Pascua 2013CARTA DE COMUNIÓN INQUIETO ESTÁ NUESTRO CORAZÓN HASTA QUE DESCANSE EN TI S. Agustín. Confesiones, I, 1,1 Homo absconditus. Estamos sellados por la búsqueda y es en ella donde nos perdemos. Nos perdemos al buscarnos porque la vida es un enigma, sobre todo para nosotros mismos, y no nos es fácil descifrar los enigmas. La angustia más dramática anida en mi propio ser, en lo más íntimo: ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Quién mira por mi vida?¿Qué sentido tiene mi existencia?[1] El hombre ha buscado en Dios la razón de su existencia y se ha preguntado preguntándole: ¿He sido pensado?¿Traído para algo?¿Amado?¿Esperado? Porque la confirmación de nosotros mismos ha de venir siempre de arriba y de otro[2], porque nos sabemos referidos a otros a los que invocamos ayuda en este deseo de comprender y comprendernos[3]. El error de Narciso no fue quererse en exceso, que también, sino pretender tener él las respuestas al deseo más vasto de su corazón. No es nuestro rostro al que hay que acudir. Es esta necesidad de confirmación, con la que nacemos[4], la que nos impulsa a una carrera sin fin, la que provoca tantos extravíos, tantas lejanías, tantas pérdidas. La verdad sobre nuestra propia vida se nos ha escapado, como pez escurridizo, de entre las manos muchas veces. Necesitamos que alguno nos dé la pauta para descifrar, nos lleve de la mano, nos abra el ojo para ver, nos llame o nos busque, nos atraiga de allí donde nos perdimos y nos haga retornar de todos nuestros extravíos y lejanías. Solo el amor es digno de fe, solo el amor tiene la palabra de confirmación y afirmación. Un Dios que nos exigiera perfección nos haría temblar, tremar ante la duda de serle de su agrado. Pero la confirmación no viene de nuestra valía sino de un amor que antecede a todo lo que existe. Solo un amor así, lleno de misericordia con nuestra condición, primero y gratuito, puede confirmarnos en la existencia, en la vida. Solo ese amor es orientador y no nos hace perdernos. Solo una misericordia amorosa puede abrazar nuestra pobreza y transformarla en don y gracia. Solo un Amor que nos comprenda puede atraernos a Él hasta sacarnos de todos los tugurios de la existencia. Pero tardamos en encontrar este Amor y, alejarse de Él es perderse. “Sí, los que se alejan de ti se pierden” (Salmo 72). El drama humano es entrar en el laberinto al ir buscando a Dios, la felicidad, el amor verdadero. Entonces solo queda el recurso más trágico, el grito del dolor más animal y humano al mismo tiempo, que reclama aquello para lo que está hecho y que se yergue tormentosamente hacia un Tú al que increpa: ¿Dónde estás, oh Tú que duermes? Ese grito religioso que se eleva en medio de una pavorosa soledad existencia: Oh, Dios, sácame del abismo. “Atráeme, Señor, para que vuelva” (Lam 5, 21, 1)[5]. Los hombres necesitamos tener fe en un Dios que tenga fe en nosotros, que nos ame, que nos quiera, que nos confirme para no perdernos. “¡Éste es mi Hijo amado!” Cuando en la vida hemos escuchado de la boca de Dios estas palabras, como cuando las escuchamos de otro tú, todo queda ordenado[6], todo está en su sitio, todo tiene sentido, hasta el sufrimiento, todo es superable. Solo entonces brota el sí del hombre a su Dios, el sí al amor recibido como confirmación[7]. Atraeré a todos hacia Mí. Volver a Dios es obra de la gracia, que a veces actúa como una dentellada, como un ataque, la pura gracia es la que nos hace volver los ojos a Él. Él nos amó primero, antes de nuestro grito Él salió a buscarnos; cuando estábamos perdidos, Él nos encontró. Volvemos por Cristo, Él es la gracia que nos hace volver al Padre[8]. La respuesta al enigma, el final de todas nuestras búsquedas, en el fondo de todas nuestras pérdidas, está en el Crucificado. ¿Por qué un crucificado nos confirma como hombres y nos atrae a Él? Porque nos revela la condición propia que nos atormenta, porque esa imagen verdadera de mí misma es la que me atrae, me obliga a mirarla, a enfrentarla. Ecce homo. Esa soy yo. Ese rostro herido es el mío. Nos revela a nosotros mismos este Dios crucificado. Este dice de nosotros. El hombre se ha encontrado a sí mismo en Él, clavado en una cruz y escarnecido. Tú eres mi verdadero rostro. Pero el Crucificado también nos revela la condición referencial de la existencia pues en Él por primera vez hombre y Dios riman, se miran y se reconocen. Él nos revela lo que somos y nos abraza hasta allí donde nosotros no podemos ni llegar y nos dice: “tú eres a quien yo amo”, y eso nos eleva desde el polvo, nos alza de la basura (salmo 112, 7), nos atrae de las lejanías en las que estamos perdidos. El amor es el que nos llama, con voz de cascadas y a voces, y logra atraernos. “Así te amo y porque te amo te salvo. Te amo así, como tú