Carta del Prior General de la Orden, Alejandro Moral
CARTA A LOS HERMANOS Y HERMANAS DE LA ORDEN CON MOTIVO DE LOS 500 ANOS DEL INICIO DE LA REFORMA LUTHERANA
Queridos hermanos y hermanas:
De manera tal vez un tanto reductiva, se ha querido fijar el inicio de la Reforma en la exposición pública que Martín Lutero hizo en Wittenberg de sus 95 tesis sobre las indulgencias, el 31 de octubre de 1517. En cualquier caso, no cabe duda de que Lutero impulsó una verdadera crisis religiosa que trajo consigo la ruptura de la cristiandad occidental y sentó las bases no del secularismo, pero sí del proceso de secularización y del nacimiento de una nueva Europa. Las tesis supusieron también un cambio en el modo de entenderse a sí mismo. Fue entonces cuando cambió su apellido, Luder, para firmar durante un tiempo Eleutherios (el libre) y luego Luther (Lutero).
Su fuerte personalidad, rica y sugestiva en sus contrastes, la nueva teología que desarrolló, las consecuencias de la revolución que desencadenó, hacen de él una figura decisiva en la historia universal y del cristianismo. Podemos afirmar que hay un antes y un después de Lutero.
No podemos olvidar que Martín Lutero (1483-1546) fue agustino. Ingresó en nuestra Orden en 1505 y formó parte de la Congregación de Observancia de Sajonia. Perteneció a la comunidad del convento de Erfurt primero y de Wittenberg después. Ocupó diversos cargos de gobierno: viceprior y regente de estudios (1512-1515) y vicario provincial de Turingia y Meissen (1515-1518). Ejerció estos servicios con responsabilidad y acierto, tomando decisiones cuando eran necesarias, sin soslayar las dificultades y procurando el bien común. Fue renombrado profesor (su título más preciado era el de doctor en Teología) y acreditado predicador y se mostró disponible para prestar sus servicios cuando le fueron requeridos, como ocurrió respecto al tema interno (conflicto entre observantes y conventuales) que originó su viaje a Roma en 1511-1512. Todas las fuentes señalan que fue un fraile piadoso, cumplidor y fervoroso. Hasta 1521 solía firmar siempre "Martín Lutero, agustino" y usó el hábito hasta 1524, conservando hasta su muerte mucho de fraile en cuanto a piedad y estilo.
También es cierto que Lutero no solo abandonó la Orden, sino que abominó de la vida religiosa con todas sus fuerzas, rechazó las practicas ascéticas y de piedad, el rezo del breviario y otras obligaciones, modificó radicalmente la teología sacramentaria, condenó los votos y promovió el abandono y la fuga masiva de los consagrados. El daño causado a la Orden y a la vida religiosa en Alemania fue enorme. Lutero fue hermano nuestro durante un tiempo y compartió nuestro carisma, pero él mismo se situó fuera de la Orden con sus opciones, sus iniciativas y sus decisiones.
La Orden de San Agustín, a la que perteneció Lutero, no tiene motivos para celebrar los 500 años del inicio de la Reforma pero sí para conmemorarlos. Y lo hacemos con serenidad, resaltando los aspectos positivos que originó: la revalorización del individuo, la reforzada confianza en Dios, la centralidad de la Sagrada Escritura, el acercamiento de la liturgia al pueblo, el desarrollo del sentido comunitario, la sana laicidad, la necesidad de reforma entendida como retorno a lo esencial. ¿Qué podría aprender la Iglesia católica de la tradición luterana? El papa Francisco responde así: "Me vienen a la mente dos palabras: Reforma y Escritura"[1]. El gesto de renovación para una Iglesia que es semper reformanda y el paso dado para poner la Palabra de Dios en manos del pueblo. Debemos aprender también a evitar que aquello que debe ser un proceso de reforma y revitalización de toda la Iglesia derive en un "estado" de separación y ruptura, y también que el acercamiento a la Sagrada Escritura se resuelva en el subjetivismo. Por eso, en palabras del teólogo luterano Wolfhart Pannenberg, "la división de la Iglesia en el siglo XVI no puede entenderse como el éxito de la Reforma, sino solo como la expresión de su fracaso temporal; de hecho la Reforma apuntaba a la renovación de toda la Iglesia, en referencia a su origen bíblico"[2]. Más aún, podemos decir que la ruptura de la Iglesia es una expresión de fracaso para todos los cristianos.
