Reflexiones de un forastero agustino en el patio de la conversión Los que conocen la historia de la conversión de S. Agustín, saben que ese evento central tomó lugar en un jardín o huerto. El comenta: “No sé cómo caí derrumbado a los pies de una higuera y solté las riendas de mis lágrimas…” (Confesiones VII, 28). Como un hospitalero este agosto pasado y siendo hijo de S. Agustín en un apostolado del Monasterio de la Conversión, yo colaboraba diariamente en el aseo del albergue limpiando el patio. Allí no había una higuera sino un árbol grande de almendras. Tal vez, ese ambiente me hiciera pensar en la importancia de la conversión como parte de la práctica de la hospitalidad y una metáfora para el convivir. Al servir a los peregrinos de varios países, culturas y edades junto con sus personalidades e idiosincrasias, entendí explícitamente que hay una llamada de estar consciente de mis propios prejuicios, opiniones e ideas que yo tenía en cuanto a ellos u otros en mi vida. La cena comunitaria del albergue de Santa María del Camino, simbólicamente encarnaba esta llamada cuando tenía que mover mi silla para acomodar al huésped que apenas llegó. Si mi corazón fuera distraído por esos conceptos erróneos, no podría darme cuenta de la necesidad del otro y continuaría comiendo sin dar espacio a aquel que estaba parado buscando donde sentarse en el banquete celestial anticipado en Carrión de los Condes debajo el árbol de almendras. La Hna. Carolina Blázquez Casado, O.S.A. en un discurso escribió que “el ser humano es un ser personal; por eso, la cerrazón, la indiferencia, el solipsismo son actitudes que revelan una atrofia de las virtudes más genuinas de nuestra condición [humana].” Todo aquello puede ser resultado de esos prejuicios. “La atrofia” por definición grita por la gracia de conversión para ablandar mi corazón. Moviendo la silla para que el otro se siente a mi lado representa la apertura al proceso de la transformación de mi persona y la aceptación del peregrino de la vida tal como es. Al final, son mi prójimo. Sin el antídoto de la conversión, corro el riesgo de quedar envenenado por esos anti-valores señalados por la Hna. Carolina. Curiosamente, fue Jesús que condenó la higuera que no produjo frutos (Marcos 11: 12-14) pero fueron las lágrimas de conversión de S. Agustín que regaron la higuera donde el cayó en una desesperación emocional. Tengo que confesar que yo maldije ese árbol de almendras por sus ramas grandes dando un lugar privilegiado a las aves de donde ensuciaban el suelo. Sin embargo, en el espíritu agustiniano, mis esfuerzos laborales leves de limpieza eran las “lágrimas” que dieron fruto a esta sencilla reflexión recordándome de la necesidad de mi propia conversión para ser un hospitalero auténtico en el camino de la vida cristiana y religiosa. P. Joseph Girone, O.S.A. Provincia de Santo Tomas de Villanueva EE.UU. Los comentarios están cerrados.
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