C


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