Hoy, al evocar la figura de Martín Lutero, nos detenemos en el hombre de intuiciones religiosas profundas, en el heraldo y pregonero de la palabra divina, en sus dotes de ingenio y creatividad, en su asombrosa capacidad de trabajo, en el modo en que utilizó la imprenta y los adelantos de la época al servicio de la comunicación, en su profunda piedad. "Todos somos mendigos, hoc est verum", escribió el 16 de febrero de 1546, dos días antes de morir[3]. Fue un cristiano sincero y hombre de oración, un buen esposo y padre de familia, un amigo sencillo y hospitalario, un aplicado guía de las personas que solicitaban su consejo. De temperamento cálido y efusivo, no obstante las preocupaciones y dolencias que le afectaron, fue modelo de virtudes domésticas. También destacamos sus luchas interiores contra angustias y tentaciones, su forma directa de expresión, la apertura del alma y el modo confiado de compartir su intimidad con quienes le eran cercanos, su sensibilidad espiritual.
Sin embargo, no podemos eludir otra faceta menos grata: la que se refiere a su intolerancia. Obstinado e inflexible, apasionado y vehemente, Lutero utiliza expresiones mordaces contra quienes se le oponen, llegando a ser injurioso y grosero. Con frecuencia resulta vejatorio y ofensivo, llegando a la calumnia. El elegido por Dios, el "profeta del fin de los tiempos"[4], se considera en la verdad y, por tanto, responde en términos agresivos a cualquier discrepancia. Para él no es posible la retractación porque no asume la posibilidad de equivocación o de error. Es significativa su fijación en la figura del papa, que va evolucionando desde el acatamiento reverente a la animadversión y el aborrecimiento, hasta desembocar en el odio de sus últimos años. Son verdaderamente tristes sus exagerados insultos y agresiones a la Iglesia de Roma (papista, según su particular terminología). Leer esos textos nos llena de dolor. Hoy, gracias a Dios, los tiempos han cambiado: no solo son cordiales las relaciones entre luteranos y católicos sino que, en la senda del ecumenismo, se ha llegado puntos de encuentro como la Declaración conjunta sobre la doctrina de la Justificación, firmada en 1999, y a la que recientemente se ha adherido la Comunión Mundial de Iglesias Reformadas.
