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LA LUZ QUE BRILLA EN LA OSCURIDAD

13/7/2023

 
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​Javier Rubio / Sevilla (10-7-23)

​Sabía de la existencia -de hecho, me obsequiaron con una la última vez que estuve en Sotillo- de una estrella que se entrega al término de la bendición en la parroquia de Carrión de los Condes. Sabía de la existencia de la canción de despedida, “Que Dios os bendiga, hermanos”, que había cantado incluso en algún retiro de la parroquia. Sabía de la existencia del encuentro musical con los peregrinos. Sabía de la existencia, claro está, del albergue parroquial de Santa María del Camino y de la misión admirable de mis adoradas agustinas del monasterio de la Conversión. Sabía de todo pero nunca había juntado las piezas, como si el puzzle hubiera estado por componer todo este tiempo.


Hasta que encajaron en la semana del 3 al 9 de julio del presente año. Y vaya si encajaron. Porque, sobre el terreno, todo adquiere una dimensión nueva que por separado es imposible de apreciar. Allí estaban las hermanas, los cánticos, la bendición y las estrellas que brillan en las noches oscuras del alma perfectamente ensamblados. Y un servidor, de hospitalero. ¡Cuánto me ha enseñado la experiencia!

El día de mi llegada me fui a la cama con un sentimiento de frustración y decepción a partes iguales. Me dio por pensar que era yo el que desencajaba en aquel rompecabezas de idiomas, nacionalidades, motivaciones, recorridos espirituales y momentos vitales que, todo amalgamado, repletaban las 48 literas disponibles. Con la misma sensación de cuando llegas a una fiesta largamente anhelada y descubres que no es como la habías fabricado en la imaginación, idealizada. 

No me servían de nada ninguna de mis habilidades profesionales o personales. Mi inglés oxidado, el italiano macarrónico (imagino ahora a Arturo moviendo las manos en el aire dándome la razón) y el francés de principiante eran inservibles. Todo cuanto tenía que hacer era servir un té frío de mango en un vasito de yogur y ofrecerlo cortésmente a los peregrinos que llegaban sofocados. Nada más. Y nada menos. 

​Porque en aquel té refrescante tomaba cuerpo el mandato evangélico de dar de beber al sediento -"siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños"- como si fueran el propio Cristo. Y porque la estancia en Carrión no iba de ser perfecto y pronunciar perfectamente (que no lo hacíamos), ni de adjudicar perfectamente las camas (que nunca nos salía), ni de explicar perfectamente el horario (que siempre nos saltábamos algo). Sino de algo mucho más importante: de saltar por encima de las imperfecciones de cada uno, con ayuda de la gracia, para acoger de la manera más cálida posible al pobre (pobre es todo que no dispone de algo, en este caso, fuerzas) desfallecido que entraba por la puerta. Fuera quien fuera, hablara lo que hablara y rezara a quien rezara, como si no rezaba. Fratelli tutti. En vivo y en directo.
​
Comprender esto fue cosa que me costó un par de días y se lo debo a la hermana Charo, con quien una primera charla sobre la vocación y los propios miedos y limitaciones me abrió los ojos a lo verdaderamente importante en el albergue: ser luz para los demás. Lo mismo que dicen las hermanas desde el ambón parroquial en la explicación del regalo de la estrella coloreada tras la bendición. 

Me he pasado media vida tratando de deslumbrar al lector. De lucirme con cada frase que escribo. De convertirme en un escritor rutilante, una estrella del firmamento periodístico y literario al que todos reconocieran. Pero en la entrada del albergue del Camino no era más que un cincuentón tratando de ser amable para servir el té frío e indicar dónde dejar las botas y los bastones. Ahí acababa todo el lucimiento porque se trataba de no eclipsar al sol que nace de lo alto.

Lo vi más claro en el rezo de la comunidad. Cada vez que la hermana Victoria acudía al atril de promesas del Cristo del Amparo (crux decussata) para prender el pabilo con que encendía las palmatorias sobre el altar (una para los laudes, dos para las vísperas) estaba haciendo que brillara la luz que alumbra las naciones. Fuera ya clareaba, pero dentro, en el templo románico y sus añadidos posteriores que cartografiaba un equipo de científicos con tesón inagotable esa semana, la luz se veía engullida por un frío espeso, denso y pegajoso como el alquitrán. 

La comunidad, reunida en el coro desde ese momento para alabar a Dios, encendía la luz y apagaba la oscuridad. Solo así cobra sentido la estrella de papel que se le entrega a los peregrinos. Solo puede titilar en la noche oscura ese minúsculo trocito de cartulina pintada con ceras si refleja la luz que penetra las almas. Solo quien bebe constantemente del pozo del agua que quita la sed puede apagar la del prójimo con un buche de té recién hecho.  

Cuando lo entendí, yo también encajé en aquel lugar. Encajé con mis compañeros hospitaleros: el referido Arturo, tan expresivo sin pronunciar palabra; el joven pero sobradamente experimentado Manu; y el jovial Christian, con una curiosidad infinita y una mirada desprejuiciada. Encajé con las hermanas de turno: la referida Charo, humanidad a flor de piel; María, con su arte aplomado para llevar la conversación donde queman las papas y se desatan las lenguas; Camila, en la que borbotea la alegría, que me hacía sentirme uno más con solo darme el cancionero de himnos; y Vicky, tan enamorada de Cristo que se le adivina con solo mirarle a la cara. 

Y encajé con los peregrinos. Porque ya me daba igual perorar de corrido o pegarle patadas a la sintaxis de cada idioma, del que iba aprendiendo las palabras justas para hacerme entender. Porque todo cuanto podía ofrecerles no precisaba de ninguna habilidad especial: los suelos bien barridos, los colchones bien desinfectados, las telarañas bien deshechas y el té bien servido con todo el amor por quien está necesitado, en ese justo momento, del reconstituyente que le ofrecía. 

Por cada sonrisa que prodigaba al recién llegado, una estrella centelleaba en la mochila de un peregrino del día anterior como una cadena ininterrumpida de eslabones de papel destellantes a lo largo del Camino. Esa es la luz que brilla en la oscuridad. 

Esto es cuanto aprendí en esa escuela de vida que es el albergue de las hermanas agustinas, a quienes les besarla las manos -también es aprendizaje dejarse agasajar- una por una en señal de gratitud. “Siervos inútiles somos, hemos hecho lo que se nos ha pedido”. 

Iubilate Deo. Aleluya.


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