eres; como tú me ves a mí así te veo yo a ti y te amo. Herido, sin apariencia, sin belleza alguna, ¡te amo! Te atraigo a mí.” Cristo es la Presencia amorosa que salva. Solo un amor tan total es capaz de atraernos, de doblegar nuestros pasos erráticos, de torcer los caminos errados, de llamar a gritos al que, perdido, ya no oye. Nos hace falta haber visto al amor arrastrado, hecho cordero, sin aspecto atrayente[9], siervo nuestro, abajado hasta la tierra, por nosotros, para atraernos. Hemos necesitado ver un sin fisuras, sin condiciones, sin retoques, sin decorados, absolutamente bello y bueno, para ser atraídos definitivamente hacia Dios. Este amor herido es la respuesta que esperábamos y es lo que nos hace volver. “Cuando sea alzado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 8, 27; 3, 14). Es a él al que llegamos para preguntarle adónde vamos, quién soy yo, dime quién eres. “Ven, pues, Señor Jesús… Ven hacia mí, búscame, encuéntrame, tómame en brazos, llévame”[10]. La Paradoja cristiana. Esta verdad amorosa que me trasmite el Señor Crucificado es lo que me lleva a amarme y a amar a todos. “Me amo porque he conocido tu ternura infinita, tu misericordia sin orillas”. Es la paradoja que encierra el Crucificado: que nos confirme en la existencia Aquél que se ha hecho el inexistente; y ésta será la esencia cristiana: que la vida cristiana pase por la inexistencia a fin de ser lo que Dios quiere de ella, que elija lo que nadie quiere, lo que nadie ama, al que nadie prefiere, lo que no existe para este mundo. Que asuma la herida y siga amando. “Herida, seguiré amando”. Se trata de elegir lo que él eligió para salvarnos: “Ya no soy yo… es Cristo quien vive en mí”. Y, sin embargo, encontrar en este Rostro sin apariencia mi propio Rostro, desfigurado y transfigurado, crucificado y resucitado. Solo en Cristo hallamos la respuesta: perder la vida es ganarla; quien desea ganarla para sí, la pierde y se pierde. Es posible no perderse: dar la vida asumiendo la herida de los más desfavorecidos para encontrarle a Él en ellos y dejarse atraer hasta llegar a la Vida deseada. Nos urge que el hombre perdido vuelva a Dios y que en Él se descubra a sí mismo y halle su descanso. El Señor Jesús es la orientación definitiva del hombre, Él nos lleva a la Comunión de destino, “In Deum”, hacia Él vamos, y toda otra dirección es una pérdida o un camino cortado. Que el mundo conozca a Cristo Crucificado y Resucitado para que llegue a descubrir el amor más grande que nos confirma en la vida y nos hace descansar. Es esto lo que buscábamos inquietamente. “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”. El Señor resucita para atraernos a Sí y llevarnos de vuelta a la Casa del Padre. Que la fuerza de su Pascua obre esta atracción amorosa en el seno de cada uno de nosotros y en el seno de nuestro mundo. ¡Feliz Pascua! M. Prado Comunidad de la conversión - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - [1] Los niños gritan a sus padres: Papá, ¿me quieres?, papá, ¿me quieres? porque solo la confirmación de un amor nos da seguridad y sentido. [2] PANERO, Leopoldo, Escrito a cada instante, Cultura Hispánica,, 1949: “Ahora que el estupor me levanta desde las plantas de/los pies,/y alzo hacia Ti mis ojos,/Señor,/dime quién eres,/ilumina quién eres,/dime quién soy también,/y por qué la tristeza de ser hombre, Tú que andas/sobre la nieve”. [3] BENEDICTO XVI, Catequesis sobre la fe, 14 de Noviembre, 2012. “Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar, no encuentra más su lugar en la creación, en las relaciones con los demás” [4] BALTHASAR, H. U. von: Vita dalla morte. Meditazione sul misterio pasquale. Queriniana. Brescia, 1985. “Un giorno il bambino riconosce el sorriso della madre come un segno del suo essere accolto nel mondo e, rispondendo col sorriso, in lui si dischiude el nucleo del propio Io. Egli trova se stesso perché è stato trovato. E avendo trovato un Tu, il molteplice Es, che altrimenti ancora lo avvolge, può venir inglobato nel rapporto di confidenza”. Pág. 7. [5] “Sí, Señor, atráenos hacia ti, atrae al mundo hacia ti y danos la paz, tu paz. SAN IRENEO, 3,16,6: Già e non ancora, CCCXX, Milano 1979, p. 268 [6] SAN AGUSTÍN, Confesiones, XIII, 9, 10: El amor es mi peso, él me lleva dondequiera que voy». [7] Oseas 6, 1-6 “Vamos a volver al Señor: él, que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En dos días nos sanará; al tercero nos resucitará; y viviremos delante de él”. [8] IBSEN, H., Brand: “¿No basta entonces toda la voluntad de un hombre para conseguir una sola gota de salvación?” [9] Is. 52,13-15; 53,1-12 [10] SAN AMBROSIO, Expositio in psalmum 118 PUBLICADO POR COMUNIDAD CARTA EN Húngaro....................[+]
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