En cuanto a su pensamiento, resulta imposible exponerlo aquí, ni siquiera resumido. Diré solamente que Lutero concreta su desconfianza en la razón y su rechazo de la filosofía en la repulsa visceral a la escolástica, al aristotelismo, a los sistemas teológicos excesivamente estructurados, a los juegos del intelecto, a las clasificaciones, a los sofismas, a las sutilezas de las escuelas. Todo ello nos aleja del encuentro con Cristo y obstaculiza la fe genuina que se fundamenta en la Escritura, en la Palabra. Dios no es una hipótesis filosófica, sino que se nos revela y nos habla en Cristo. Por eso se necesita una mayor sencillez, abandonar los artificios para ir a la fuente y hacer posible el encuentro. Y también requiere acercar la Palabra de Dios al pueblo, facilitar el contacto y la asimilación personal. Desde este planteamiento podemos entender que Lutero dedique mucho tiempo y cuidado a la traducción y exégesis de la Sagrada Escritura y a la predicación. Él mostró un excelente manejo de su lengua vernácula. Su traducción de la Biblia es de una importancia determinante, tanto en el sentido pastoral como en el filológico. Lutero juega un papel decisivo en cuanto a la elección léxica y al estilo, en el que refleja la viveza y espontaneidad de la lengua hablada. Es un innovador del idioma, al que dota de gran exactitud y realismo, hasta el punto de ser considerado determinante en la unificación de la lengua alemana y en la fijación del idioma alemán moderno. Reconocido predicador, sus sermones tuvieron siempre una enorme resonancia. De estilo sencillo, concreto y didáctico; muy práctico. Hablaba con profunda convicción, concentrado en lo que decía, sin perderse en gestualidad o teatralidad, pero utilizando locuciones populares y modismos. Fue el "eclesiastés de Wittenberg"[5], el predicador y transmisor por excelencia de la Palabra de Dios
Otro punto esencial en su pensamiento, en línea agustiniana, es la realidad de la gracia referida sobre todo a la justificación. En este mundo del triunfo de la indiferencia, en el que tantas veces se vive como si Dios no existiera, en el que se reduce a Dios a un concepto o a una norma, Lutero nos vuelve al Dios revelado en Cristo, que es Amor y que se concreta en el Amor. El centro de su vida y su reflexión fue sin duda la cuestión de Dios. Atormentado en su juventud por el tema de la salvación, encontró su tranquilidad y su gozo en el principio de la justificación por la fe (cf. Rom 1,17). Así pues, la Justicia de Dios no debe entenderse en sentido activo o vindicativo (Dios justo que castiga a los pecadores), sino en sentido pasivo o justificador (Dios que hace justos y que nos regala la santificación). No son las obras, por buenas que sean, las que obtienen la salvación, sino la confianza en Cristo, único Redentor, que se nos comunica por la fe. Solus Christus, soli Deo Gloria. El Dios terrible se transforma así en el Padre de las misericordias y el Cristo justiciero en el único Salvador a través de la cruz. Lutero siente la incapacidad de las fuerzas humanas sin la gracia, pero radicaliza este doctrina hasta el extremo. Para él es imposible que el ser humano pueda colaborar activamente en la salvación, porque el pecado permanece. Solo que, por los méritos de Cristo, no se nos imputa.
Sola Scriptura, sola gratia, sola fide. Las consecuencias de la percepción luterana llevan a la negación del libre albedrío, a la innovación dogmática de los sacramentos, al rechazo de la misa como sacrificio, a la negación del sacerdocio ministerial, a la demolición del magisterio y de la jerarquía eclesiástica, a la demonización del papado. Sin embargo, Lutero se muestra sorprendentemente servil a los príncipes protestantes y se manifiesta un apasionado defensor del legítimo orden social y político, incluso a un alto precio. Su postura en la Guerra de los Campesinos (1524-1525) nos ofrece buena muestra de ello y constituye uno de los rasgos más discutidos del reformador. Como lo son también otros dos aspectos, presentes en Lutero, y que han proyectado su negra sombra en la historia de los últimos siglos: el nacionalismo y el antisemitismo.
La figura de Lutero no es fácil, pero sí fascinante. Está llena de contrastes que dificultan la objetividad y la ecuanimidad, pero ofrece rasgos enormemente novedosos y es, sin duda alguna, muy actual. A pesar de los cinco siglos transcurridos, sigue despertando pasiones extremas, adhesiones y rechazos viscerales. Y en nuestro ámbito agustiniano, lamentablemente, sigue siendo bastante desconocido. En la Orden necesitamos especialistas en Lutero, tanto en el campo histórico como en el teológico. Espero que esta conmemoración de la Reforma Luterana sea una llamada de atención e impulse los estudios en esta línea.
Agradezco el interés manifestado y las iniciativas que se han tomado en las distintas circunscripciones de la Orden, sobre todo en el campo académico, con la organización de excelentes congresos, jornadas de estudio y publicaciones. El Consejo General ha querido implicarse a este respecto y ha impulsado la celebración en Roma, del 9 al 11 de noviembre, del Congreso titulado "Lutero y la Reforma: San Agustín y la Orden Agustiniana". Ojalá sea un punto de partida.
Quiero terminar con unas certeras palabras del papa Benedicto XVI, pronunciadas en el Augustinerkloster de Erfurt, durante su viaje a Alemania[6]: "Para Lutero, la teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios. ‘¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?’ No deja de sorprenderme que esta pregunta haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en nuestro anuncio? La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por descontado que, en último término, Dios no se interesa por nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios, en la práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al final, en su misericordia, no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas. Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas? ¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la corrupción de los grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su propio beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga que se nutre, por una parte, del ansia de vida y de dinero, y por otra, de la avidez de placer de quienes son adictos a ella? ¿Acaso no está amenazado por la creciente tendencia a la violencia que se enmascara a menudo con la apariencia de una religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el amor de Dios, y a partir de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios, por los hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas enteras del mundo? Las preguntas en ese sentido podrían continuar. No, el mal no es una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí, cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente de Lutero debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo nuevo, también en una pregunta nuestra. Pienso que esta sea la primera cuestión que nos interpela al encontrarnos con Martín Lutero".
Que nuestra Señora de Gracia nos acompañe con su amor.
Roma, 28 de septiembre de 2017
P. Alejandro Moral Antón
Prior General OSA
[1] Cf. "Intervista a papa Francesco in occasione del viaggio apostolico in Svezia": La Civiltà Cattolica 2016-IV, 313-324.
[2] W. PANNENBERG, "Die Augsburger Konfession und die Einheit der Kirche": Ökumenische Rundschau 28 (1979) 113.
[3] Cf. LUTHER, Weimarer Ausgabe (WA) 48,241.
[4] Cf. Tischreden (WATr) 5,23,27-24,6.
[5] Cf. WA 10,2.
[6] Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica de Alemania, Erfurt 23 de septiembre de 2011.
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Queridos hermanos y hermanas:
De manera tal vez un tanto reductiva, se ha querido fijar el inicio de la Reforma en la exposición pública que Martín Lutero hizo en Wittenberg de sus 95 tesis sobre las indulgencias, el 31 de octubre de 1517. En cualquier caso, no cabe duda de que Lutero impulsó una verdadera crisis religiosa que trajo consigo la ruptura de la cristiandad occidental y sentó las bases no del secularismo, pero sí del proceso de secularización y del nacimiento de una nueva Europa. Las tesis supusieron también un cambio en el modo de entenderse a sí mismo. Fue entonces cuando cambió su apellido, Luder, para firmar durante un tiempo Eleutherios (el libre) y luego Luther (Lutero).
Su fuerte personalidad, rica y sugestiva en sus contrastes, la nueva teología que desarrolló, las consecuencias de la revolución que desencadenó, hacen de él una figura decisiva en la historia universal y del cristianismo. Podemos afirmar que hay un antes y un después de Lutero.
No podemos olvidar que Martín Lutero (1483-1546) fue agustino. Ingresó en nuestra Orden en 1505 y formó parte de la Congregación de Observancia de Sajonia. Perteneció a la comunidad del convento de Erfurt primero y de Wittenberg después. Ocupó diversos cargos de gobierno: viceprior y regente de estudios (1512-1515) y vicario provincial de Turingia y Meissen (1515-1518). Ejerció estos servicios con responsabilidad y acierto, tomando decisiones cuando eran necesarias, sin soslayar las dificultades y procurando el bien común. Fue renombrado profesor (su título más preciado era el de doctor en Teología) y acreditado predicador y se mostró disponible para prestar sus servicios cuando le fueron requeridos, como ocurrió respecto al tema interno (conflicto entre observantes y conventuales) que originó su viaje a Roma en 1511-1512. Todas las fuentes señalan que fue un fraile piadoso, cumplidor y fervoroso. Hasta 1521 solía firmar siempre "Martín Lutero, agustino" y usó el hábito hasta 1524, conservando hasta su muerte mucho de fraile en cuanto a piedad y estilo.
También es cierto que Lutero no solo abandonó la Orden, sino que abominó de la vida religiosa con todas sus fuerzas, rechazó las practicas ascéticas y de piedad, el rezo del breviario y otras obligaciones, modificó radicalmente la teología sacramentaria, condenó los votos y promovió el abandono y la fuga masiva de los consagrados. El daño causado a la Orden y a la vida religiosa en Alemania fue enorme. Lutero fue hermano nuestro durante un tiempo y compartió nuestro carisma, pero él mismo se situó fuera de la Orden con sus opciones, sus iniciativas y sus decisiones.
La Orden de San Agustín, a la que perteneció Lutero, no tiene motivos para celebrar los 500 años del inicio de la Reforma pero sí para conmemorarlos. Y lo hacemos con serenidad, resaltando los aspectos positivos que originó: la revalorización del individuo, la reforzada confianza en Dios, la centralidad de la Sagrada Escritura, el acercamiento de la liturgia al pueblo, el desarrollo del sentido comunitario, la sana laicidad, la necesidad de reforma entendida como retorno a lo esencial. ¿Qué podría aprender la Iglesia católica de la tradición luterana? El papa Francisco responde así: "Me vienen a la mente dos palabras: Reforma y Escritura"[1]. El gesto de renovación para una Iglesia que es semper reformanda y el paso dado para poner la Palabra de Dios en manos del pueblo. Debemos aprender también a evitar que aquello que debe ser un proceso de reforma y revitalización de toda la Iglesia derive en un "estado" de separación y ruptura, y también que el acercamiento a la Sagrada Escritura se resuelva en el subjetivismo. Por eso, en palabras del teólogo luterano Wolfhart Pannenberg, "la división de la Iglesia en el siglo XVI no puede entenderse como el éxito de la Reforma, sino solo como la expresión de su fracaso temporal; de hecho la Reforma apuntaba a la renovación de toda la Iglesia, en referencia a su origen bíblico"[2]. Más aún, podemos decir que la ruptura de la Iglesia es una expresión de fracaso para todos los cristianos.
Hoy, al evocar la figura de Martín Lutero, nos detenemos en el hombre de intuiciones religiosas profundas, en el heraldo y pregonero de la palabra divina, en sus dotes de ingenio y creatividad, en su asombrosa capacidad de trabajo, en el modo en que utilizó la imprenta y los adelantos de la época al servicio de la comunicación, en su profunda piedad. "Todos somos mendigos, hoc est verum", escribió el 16 de febrero de 1546, dos días antes de morir[3]. Fue un cristiano sincero y hombre de oración, un buen esposo y padre de familia, un amigo sencillo y hospitalario, un aplicado guía de las personas que solicitaban su consejo. De temperamento cálido y efusivo, no obstante las preocupaciones y dolencias que le afectaron, fue modelo de virtudes domésticas. También destacamos sus luchas interiores contra angustias y tentaciones, su forma directa de expresión, la apertura del alma y el modo confiado de compartir su intimidad con quienes le eran cercanos, su sensibilidad espiritual.
Sin embargo, no podemos eludir otra faceta menos grata: la que se refiere a su intolerancia. Obstinado e inflexible, apasionado y vehemente, Lutero utiliza expresiones mordaces contra quienes se le oponen, llegando a ser injurioso y grosero. Con frecuencia resulta vejatorio y ofensivo, llegando a la calumnia. El elegido por Dios, el "profeta del fin de los tiempos"[4], se considera en la verdad y, por tanto, responde en términos agresivos a cualquier discrepancia. Para él no es posible la retractación porque no asume la posibilidad de equivocación o de error. Es significativa su fijación en la figura del papa, que va evolucionando desde el acatamiento reverente a la animadversión y el aborrecimiento, hasta desembocar en el odio de sus últimos años. Son verdaderamente tristes sus exagerados insultos y agresiones a la Iglesia de Roma (papista, según su particular terminología). Leer esos textos nos llena de dolor. Hoy, gracias a Dios, los tiempos han cambiado: no solo son cordiales las relaciones entre luteranos y católicos sino que, en la senda del ecumenismo, se ha llegado puntos de encuentro como la Declaración conjunta sobre la doctrina de la Justificación, firmada en 1999, y a la que recientemente se ha adherido la Comunión Mundial de Iglesias Reformadas.
En cuanto a su pensamiento, resulta imposible exponerlo aquí, ni siquiera resumido. Diré solamente que Lutero concreta su desconfianza en la razón y su rechazo de la filosofía en la repulsa visceral a la escolástica, al aristotelismo, a los sistemas teológicos excesivamente estructurados, a los juegos del intelecto, a las clasificaciones, a los sofismas, a las sutilezas de las escuelas. Todo ello nos aleja del encuentro con Cristo y obstaculiza la fe genuina que se fundamenta en la Escritura, en la Palabra. Dios no es una hipótesis filosófica, sino que se nos revela y nos habla en Cristo. Por eso se necesita una mayor sencillez, abandonar los artificios para ir a la fuente y hacer posible el encuentro. Y también requiere acercar la Palabra de Dios al pueblo, facilitar el contacto y la asimilación personal. Desde este planteamiento podemos entender que Lutero dedique mucho tiempo y cuidado a la traducción y exégesis de la Sagrada Escritura y a la predicación. Él mostró un excelente manejo de su lengua vernácula. Su traducción de la Biblia es de una importancia determinante, tanto en el sentido pastoral como en el filológico. Lutero juega un papel decisivo en cuanto a la elección léxica y al estilo, en el que refleja la viveza y espontaneidad de la lengua hablada. Es un innovador del idioma, al que dota de gran exactitud y realismo, hasta el punto de ser considerado determinante en la unificación de la lengua alemana y en la fijación del idioma alemán moderno. Reconocido predicador, sus sermones tuvieron siempre una enorme resonancia. De estilo sencillo, concreto y didáctico; muy práctico. Hablaba con profunda convicción, concentrado en lo que decía, sin perderse en gestualidad o teatralidad, pero utilizando locuciones populares y modismos. Fue el "eclesiastés de Wittenberg"[5], el predicador y transmisor por excelencia de la Palabra de Dios
Otro punto esencial en su pensamiento, en línea agustiniana, es la realidad de la gracia referida sobre todo a la justificación. En este mundo del triunfo de la indiferencia, en el que tantas veces se vive como si Dios no existiera, en el que se reduce a Dios a un concepto o a una norma, Lutero nos vuelve al Dios revelado en Cristo, que es Amor y que se concreta en el Amor. El centro de su vida y su reflexión fue sin duda la cuestión de Dios. Atormentado en su juventud por el tema de la salvación, encontró su tranquilidad y su gozo en el principio de la justificación por la fe (cf. Rom 1,17). Así pues, la Justicia de Dios no debe entenderse en sentido activo o vindicativo (Dios justo que castiga a los pecadores), sino en sentido pasivo o justificador (Dios que hace justos y que nos regala la santificación). No son las obras, por buenas que sean, las que obtienen la salvación, sino la confianza en Cristo, único Redentor, que se nos comunica por la fe. Solus Christus, soli Deo Gloria. El Dios terrible se transforma así en el Padre de las misericordias y el Cristo justiciero en el único Salvador a través de la cruz. Lutero siente la incapacidad de las fuerzas humanas sin la gracia, pero radicaliza este doctrina hasta el extremo. Para él es imposible que el ser humano pueda colaborar activamente en la salvación, porque el pecado permanece. Solo que, por los méritos de Cristo, no se nos imputa.
Sola Scriptura, sola gratia, sola fide. Las consecuencias de la percepción luterana llevan a la negación del libre albedrío, a la innovación dogmática de los sacramentos, al rechazo de la misa como sacrificio, a la negación del sacerdocio ministerial, a la demolición del magisterio y de la jerarquía eclesiástica, a la demonización del papado. Sin embargo, Lutero se muestra sorprendentemente servil a los príncipes protestantes y se manifiesta un apasionado defensor del legítimo orden social y político, incluso a un alto precio. Su postura en la Guerra de los Campesinos (1524-1525) nos ofrece buena muestra de ello y constituye uno de los rasgos más discutidos del reformador. Como lo son también otros dos aspectos, presentes en Lutero, y que han proyectado su negra sombra en la historia de los últimos siglos: el nacionalismo y el antisemitismo.
La figura de Lutero no es fácil, pero sí fascinante. Está llena de contrastes que dificultan la objetividad y la ecuanimidad, pero ofrece rasgos enormemente novedosos y es, sin duda alguna, muy actual. A pesar de los cinco siglos transcurridos, sigue despertando pasiones extremas, adhesiones y rechazos viscerales. Y en nuestro ámbito agustiniano, lamentablemente, sigue siendo bastante desconocido. En la Orden necesitamos especialistas en Lutero, tanto en el campo histórico como en el teológico. Espero que esta conmemoración de la Reforma Luterana sea una llamada de atención e impulse los estudios en esta línea.
Agradezco el interés manifestado y las iniciativas que se han tomado en las distintas circunscripciones de la Orden, sobre todo en el campo académico, con la organización de excelentes congresos, jornadas de estudio y publicaciones. El Consejo General ha querido implicarse a este respecto y ha impulsado la celebración en Roma, del 9 al 11 de noviembre, del Congreso titulado "Lutero y la Reforma: San Agustín y la Orden Agustiniana". Ojalá sea un punto de partida.
Quiero terminar con unas certeras palabras del papa Benedicto XVI, pronunciadas en el Augustinerkloster de Erfurt, durante su viaje a Alemania[6]: "Para Lutero, la teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios. ‘¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?’ No deja de sorprenderme que esta pregunta haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en nuestro anuncio? La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por descontado que, en último término, Dios no se interesa por nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios, en la práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al final, en su misericordia, no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas. Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas? ¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la corrupción de los grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su propio beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga que se nutre, por una parte, del ansia de vida y de dinero, y por otra, de la avidez de placer de quienes son adictos a ella? ¿Acaso no está amenazado por la creciente tendencia a la violencia que se enmascara a menudo con la apariencia de una religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el amor de Dios, y a partir de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios, por los hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas enteras del mundo? Las preguntas en ese sentido podrían continuar. No, el mal no es una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí, cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente de Lutero debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo nuevo, también en una pregunta nuestra. Pienso que esta sea la primera cuestión que nos interpela al encontrarnos con Martín Lutero".
Que nuestra Señora de Gracia nos acompañe con su amor.
Roma, 28 de septiembre de 2017
P. Alejandro Moral Antón
Prior General OSA
[1] Cf. "Intervista a papa Francesco in occasione del viaggio apostolico in Svezia": La Civiltà Cattolica 2016-IV, 313-324.
[2] W. PANNENBERG, "Die Augsburger Konfession und die Einheit der Kirche": Ökumenische Rundschau 28 (1979) 113.
[3] Cf. LUTHER, Weimarer Ausgabe (WA) 48,241.
[4] Cf. Tischreden (WATr) 5,23,27-24,6.
[5] Cf. WA 10,2.
[6] Encuentro con los representantes de la Iglesia Evangélica de Alemania, Erfurt 23 de septiembre de 2011.
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